LOS “AMORES” DE CALASANZ
Jesús María Lecea, Sch. P., Padre General
Julio de 2007
(web Congregación General)
En la tradición cristiana, ya desde los orígenes, celebrar tiene un sentido cargado de significado. Efectivamente, celebrar significa actualizar de alguna manera aquello que se está celebrando. No es sólo una memoria, sino una actualización del acontecimiento pasado. El caso más riguroso es la celebración sacramental, que realiza aquello que significa. La Orden entera celebra este año 2007 los cuatrocientos cincuenta años del nacimiento de San José de Calasanz en Peralta de la Sal. Actuaciones de todo tipo se van teniendo por todas partes del mundo escolapio. El aniversario está teniendo gran eco en personas e instituciones. Conviene mantener el “norte” de las celebraciones hasta el final. Pretendemos que el jubileo por los 450 años sea una experiencia de gracia y un catapultarnos a Calasanz, su persona, su doctrina, su santidad y calidad educativa para revitalizar en nosotros la vocación escolapia. “Nacido para educar” es el lema.
Leído para nosotros significa vernos igualmente en la dinámica vital y ministerial del educar, del educar con su acento peculiar, del educar al estilo de Calasanz.
Uno sintoniza con otra persona si hay confluencia o sintonía “de amores”. El aniversario nos acerca a la persona de Calasanz para sintonizar con él, para confluir en lo que él amaba, para “compartir” amores. ¿Cuáles fueron los “amores” de San José de Calasanz? Voy a hablar de tres. Los considero fundamentales en él. Cabría hablar de más cosas, pero elijo centrar la salutatio de este mes de agosto, en el que cae la fiesta litúrgica del Santo, en estos tres: el amor a Dios, el “únicamente amado”, el amor al ministerio de educar y el amor al niño ignorante por ser pobre.
El primer amor para Calasanz se centra en Dios: “Es necesario que nuestras obras se hagan por amor de Dios, y colocar en El toda nuestra confianza” (carta 115). Por ello la perfección religiosa no esta en los “méritos, en ser sacerdote, confesor o predicador, sino en amar a Dios” (c. 248). El amor a Dios es el motor de la vida del escolapio, quien toma todas las cosas, sean adversas o prósperas, como venidas “de la mano de Dios para nuestro mayor bien” (c. 265). Moverse o, mejor, dejarse mover sólo por el amor a Dios lleva a la gratuidad del servicio educativo y al sentido de la pobreza evangélica como forma de vida. Para San José de Calasanz la pobreza evangélica no es primero un ejercicio de ascesis, sino un modo seguro de mostrar ante los demás y ante sí mismo que lo que nos mueve es sólo Dios y no otros intereses, ya sean económicos, fama o beneficio alguno. El significado de la virtud de la pobreza en Calasanz es sobre todo teológico, es decir, se explica como manifestación indiscutible de que lo que mueve el corazón humano es solamente Dios. La ascesis y la prueba de la pobreza son ejercicios de conducta a los que a veces uno se ve sometido. Si el corazón está configurado por un espíritu de pobreza libremente elegido, los sufrimientos de experimentar la pobreza no serán una tragedia para el religioso, ni causa de desánimo, ni motivo de queja. Más bien son vividos como confirmación empírica de que lo mueve un corazón amante de Dios y, por ello, pobre y desinteresado para utilidad del prójimo.
La perfección está en “hacer con mayor fervor lo que manda la obediencia sólo por amor de Dios. Y esto tanto lo puede hacer un rudo que no sabe leer como un insigne doctor” (c. 265). En consecuencia, va bien organizar la propia vida con sencillez, centrándola en el bien hacer y no en las intrigas ni en intereses que llevan a la discordia: “hagamos el bien que podamos hacer para gloria del Señor, y no nos preocupemos de ser remunerados y bien vistos y aun calumniados. Que aquello que nosotros hacemos, solamente lo hacemos para gloria de su divina majestad” (c. 29). Amar a Dios, con este significado de prioridad, modela la persona y la centra en su vocación hasta llegar a una compenetración en el mismo misterio de Dios, que es amor. El Santo lo reconoce viendo a algunos de sus compañeros en religión: “Alabo grandemente su humildad, que se opone a todo título de honra y se dedica libremente a tareas duras por puro amor de Dios. Le deseo que vaya purificándolo cada vez más este amor de Dios en todos sus actos, siendo verdad que quien ama la tierra se convierte en tierra, quien ama el oro se convierte en oro y quien ama a Dios se hace espiritualmente uno con El” (c. 4527).
En la práctica del amor a Dios están, sin duda, las mediaciones. Para Calasanz éstas son: Cristo -sobre todo el sufriente-, María -como Madre de Dios y de su obra las Escuelas Pías-, los niños pobres, los necesitados y los hermanos enfermos.
Un segundo amor de Calasanz es el amor al ministerio educativo. Tanto es así que, al final, asume una consagración religiosa, con votos de “vínculo indisoluble” – dejará esculpido en la medalla de profesión - para ejercitarlo. Es constante la manifestación de aprecio grande por parte de Calasanz a la tarea educativa a lo largo y ancho de todo su amplísimo epistolario. Las razones son muchas, pero me fijo sólo en la utilidad hacia el prójimo. Calasanz ve cumplido el mandamiento del amor al prójimo, como el buen samaritano de la parábola evangélica, en la utilidad y el beneficio que se sigue para toda persona ejerciendo el delicado trabajo de educar. De los once calificativos, todos ellos en superlativo absoluto, con los que Calasanz ensalza el ministerio educativo en el conocido Memorial o Alegato de 1621 al Cardenal Tonti, cuatro se refieren a la utilidad de la educación: el ministerio de educar es el más beneficioso, útil, necesario y natural. Es interesante fijarse en algunos hechos que los justifican: ser eficacísimo remedio de preservación y curación del mal y de inducción e iluminación del bien a favor de los niños de toda condición y, por ende, de todos los hombres que pasaron antes por aquella edad; por enseñar a bien vivir, del que depende el bien morir, la paz y el sosiego de los pueblos, el buen gobierno de la ciudad.
Calasanz ve finalizada la vida humana en alcanzar felicidad. El camino para conseguirla y asegurarla a todos no es otro que el de la educación: “si desde su tierna edad son imbuidos los niños en la piedad y las letras, hay que esperar, sin lugar a dudas, un feliz curso de toda su vida” (Constituciones de 1622, n. 2).
El amor de Calasanz por la educación no es un amor a una idea, ni a un principio por muy sublime que éste sea. Detrás de las ideas y de los principios están las realidades de todas las vidas humanas, las realidades de unas vidas conseguidas y de otras fracasadas. Es la pasión por el hombre concreto, que lo quiere feliz en el curso de toda su vida, la que lleva a Calasanz a amar con todas sus fuerzas y energías la educación. Es la buena marcha de las escuelas la que hace feliz a Calasanz, porque es allí donde está la vida, está la realidad previsible para la vida que seguirá en cada uno de los alumnos.
“No puede darme mayor alegría que saber del aprovechamiento de los alumnos” (c. 581).
El educador ha de estar convencido de todo esto; fuerte y resistente a todo desgaste y desengaño. Alguien, ante las dificultades que hoy amenazan la tarea educativa, ha lanzado el “atrévete a educar”. Es efectivamente un atrevimiento, sí. Calasanz lo interpretaría como un acto de solidaridad hacia la naturaleza del hombre y, al mismo tiempo, de encarnación de la “complacencia” de Dios (educar es un acto que atrae fuertemente la mirada benevolente de Dios; así interpreto el graziosissimo del Alegato a Tonti, es decir el que “más atrae gracia” de Dios) que como ejercicio de voluntarismo. No duda, en consecuencia, en exhortar para que se ponga toda diligencia de modo que las “escuelas, tanto en las letras como en el espíritu, vayan bien”. Añadirá finalmente: “como nuestro ministerio es éste, si lo ejercitamos bien, el Señor recompensará no sólo con las ayudas materiales para vivir y construir sino también, y más todavía, con las espirituales, que para nosotros son los bienes verdaderos que con toda laboriosidad debemos buscar” (c. 1167).
Finalmente, hay un tercer amor en Calasanz: el amor a los niños pobres, porque su pobreza les impide acceder a la educación. Calasanz está considerado como un gran impulsor de “una escuela para todos”. Intuyó efectivamente, adelantándose a los tiempos, que la educación es un derecho universal. Esto está adquirido en la cultura, al menos ideológica si no, por desgracia, en la práctica de los pueblos. A los escolapios nos corresponde no dejar perder la memoria de la urgencia de la educación del pobre. “En cuanto a recibir alumnos pobres, obra usted santamente admitiendo a cuantos vienen.
Porque para ellos se fundó nuestro Instituto. Y lo que se hace por ellos se hace por Cristo. No se dice otro tanto de los ricos” (c. 2812). En las Constituciones legislará para que en ninguna circunstancia se tenga “en menos a los niños pobres” (N. 4). Para Calasanz, además de un imperativo humano y social, el educar al pobre es mandato evangélico, que él siente dirigido especialmente a su persona y a la de los que en el tiempo puedan seguirle: “Quien no tiene espíritu para enseñar a los pobres, no tiene vocación de nuestro Instituto, o el enemigo se lo ha robado” (c. 1319). No es veleidad pasajera, que puede ser corregida en el tiempo; es, en cambio, firme convencimiento.
En él se fundamenta toda su esperanza: “manténganse todos con la firme esperanza de que Dios responderá por nuestro Instituto, el cual se funda sólo en la caridad de enseñar a los niños, especialmente pobres, para que no pueda decirse los pequeñuelos piden pan; no hay quien se lo reparta (Lam 4, 4)” (Const. 243).
“Obras son amores y no buenas razones”. Es un dicho de sabiduría popular.
Termino: celebrar a Calasanz es secundarlo en sus amores. Dios primero y la educación al pobre. No sé si son dos mandamientos o uno sólo, como el evangélico. Pero ciertamente es un mandamiento de Calasanz para el escolapio. ¡Feliz fiesta del Santo Padre en su 450 cumpleaños!
Jesús María Lecea, Sch. P., Padre General
Julio de 2007