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Saturday, May 27, 2006

Enfermos

“Estuve enfermo y me visitaron” (Mt 25, 36)
Jesús María Lecea, Sch. P.
Padre General

Llevo casi dos años visitando las Demarcaciones de la Orden. Todavía queda en programa otro año largo hasta el final. Con mucha frecuencia me he encontrado con Escolapios enfermos o con la salud quebrantada a causa de su avanzada edad. Algunas Demarcaciones de las más numerosas han creado residencias y enfermerías para atenderlos con todo cuidado y esmero. Está muy bien, porque estos hermanos nuestros se merecen todo nuestro reconocimiento, afecto y cariño.

Tenemos que poner todos los medios a nuestro alcance para asistirles física, psicológica, espiritual y médicamente en su enfermedad y debilidad. Son de admirar y merecedores de que les demostremos todo nuestro reconocimiento, personal e institucional, los Religiosos destinados en esas Casas para atender a nuestros enfermos. Dios les dé siempre esa robustez de ánimo, la paciencia, la amabilidad y hasta la ternura que se requiere para semejantes servicios. Tengo presentes a muchos de ellos que he encontrado en este recorrido por la Orden. No sé si lo cumplo, pero es mi deseo siempre empezar por saludar a los enfermos de la casa.

Al pensar dedicar esta salutatio de mayo a nuestros enfermos, he vuelto a leer el Capítulo que San José de Calasanz dedica al caso en sus Constituciones. Me ha parecido una pieza maestra.

Vale la pena que lo volvamos a leer todos. La preocupación máxima de la institución ha de ser “procurarles puntualmente todo lo necesario, para que no añoren el buen trato y las comodidades de la casa paterna”. Parece siempre que volver al hogar, junto a los padres, es el mejor remedio a los males de los hijos. El amor del hogar familiar cura todo. Es la finura de espíritu que nos propone Calasanz en el trato a nuestros enfermos. A los que atienden más directamente a los enfermos (Enfermeros y Superiores) les recuerda que han de ser “cuidadosos, cariñosos y pacientes”, “ de trato afable y amoroso”. Los visitantes procurarán al hablar “no molestar al enfermo”. Al enfermo, por su parte, se le anima a “ser motivo de gozo constructivo para quienes le visitan” y que “acepte la enfermedad como don de la mano de Dios”.

Solemos hacerlo ejemplarmente en los momentos especiales de las hospitaliza-ciones o intervenciones quirúrgicas. Tratamos de estar acompañándoles todo el tiempo. Es costumbre normal entre las familias también. Nosotros somos familia religiosa, comunidad de hermanos. Resulta un magnífico testimonio hacia fuera cuando nos ven, numerosos y frecuentemente, al lado del lecho de un compañero enfermo en el hospital. Recuerdo cómo, encontrándome en una circunstancia así de frecuentes visitas a un escolapio hospitalizado, los dos compañeros de habita-ción (era una habitación de tres camas) comentaban entre sí en voz baja, como si no los oyéramos: “Se quieren bien estos curas. ¿Has visto cuántas veces lo visi-tan y a todas horas?”

Esta asiduidad en atender a nuestros enfermos en tiempo de hospitalización decae a veces cuando se trata de visitarlos en nuestras residencias o enfermerías. Allí su condición se hace más estable y parece como que ya no necesitan tanto de las visitas. Todo lo contrario. Es aquí cuando necesitan más y agradecen más las visitas de los hermanos. Hay, pues, que acudir, estar, acompañar a nuestros en-fermos. Aunque sólo sea un momento y como de paso. No es excusa la cantidad de ocupaciones que tenemos ni otras razones en las que escudarnos. Sucede, a veces, que participamos en reuniones convocadas al lado mismo de las enferme-rías. Los enfermos saben de estas reuniones y les duele que, estando tan cerca, pocos pasen un momento a saludarles. Son casos concretos, sin duda, que no expresan un situación generalizada. Pero son también muestra de algunos despis-tes por nuestra parte. El enfermo es visitado. Es obra de amor, encuentro con el Señor (cf. Mt 25, 36).

Los ancianos igualmente merecen y necesitan toda nuestra atención. Están feli-ces en nuestras Comunidades mientras pueden mantenerse por sí mismos y no necesitan especial asistencia médica o compañía permanente. Es lo adecuado que en nuestras Comunidades se encuentren todas las generaciones. La vida y el buen sentido de las cosas nos lo enseñan así. Sólo la necesidad de ser atendidos adecuadamente y la imposibilidad de poder garantizar esta atención en las Co-munidades justifica su paso a nuestras residencias, enfermerías o casas externas de salud. En estos casos sucede lo dicho respecto a los enfermos y son, por ello, aplicables las mismas consideraciones.

La ancianidad merma tantas posibilidades en la capacidad de hacer de las per-sonas. No es realista magnificar idealmente la vejez, sobre todo como potenciali-dad de obrar. Pero esto, que justifica una determinada estrategia cuando, por ejemplo, apuntamos a una planificación de futuro de nuestras obras, no justifica, por el contrario, que cedamos en la estima y valoración de nuestros ancianos. Ellos aportan con su testimonio de vida, en la medida realista de sus posibilida-des, a la misión de la Orden. No quedan desprovistos de misión por el hecho de haber llegado a la ancianidad y sentirse tan limitados en capacidad y, sobre todo, fuerzas. Su contribución a la misión escolapia queda intacta, aunque haya cam-biado de fórmula o de manera de hacer. “Si, de joven, tu mismo te ponías el cin-turón para ir a donde querías, cuando seas viejo... será otro el que te ponga el cinturón...” (cfr. Jn 21, 18).

Con la vejez, sobre todo si llega a decrepitud, no sólo se deteriora el cuerpo; también sufre quebranto la mente y hasta el espíritu, a veces. Podría pensarse, sobre todo en la vida espiritual, que los años son camino ascensional hacia una meta que, una vez conseguida por el mero hecho del paso de los años, es como el fruto maduro que ya se desgaja de la planta que lo sustenta en vida para pasar a ser alimento sabroso o semilla de nueva vida. Sucede que, llegados a este es-tado, también los religiosos pierden o sienten como si hubieran perdido su fervor espiritual. Hasta, en algún caso, se descubren como indiferentes o como si se ale-jaran de la piedad o, incluso, les invade la sensación de sentirse como invadidos por cierto agnosticismo vital. Toda esta experiencia, que hace tan dura la anciani-dad, es el resultado sobre todo del deterioro natural. No lo es normalmente de un planteamiento religiosamente nuevo respecto a lo que hasta ahora se ha vivido.

Hay que afrontar esta etapa final de la vida, cuando se dan estos fenómenos descritos, ayudando al anciano y ofreciéndole el ánimo que siente faltar, para su-perar esta crisis existencial.

El anciano, sobre todo cuando le sobreviene una dolencia psicológica o mental, puede caer en esta experiencia dolorosa, que lo somete a prueba rompiendo la relación lógica con su pasado y hasta renegando de él. Tremenda prueba que con-viene en lo posible prevenir o evitar que suceda. Si llega, a pesar de todo, hay que ayudar para que no haga daño alguno a quien la sufre y explicarla a quien asombrado advierte el cambio sobrevenido.

En la ancianidad las acciones, aun el mismo ejercicio de la oración, se hacen más pobres.

Pero es sólo un manifestación externa que hay que comprender y aceptar. Esta “oración pobre” es apreciada sobremanera por Dios, precisamente porque provie-ne de la debilidad; de quien la debilidad ha hecho uno de esos “pequeños” a quie-nes el Padre tanto estima (cfr. Mt. 11, 25-26).

Leo Missine, gerontólogo y capellán de una residencia de ancianos, ofrece estas consideraciones sobre cómo va bien tratarlos cuando los atendemos y visitamos. “Un ambiente de cálida cordialidad les ayuda a descubrir cómo la vejez y la en-fermedad no son impedimentos para alcanzar aún las cosas más hermosas de la vida... Tocar a alguien con ternura y respeto es tranquilizador y beneficioso”. Diri-giéndose a los ancianos escribe también: “Es muy importante para los ancianos el poder hacer una revisión tranquila y lúcida de toda su vida y buscar así el sentido de lo que han vivido o han dejado de vivir”. Concluye finalmente: “Con tu cuidado amoroso, ayudas al mismo Dios a hacerse el Buen Dios para estas personas an-cianas sufrientes”. (Pliego de “Vida nueva” nº 2506 de 2006).

Toda esta reflexión reavive en todos la práctica fraterna de visitar asiduamente a nuestros enfermos.

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