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Thursday, June 25, 2009

¿QUÉ COMUNIDAD? (Reflexiones en Pentecostés)

Jesús María Lecea, escolapio
Padre General
Salutatio junio 2009

Con el mes de mayo este año concluye el Tiempo de Pascua. La Solemnidad de Pentecostés cierra este tiempo litúrgico y abre al tiempo normal u ordinario de la Iglesia, en la que sigue actuando el Espíritu del Resucitado, el Espíritu Santo. Comiendo juntos, Jesús les dijo a los discípulos: “No os alejéis de Jerusalén; aguardad a que se cumpla la promesa del Padre ... seréis bautizados con Espíritu Santo”. (Hch 1, 4-5). En otra ocasión en que volvieron a reunirse, esta vez para rezar, “se llenaron todos de Espíritu Santo” (Hch 2, 1-4). Algo, pues, tiene que ver el estar reunidos con algunas actuaciones del Espíritu. La tradición antigua de la Iglesia, hasta hoy, habla del Espíritu Santo como el don único y superior dado por Dios a la Iglesia. También en esta misma línea, se dice que el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, en la que todo el Pueblo de Dios forma su cuerpo, con Cristo a la cabeza. El Espíritu Santo es unidad y, al mismo tiempo, es el motor de la unidad al ser amor. San Pablo se expresa así cuando exhorta a la Comunidad de Éfeso a estar a la altura de la “vocación recibida”: “sed de lo más humilde y sencillo, sed pacientes y conllevaos unos a otros con amor. Esforzaos por mantener la unidad que crea el Espíritu, estrechándola con la paz. Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es también la esperanza que os abrió su llamamiento; un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, que está sobre todos, entre todos y en todos” (Ef 4, 1-6).

Sigo inspirándome en Pablo en este año paulino que está para terminar.

Está claro para él que Comunidad y Espíritu tienen mucho que ver entre sí. Al celebrar Pentecostés, fiesta del Espíritu Santo, me ha venido a la mente el reflexionar sobre la vida en común, sobre nuestra Comunidad religiosa. ¿Qué Comunidad somos, fruto del Espíritu?

Hay tratadistas recientes de la vida religiosa que han tipificado las comunidades. El nombre dado responde al aspecto dominante que distingue a la comunidad. Algunos autores las han ordenado por orden cronológico a partir sobre todo del Concilio Vaticano II y de la renovación que suscitó. Otros las analizan en sus distintos rasgos para quedarse con algunos modelos que consideran los adecuados para la revitalización de la vida religiosa. No es éste el lugar para entrar en tales detalles ni valoraciones. Aspectos válidos sueltos podemos encontrar en casi todas. Paso simplemente a nombrarlas y a indicar lo dominante en cada una de ellas. La lista nos puede ayudar a revisar nuestro estilo comunitario de vida real como Escolapios. No se trata, pues, de describir modelos cuanto de aplicar indicadores para autoevaluarnos. Hay una intención en todo esto: que la autoevaluación nos lleve a aportar mayo vigor a nuestras Comunidades.

Hay comunidades definidas como formalistas, que se distinguen por la disciplina y fidelidad a la Regla. Su debilidad puede estar en quedarse en el cumplimiento exterior de la norma sin que corresponda a una vivencia profunda de la fraternidad. Se vive, sin embargo, el valor de la programación y el sentido del respeto a lo mandado.

En las Comunidades llamadas terapéuticas el acento está en que el religioso esté bien atendido para curar sus posibles heridas, cubrir sus necesidades y sentirse acogido. Son Comunidades que pueden derivar hacia una autocomplacencia interna, cerradas en sí mismas y preocupadas excesivamente por sus pequeños o grandes problemas, sin proyectarse hacia el exterior. Se valora el clima de atención a las personas desde las necesidades que cada uno tiene. Se suele estar preocupados más por lo que la Comunidad me ofrece que no por lo que aporto a la Comunidad.

Están las Comunidades amigables. Cada uno se respeta, se procura no causar problemas, se evitan los roces, hay camaradería y relaciones corteses. Su defecto puede ser el quedarse en la superficialidad, la poca exigencia en la calidad de la vida religiosa y el permisivismo. No se profundiza para no crear problemas y cada cual hace su vida sin “meterse con nadie”. Lo bueno de ellas es si se fragua verdadera amistad más allá de la simple tolerancia.

Las Comunidades llamadas residenciales son las que, en la práctica, constituyen la Casa religiosa en una residencia, más o menos confortable, donde uno se recoge en los momentos fuera del trabajo o para el descanso. No hay relaciones verdaderas, ni prácticas en común. Se encuentran los que en cada momento están en la casa, sin mayor preocupación o intento de plan de vida común. En algún caso suelen descollar personas de gran capacidad de trabajo, muy entregadas a la gestión de las obras o vertidos hacia fuera con empeños que cada cual se ha buscado.

Semejantes en el aspecto externo, pero diferentes como dinámica comunitaria son las llamadas funcionales. La Comunidad es un equipo de trabajo, totalmente volcada en él y despreocupada de cualquier deber comunitario. La preferencia absoluta es el trabajo por encima de todo lo demás. Suele ser ejemplar en la profesionalidad de las personas para el trabajo que realizan.

Las Comunidades afines, por afinidad, son las constituidas desde elementos homogéneos, sean éstos ideológicos, psicológicos o generacionales.

En principio su finalidad es ofrecer una realidad comunitaria objetiva donde la cercanía o cierta semejanza entre los miembros posibilite la comunicación interpersonal, la consistencia de grupo y la visión compartida en la práctica ministerial. No siempre esta objetividad funciona, porque las personas, más allá de la edad o del temperamento, somos diversos. Va bien prever la supresión de conflictos en la comunidad, sobre todo cuando se juzgan insuperables y causantes de un deterioro notable de las personas. El aspecto positivo es la capacidad de entenderse, comunicarse y compartir. Pero tienen de negativo la inclinación a convertirse en grupos cerrados, autosuficientes y artificiales. Lo normal es que sepamos convivir, aunque haya problemas, personas de distinto carácter, edad y pensamiento. Así es la sociedad y el ser religiosos no nos libera de sus leyes.

Más recientemente se viene hablando de Comunidades místicas y proféticas, poniendo el acento en la integración de la dimensión contemplativa y la misionera. La comunidad escolapia fue descrita por Calasanz como “mixta” (Memorial a Tonti, n. 26), es decir, de vida activa y de vida contemplativa. La expresión actual indica la necesidad de una fuerte experiencia espiritual que va unida a una decidida e intrépida transmisión del evangelio, sobre todo a los pobres.

Finalmente, algunos hablan, sin más, de Comunidades misioneras, es decir nacidas para la misión. Normalmente ésta tiene origen carismático, pero viene reconocida por la Iglesia. Se contraponen a las Comunidades claustrales o contemplativas, sobre todo en el modo de su relación al mundo. Se inspiran en la conocida frase de Pablo VI: “la Iglesia es para la misión” (Evangelii nuntiandi, año 1975). Según esto la Comunidad es para la misión. En el origen cronológico de las Escuelas Pías fue así: primero Calasanz creó la escuela y más adelante, para asegurar su continuidad y su calidad ministerial, se decidió a asumirla con una dedicación educativa de consagración religiosa, la más estricta y vinculante existente en su tiempo, la de Votos solemnes.

Seguramente estos tipos de comunidad no se dan puros, sino que vienen mezclados unos con otros y lo que las distingue son las acentuaciones.

A la Comunidad escolapia le conviene ser muy consciente de su destino para la misión educativa y evangelizadora. Desde ahí pueden asumirse otros valores y, si la misión entra a formar parte de nuestro ser, “por añadidura” se superarán los riesgos, tendencias a la disgregación y las miserias de nuestro ser humano.

Centrados ya en la Comunidad escolapia, y para terminar, quiero aludir a un factor que, sin ser esencia de nada, es condición de muchas cosas para bien de la vida en común. Me refiero a la presencia en la Comunidad. La presencia es tenida en cuenta en nuestras Constituciones (cfr. n. 32). Es ley sociológica: las personas, si no se frecuentan y se ven, acaban por ignorarse y crearse su propio mundo. Vivir en común es mucho más que asistir, más o menos regularmente, a los actos que llamamos “comunes”, cada día más reducidos en número y duración en los Programas comunitarios. Es estar y saber estar; es llevar estilo homogéneo de vida (calidad del vestir, uso de dinero, disponibilidad de medios de locomoción, artefactos en habitaciones y despachos, exigencias de comidas [no entro en las ordenadas como dietas por el médico], dependencias de amistades y familia, horarios de descanso... ).

No es intención mía provocar casuísticas ridículas o poner freno a la espontaneidad que todos debemos tener y gozar. Pero, sin darnos a veces cuenta, vamos creándonos un estatuto personal de excepcionalidad respecto a la vida en común que no es bueno ni estimulante para la Comunidad misma. Tampoco para el individuo, porque saber someterse a la dinámica (o disciplina) de una vida en común nos previene de muchos autoengaños. El solo hecho de estar con los demás modera nuestro comportamiento y evita desmesuras.

El mes de junio, por ser en muchos lugares final de curso, tiene muchos aniversarios de Ordenación Sacerdotal a celebrar. Empiezo por el más “lozano y frondoso” (con todo cariño P. Joan Farràs): sus 74 (setenta y cuatro) años de sacerdocio escolapio. ¡Qué maravilla y qué hermoso regalo de Dios: para Vd., para la Orden y para innumerables personas con las que se ha encontrado y se sigue encontrando! Dios le siga bendiciendo a manos llenas.

Después hay cuatro con sesenta años de sacerdocio, los Padres: Giovanni Grimaldi, Olivo Pallanch, Leonardo Ordás e Isidro Pérez. El oro, que se acerca al platino de sus bodas, es el mejor símbolo de sus frutos sacerdotales. Seguiremos agradeciéndoselo al Señor.

Finalmente los de cincuenta años de sacerdocio son quince, los Padres: Dionisio Pérez, Angel González, Alejandro López, Baudilio Mañero, Cecilio Lacruz, Josep Maria Aguilar, Ramon Tarròs, Josep Anton Miró, Esteban García, Antonio Rodríguez Fernández, Emilio Tortajada, Celestino de Santiago, Antonio Monzó, Antonio Saiz y Eugenio Monreal. A todos ellos, la enhorabuena con el augurio de nueva Gracia del Señor para seguir haciendo fecundo su sacerdocio escolapio.

Con la alegría del compartir ¡felicidades a todos!

Jesús María Lecea, escolapio
Padre General

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