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Wednesday, October 26, 2011

Carta apostólica ‘Porta fidei’ del papa Benedicto XVI

lunes, 17 de octubre de 2011

Carta apostólica en forma de Motu proprio ‘Porta fidei’ del Sumo Pontífice Benedicto XVI
con la que se convoca el Año de la fe

1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar la fe en la Trinidad–Padre, Hijo y Espíritu Santo –equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.

2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud».1 Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado.2 Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.

3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús:«La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.

4. A la luz de todo esto, he decidido convocar un Año de la fe. Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013. En la fecha del 11 de octubre de 2012, se celebrarán también los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por mi Predecesor, el beato Papa Juan Pablo II,3 con la intención de ilustrar a todos los fieles la fuerza y belleza de la fe. Este documento, auténtico fruto del Concilio Vaticano II, fue querido por el Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985 como instrumento al servicio de la catequesis,4 realizándose mediante la colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica. Y precisamente he convocado la Asamblea General del Sínodo de los Obispos, en el mes de octubre de 2012, sobre el tema de La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Será una buena ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento de la fe. No es la primera vez que la Iglesia está llamada a celebrar un Año de la fe. Mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI, proclamó uno parecido en 1967, para conmemorar el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en el décimo noveno centenario de su supremo testimonio. Lo concibió como un momento solemne para que en toda la Iglesia se diese «una auténtica y sincera profesión de la misma fe»; además, quiso que ésta fuera confirmada de manera«individual y colectiva, libre y consciente, interior y exterior, humilde y franca».5 Pensaba que de esa manera toda la Iglesia podría adquirir una «exacta conciencia de su fe, para reanimarla, para purificarla, para confirmarla y para confesarla».6 Las grandes transformaciones que tuvieron lugar en aquel Año, hicieron que la necesidad de dicha celebración fuera todavía más evidente. Ésta concluyó con la Profesión de fe del Pueblo de Dios,7 para testimoniar cómo los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado.

5. En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor vio ese Año como una «consecuencia y exigencia postconciliar»,8 consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación. He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza».9 Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia».10

6. La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó. Precisamente el Concilio, en la Constitución dogmática Lumen gentium, afirmaba: «Mientras que Cristo, "santo, inocente, sin mancha" (Hb 7, 26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5, 21), sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2, 17), la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación. La Iglesia continúa su peregrinación "en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios", anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. 1 Co 11, 26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo, con fidelidad hasta que al final se manifieste a plena luz».11

En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida: «Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). Gracias a la fe, esta vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los pensamientos y los afectos, la mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y transforman lentamente, en un proceso que no termina de cumplirse totalmente en esta vida. La «fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2; Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).

7. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo».12 El santo Obispo de Hipona tenía buenos motivos para expresarse de esta manera. Como sabemos, su vida fue una búsqueda continua de la belleza de la fe hasta que su corazón encontró descanso en Dios.13 Sus numerosos escritos, en los que explica la importancia de creer y la verdad de la fe, permanecen aún hoy como un patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar el sendero justo para acceder a la «puerta de la fe».

Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios.

8. En esta feliz conmemoración, deseo invitar a los hermanos Obispos de todo el Orbe a que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo de gracia espiritual que el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de la fe. Queremos celebrar este Año de manera digna y fecunda. Habrá que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo. Tendremos la oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras catedrales e iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras familias, para que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre. En este Año, las comunidades religiosas, así como las parroquiales, y todas las realidades eclesiales antiguas y nuevas, encontrarán la manera de profesar públicamente el Credo.

9. Deseamos que este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Será también una ocasión propicia para intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía, que es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también la fuente de donde mana toda su fuerza».14 Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida de los creyentes sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada,15 y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año.

No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a aprender de memoria el Credo. Esto les servía como oración cotidiana para no olvidar el compromiso asumido con el bautismo. San Agustín lo recuerda con unas palabras de profundo significado, cuando en un sermón sobre la redditio symboli, la entrega del Credo, dice: «El símbolo del sacrosanto misterio que recibisteis todos a la vez y que hoy habéis recitado uno a uno, no es otra cosa que las palabras en las que se apoya sólidamente la fe de la Iglesia, nuestra madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el Señor. […] Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra mente y corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando coméis, de forma que, incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con el corazón».16

10. En este sentido, quisiera esbozar un camino que sea útil para comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino, juntamente también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios. En efecto, existe una unidad profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar dentro de esta realidad cuando escribe: «con el corazón se cree y con los labios se profesa» (cf. Rm 10, 10). El corazón indica que el primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo.

A este propósito, el ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san Lucas que Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a anunciar el Evangelio a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y el «Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch 16, 14). El sentido que encierra la expresión es importante. San Lucas enseña que el conocimiento de los contenidos que se han de creer no es suficiente si después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no está abierto por la gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de Dios.

Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con él» nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree. La Iglesia en el día de Pentecostés muestra con toda evidencia esta dimensión pública del creer y del anunciar a todos sin temor la propia fe. Es el don del Espíritu Santo el que capacita para la misión y fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y valeroso.

La misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario. En efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia. En la fe de la comunidad cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz de la entrada en el pueblo de los creyentes para alcanzar la salvación. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica:«"Creo": Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo. "Creemos": Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. "Creo", es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: "creo", "creemos"».17

Como se puede ver, el conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia. El conocimiento de la fe introduce en la totalidad del misterio salvífico revelado por Dios. El asentimiento que se presta implica por tanto que, cuando se cree, se acepta libremente todo el misterio de la fe, ya que quien garantiza su verdad es Dios mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor.18

Por otra parte, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre».19 Esta exigencia constituye una invitación permanente, inscrita indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a Aquel que no buscaríamos si no hubiera ya venido.20 La fe nos invita y nos abre totalmente a este encuentro.

11. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica un subsidio precioso e indispensable. Es uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II. En la Constitución apostólica Fidei depositum, firmada precisamente al cumplirse el trigésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, el beato Juan Pablo II escribía: «Este Catecismo es una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida eclesial... Lo declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial».21

Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica. En efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe.

En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida cotidiana. A través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. A la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.

12. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año un verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en nuestro contexto cultural. Para ello, he invitado a la Congregación para la Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios competentes de la Santa Sede, redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes algunas indicaciones para vivir este Año de la fe de la manera más eficaz y apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.

En efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad.22

13. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras lo primero pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión, con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.

Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de salvación.

Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4).

Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro (cf. Mt 10, 28). Creyeron en las palabras con las que anunciaba el Reino de Dios, que está presente y se realiza en su persona (cf. Lc 11, 20). Vivieron en comunión de vida con Jesús, que los instruía con sus enseñanzas, dejándoles una nueva regla de vida por la que serían reconocidos como sus discípulos después de su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por la fe, fueron por el mundo entero, siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15) y, sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la resurrección, de la que fueron testigos fieles.

Por la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en torno a la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la celebración de la Eucaristía, poniendo en común todos sus bienes para atender las necesidades de los hermanos (cf. Hch 2, 42-47).

Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había trasformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores.

Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando todo para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y la castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarda en llegar. Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones en favor de la justicia, para hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido a proclamar la liberación de los oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4, 18-19).

Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.

También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia.

14. El Año de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros les dice: "Id en paz, abrigaos y saciaos", pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: "Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe"» (St 2, 14-18).

La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40): estas palabras suyas son una advertencia que no se ha de olvidar, y una invitación perenne a devolver ese amor con el que él cuida de nosotros. Es la fe la que nos permite reconocer a Cristo, y es su mismo amor el que impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino de la vida. Sostenidos por la fe, miramos con esperanza a nuestro compromiso en el mundo, aguardando «unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia» (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1).

15. Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo que «buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22) con la misma constancia de cuando era niño (cf. 2 Tm 3, 15). Escuchemos esta invitación como dirigida a cada uno de nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe. Ella es compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo. Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin.

«Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero. Las palabras del apóstol Pedro proyectan un último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras almas» (1 P 1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf.Col 1, 24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a él: presente entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su misericordia, permanece en él como signo de la reconciliación definitiva con el Padre.

Confiemos a la Madre de Dios, proclamada «bienaventurada porque ha creído» (Lc 1, 45), este tiempo de gracia.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año 2011, séptimo de mi Pontificado.
BENEDICTUS PP. XVI


Notas
______________________
1 Homilía en la Misa de inicio de Pontificado (24 abril 2005): AAS 97 (2005), 710.
2 Cf. Benedicto XVI, Homilía en la Misa en Terreiro do Paço, Lisboa (11 mayo 2010), en L’Osservatore Romano ed. en Leng. española (16 mayo 2010), pag. 8-9.
3 Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 113-118.
4 Cf. Relación final del Sínodo Extraordinario de los Obispos (7 diciembre 1985), II, B, a, 4, en L’Osservatore Romano ed. en Leng. española (22 diciembre 1985), pag. 12.
5 Pablo VI, Exhort. ap. Petrum et Paulum Apostolos, en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo (22 febrero 1967): AAS 59 (1967), 196.
6 Ibíd., 198.
7 Pablo VI, Solemne profesión de fe, Homilía para la concelebración en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo, en la conclusión del "Año de la fe" (30 junio 1968): AAS 60 (1968), 433-445.
8 Id., Audiencia General (14 junio 1967): Insegnamenti V (1967), 801.
9 Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 57: AAS 93 (2001), 308.
10 Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 52.
11 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.
12 De utilitate credendi, 1, 2.
13 Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, I, 1.

El MAGNIFICAT: UNA ORACIÓN PARA TIEMPOS NUEVOS 31.V.2011

Catequesis de la Conferencia Episcopal de Nicaragua sobre la oración del Magnificat de la Virgen María en el año de oración por Nicaragua

31 Mayo 2011

A nuestros Sacerdotes, Religiosos y Religiosas, agentes de pastoral, pueblo católico, hermanos en la fe cristiana, nicaragüenses, hombres y mujeres de buena voluntad:

Orando con la virgen maría

1. En nuestro mensaje de noviembre del año pasado invitamos a todo el pueblo católico a vivir este año 2011 como un “Año de oración por Nicaragua”, manifestando nuestra firme convicción de que “cuando oramos no invocamos soluciones mágicas, ni lo hacemos para sentirnos libres de compromisos y responsabilidades”, sino que lo hacemos sabiendo que orando “permitimos misteriosamente que la fuerza del Señor Resucitado fecunde y cambie la historia, nos hacemos eco de las aspiraciones de paz y justicia de todo nuestro pueblo y sobre todo tomamos conciencia de nuestra propia responsabilidad en el cambio social” (CEN, Mensaje 17.11.10).

2. Mientras nos encaminamos hacia un día de ayuno nacional por Nicaragua el 1 de julio, hemos invitado recientemente a implorar la intercesión de la Virgen por la situación del país, comprometiéndonos a rezar el Santo Rosario personalmente, en las familias y en las comunidades. Al concluir el mes de mayo deseamos ahora también exhortar a todos a orar siguiendo el ejemplo de la Virgen María, quien al visitar a Isabel ora en un modo excepcional, abriendo su espíritu en expresiones de glorificación a Dios, de humildad, de fe, de esperanza, en el cántico conocido como elMagnificat (Lc 1,46-55), “la oración por excelencia de María, el cántico de los tiempos mesiánicos, (…) la oración de toda la Iglesia en todos los tiempos” (Marialis Cultus, 18). Juan Pablo II decía que “las palabras del Magnificat son como el testamento espiritual de la Virgen Madre” (Homilía de la Asunción, 1999). Los que nos reconocemos sus hijos e hijas podemos acogerlas como herencia, para fortalecer nuestra fe y para nutrir nuestra propia oración. Con razón el Papa Benedicto XVI exhortaba en el 2007 en el Santuario de Nuestra Señora Aparecida: “Permanezcan en la escuela de María. Inspírense en sus enseñanzas”.

3. Les ofrecemos esta reflexión bíblica sobre el Magnificat, con la esperanza de que iluminados por la oración de la Virgen María, podamos alabar al Señor por todo lo bueno que de él hemos recibido personalmente y como nación, pongamos toda nuestra confianza en la misericordia de Dios y asumamos nuestra vida y la realidad de nuestro país con esperanza. Les exhortamos a orar y meditar a la luz de esta bella oración de la Virgen, quien “en el Magnificat se manifiesta como modelo para quienes no aceptan pasivamente las circunstancias de la vida personal y social, ni son víctimas de la alienación” (Puebla, 297).

La oración de los pobres

4. El Magnificat, que es como “el espejo del alma de María” (Puebla, 297), es la oración de los pobres auténticos del pueblo de Israel, es decir, “los fieles que se reconocían pobres no sólo por su alejamiento de cualquier tipo de idolatría de la riqueza y del poder, sino también por la profunda humildad de su corazón, rechazando la tentación del orgullo y del miedo, abiertos a la irrupción de la gracia divina salvadora” (Benedicto XVI, Audiencia General, 15.02.06). Orando con la Virgen María aprendemos a dejar a Dios hacer grandes cosas en nuestra vida y a interpretar los acontecimientos de la historia con fe, para que nazcan en nosotros, como en María, la bendición y la alabanza como proclamación de la grandeza y la bondad de Dios.

Proclama mi alma la grandeza del señor

5. La oración de la Virgen comienza con estas palabras: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la pequeñez de su sierva” (Lc 1,46-48a). María sabe alabar y agradecer a Dios pues se ha visto envuelta en su ternura e inundada de su gracia. El motivo último de su oración es la celebración de la manifestación del amor de Dios en su vida. Dios ha mirado su “pequeñez”, reconociendo en ella los rasgos mejores de su pueblo: disponibilidad total y humilde obediencia a la voluntad divina. Lo primero que María nos enseña es algo tan sencillo como dejarnos mirar por Dios, sentirnos acogidos y envueltos en su ternura, en su perdón, en su amor incondicional. “Este es el sentimiento de fe primero e indispensable; el sentimiento que da seguridad a la criatura humana y la libra del miedo, aun en medio de las tormentas de la historia” (Benedicto XVI, Audiencia General, 15.02.06). ¡Descubrámonos amados por Dios como María! En Nicaragua, cada uno personalmente y todos como comunidad nacional, superemos los miedos, la indiferencia egoísta y la autosuficiencia de quien se apoya en sí mismo. Reconozcamos con gratitud que lo mejor de nuestra vida y las muchas riquezas de la cultura y de la historia de nuestra patria han sido un don gratuito de Dios, que siempre llena de bendiciones a quienes se abren a su gracia con libertad y responsabilidad.

Todas las generaciones me llamarán bienaventurada

6. María continúa su oración diciendo: “Desde ahora, todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque el Poderoso ha hecho grandes cosas por mí. Su nombre es Santo y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen” (vv. 48b-50). El Magnificates el prólogo de las Bienaventuranzas proclamadas por Jesús, que las celebramos y proclamamos realizadas en la Virgen de Nazaret. Ella nos enseña que la felicidad anunciada en el Evangelio no se basa en la avidez y la posesión de bienes materiales, ni en los goces pasajeros que nos engañan y deshumanizan, ni en la ambición desmedida de poder sobre los demás a toda costa. Como lo reconoció Isabel, María es dichosa por haber creído (Lc 1,45). De la Virgen aprendemos qué es la fe y en qué consiste la verdadera felicidad. María es dichosa porque ha acogido la Palabra del Señor y ha dejado que el Espíritu Santo fuera el protagonista de su vida. Acogiendo la gracia divina llegó a ser la Madre del Señor, y viviendo continuamente abierta a la voluntad del Padre revelada en su Hijo Jesús, aún en medio de la oscuridad de la fe y el dolor (Lc 2,34-35; 2,4-52; Jn 19,25-27), Se convirtió en “la discípula más perfecta del Señor” (Aparecida, 266). Que Ella nos enseñe a buscar la verdadera felicidad en Dios para que todos construyamos una sociedad fundada no en la engañosa ilusión de privilegios y riquezas, sino en la aceptación de la voluntad de Dios a través del amor a la verdad, la integridad moral y la práctica de la justicia.

7. En el Magnificat la Virgen María aparece libre de la ansiedad y la inquietud que nacen del egoísmo, del orgullo y de la búsqueda de los propios intereses. Se presenta más bien con la serenidad profunda de quien se sabe acogida y bendecida por el amor de un Dios que colma todos sus deseos. En María vemos lo que acontece cuando alguien permite que Dios intervenga en la propia vida y le cede el protagonismo de la propia existencia. Ella nos muestra hasta dónde puede llegar la acción misericordiosa de Dios, que siempre está llamando a la puerta de nuestro corazón y de nuestra sociedad para colmarnos de vida y de felicidad.

8. La Virgen María sabe que su historia personal se inserta en la historia de la salvación. A partir de su propia experiencia proclama el estilo con el que Dios actúa siempre en la historia sobre todo cuando envió al mundo a su Hijo Jesucristo: “su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen”. Como creyentes debemos vivir con serenidad y esperanza, sabiendo que nuestra vida y la historia de nuestra patria, “de generación en generación”, se verán bendecidas por la fidelidad amorosa de Dios. Su perdón infinito y su providencia cotidiana nos protegerán y auxiliarán en todo momento, siempre que nos esforcemos por discernir su voluntad y seguir sus caminos.

Una mirada a la historia

9. Desde su experiencia personal de la gracia divina, María mira en derredor y contempla la historia. Habiendo mirado a Dios, ahora mira en la misma dirección que Él está mirando. Ve la historia más allá de las apariencias y ve cuál es el fondo de la realidad, descubriendo quiénes para Dios están arriba y quiénes abajo, quiénes están llenos y quiénes vacíos, quiénes cerca y quiénes lejos: “Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos” (vv. 51-53). “Al ir más allá de las apariencias, ve con los ojos de la fe la obra de Dios en la historia (…), su Magnificat, a distancia de siglos y milenios, sigue siendo la más auténtica y profunda interpretación de la historia, mientras que las lecturas hechas por tantos sabios de este mundo han sido desmentidas por los hechos a lo largo de los siglos” (Benedicto XVI, Rezo del Rosario, San Pedro 31.05.08).

10. La Madre del Señor mira desde la fe los acontecimientos de la historia con talante profético. No es indiferente frente a los problemas de su pueblo. Alaba a Dios por su misericordia, proclama la bendición de los pobres y humildes y denuncia la vaciedad y el engaño en que viven los ricos y poderosos. María, en efecto, “aún habiéndose abandonado a la voluntad del Señor, fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad alienante, antes bien fue mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidos y derriba de sus tronos a los poderosos del mundo” (Marialis Cultus, 37). De ella debemos aprender que es exigencia de nuestra fe conocer y comprender la realidad social y política del país, comprometernos en transformarla sabiendo que Dios se inclina siempre a favor de los pobres y denunciar con valentía todo aquello que se oponga a los valores evangélicos de la justicia, la verdad y la fraternidad.

11. En la mirada profética de la Virgen María se anticipa lo que Jesús proclamará en el Evangelio. Por eso ella ve a los hambrientos ya saciados, a los humildes y abatidos exaltados y a los ricos y poderosos despedidos con las manos vacías. Los soberbios de corazón, los arrogantes y orgullosos que buscan sus intereses y exigen que se rinda culto a su personalidad (Rom 1,30; 2 Tim 3,2; St 4,6; 1 Pe 5,5), se pierden y se dispersan por autodivinizarse, siguiendo sus caminos y no los de Dios. Los poderosos que ejercitan el dominio en modo despótico y autoritario consolidándose en modo prepotente y tiránico sobre los demás (Lc 22,25), actúan como si Dios no existiera y por eso Dios mismo los destrona y derriba. “Los tronos de los poderosos de este mundo son todos provisionales, mientras el trono de Dios es la única roca que no cambia y no cae” (Benedicto XVI, Rezo del Rosario, San Pedro 31.05.08). Los ricosque acumulan riquezas desmedidamente y hacen de los bienes materiales un ídolo mientras los humildes de la tierra viven en la miseria, son personas vacías que se deshumanizan a sí mismos y ponen un obstáculo insalvable para entrar en el Reino de Dios (Lc 16,19-31; 18,18-23).

12. Los discípulos de Jesús debemos aprender a corregir continuamente nuestra percepción de la realidad del mundo. A imitación de la Virgen María, tenemos que esforzarnos por ver y comprender siempre a las personas, las relaciones sociales y los procesos políticos desde la perspectiva de Dios y de su voluntad. Como María, también nosotros descubramos y alabemos la santidad misericordiosa de Dios, que “enaltece a los humildes y a los hambrientos los colma de bienes”, esforzándonos por construir una sociedad en la que prevalezca “la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y humildes” (Redemptoris Mater, 37). A los pobres hay que respetarlos en su dignidad: debemos comprometernos en su promoción humana integral más allá del puro asistencialismo económico y hacer que sean sujetos de su propia historia.

Dios se acuerda de su misericordia

13. El cántico de la Virgen termina con estas palabras: “Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia –como lo había prometido a nuestros padres– en favor de Abraham y su descendencia por siempre” (vv. 54-55). Israel, el pueblo de la Antigua Alianza, es invitado a confiar en Dios que “se acuerda” siempre de su misericordia, pues es fiel a las promesas hechas a Abraham, que se han cumplido plenamente en Jesucristo y de las cuales los cristianos somos herederos (cf. Gal 3,22). La Santísima Virgen nos invita a reconocer serenamente los problemas y las preocupaciones, sin pesimismo ni pasividad, abandonándonos con confianza y responsabilidad en la misericordia de Dios, quien nos perdona indefinidamente, nos cuida con su providencia más que a los lirios del campo y a las aves del cielo (cf. Mt 6,26-30) y nos libera continuamente de toda forma de mal.

Conclusión

14. El Magnificat de la Virgen María es un canto de fe y de alabanza que ilumina la historia y nos muestra su verdadero sentido. Oremos también nosotros como María para ser como ella, hombres y mujeres contemplativos, capaces de ver con mirada de fe la realidad y de comprometernos con el Reino de Dios, que “a menudo está oculto bajo el terreno opaco de las vicisitudes humanas, en las que triunfan los soberbios, los poderosos y los ricos”, pero seguros de que “su fuerza secreta se revela al final, para mostrar quiénes son los verdaderos predilectos de Dios: los que le temen, fieles a su palabra, los humildes, los que tienen hambre, Israel su siervo, la comunidad del pueblo de Dios que, como María, está formada por los que son pobres y sencillos de corazón” (Benedicto XVI, Audiencia General, 15.02.06).

15. Iluminados interiormente por el Espíritu Santo en la oración y guiados por la Palabra de Cristo, descubrámonos siempre amados por Dios, vivamos con alegría y esperanza y colaboremos con sabiduría para construir un país más humano y desarrollado, más justo y pacífico. Que María, la Madre del Señor, sierva de la Palabra y creyente modelo, nos ayude a seguir a Cristo, su Hijo, a confiar y a esperar en Él. Finalmente les exhortamos a dirigir con renovado amor a la Virgen Inmaculada, las palabras que con tanta fe cantamos los nicaragüenses en las fiestas de la Purísima: “¡Escuchad, oh tierna Madre, de tus hijos el clamor. Te pedimos, nos protejas, con tu manto, con tu manto salvador. Pobre el hombre, que no alcanza tu divina protección y tu nombre no ha grabado en su pobre, en su pobre corazón!”.

Managua, 31 de mayo 2011
Fiesta de la Visitación de la Virgen María

Firman Obispos de la Conferencia Episcopal de Nicaragua

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CATEQUESIS PARA UN DIA NACIONAL DE AYUNO

CONFERENCIA EPISCOPAL DE NICARAGUA
1 de julio 2011

1. Dimensión bíblica del ayuno.
Desde el Antiguo Testamento la práctica del ayuno ocupa un puesto importante para la historia de Israel. El mismo A.T. considera el ayuno como un aspecto fundamental de la espiritualidad del pueblo:

a) Se recurre al ayuno para prepararse al encuentro con Dios (Cf. Esdras 34, 28; 1 Reyes 19, 8; Daniel 9, 3).
b) Antes de afrontar una tarea difícil (Cf. Jueces 20, 26; Ester 4, 6).
c) Suplicar el perdón de una culpa.. (Cf 1 Reyes 21, 27).
d) Para manifestar el dolor frente a una desdicha familiar o nacional (1 Samuel 7, 6; 2 Samuel 1, 12; Baruc 1, 5).
e) Pero el ayuno inseparable de la oración y la justicia, está orientado a la conversión, sin la cual no tiene sentido (Cf. Isaías 58, 6-7; Jeremías 14, 12; Zacarías 7, 5-14).

En el Nuevo Testamento encontramos que el Señor Jesús, antes de iniciar su vida pública, impulsado por el Espíritu Santo, ayunó como expresión de abandono confiado al designio salvífico del Padre:

a) La práctica del ayuno facilita la apertura del hombre a otro alimento: al de la Palabra de Dios (Cf. Mateo 4, 4), y al del cumplimiento de la voluntad del Padre (Cf. Juan 4, 34).
b) El ayuno está estrechamente unido a la oración, fortalece la virtud, suscita la misericordia, implora el socorro divino y conduce a la conversión del corazón (Cf. Hechos 13, 3; 14, 23.
c) Jesús dio indicaciones precisas sobre la práctica del ayuno: Mt 6, 16-18=No para ser vistos; Mt 17, 21 = Da fuerza para combatir el mal; Mt 9, 14-15 = Se realiza alegremente en comunión con Cristo Resucitado.

2. La práctica del ayuno.

El ayuno es una práctica religiosa ya usada desde antiguo. La Iglesia la ha tenido en gran estima desde sus orígenes. Como tal, el ayuno consiste en abstenerse de ingerir alimento sólido por un tiempo determinado.

En nuestra actual legislación eclesiástica el ayuno está mandado por la Iglesia el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo, y se puede pedir por alguna circunstancia cuando lo determine la autoridad competente (canon 1253). El ayuno obliga a todas las personas mayores de edad hasta que hayan cumplido cincuenta y nueve años (Cf. Cánones 1249; 1251; 1252).

El ayuno es una hermosa combinación de lo espiritual con lo físico, se trata de liberarnos del apego a lo físico para volcarnos al Señor. Vaciarnos de nosotros mismos para que el Señor nos llene de su gracia. El ayuno nos ayuda a ver en el hambre física, el hambre espiritual que todos tenemos.

Junto con la práctica penitencial del ayuno, se encuentra otra muy conocida que es la abstinencia. Esta consiste en privarse o “abstenerse” de comer carne u otras cosas satisfactorias por un tiempo determinado. La abstinencia está recomendada por la Iglesia todos los viernes del año, especialmente los viernes de cuaresma, Miércoles de Ceniza y Viernes Santo.

El ayuno entonces se diferencia de la abstinencia en su rigurosidad y por su marcado tinte penitencial. Es una práctica muy recomendable siempre y cuando se haga con el sentido que tiene.

3. Verdadero Ayuno. ls 58, 6-7

Tomando como referencia al Profeta Isaías, en el capítulo 58, 6-7

Ayuno verdadero, nos hace experimentar una conversión de mente y corazón, y esa se hace sentir en nuestras palabras y acciones, debe ir acompañado de obras de justicia y caridad. El ayuno genera un cambio interior como exterior. Si ayunamos, no podemos seguir tratándonos con egoísmo e injusticia, no podemos permitir la impunidad, el hambre. Debe realizarse en solidaridad con los más pobres.

Dios desea ver que el ayuno nos ayude a: Identificamos con los pobres, huérfanos, víctimas de abusos, desamparados, los niños no nacidos.

Sentirnos movidos a romper las cadenas de la injusticia, abusos con las leyes en contra de los más débiles y pobres, liberar a quienes viven bajo opresión.

Dios espera que sus hijos sean luz en la oscuridad.

El ayuno nos humilla como factor de igualdad ya que nos reduce a todos a una condición de hambre, necesidad y dependencia del Señor, “si mi pueblo, el que lleva mi nombre, se humilla, ora, me busca y deja su mala conducta, yo lo escucharé desde el cielo, perdonaré sus pecados y devolveré la prosperidad a su país” (Crónicas 7, 14)

4. El sentido del día nacional de ayuno.

Es un llamado de nuestros obispos para ponernos delante del Señor con una actitud de penitencia para encomendarle especialmente el destino de nuestra nación.

En el actual estado de las cosas y dadas las importantes decisiones que como ciudadanos y cristianos debemos tomar en este año elec¬toral, nuestros pastores estiman que este ayuno nos ayudará a prepararnos para hacer las obras que Dios tiene previstas para nosotros, obras de santidad y justicia. Este ayuno nos ayudará:

a. comprender mejor la voluntad de Dios, a actuar con prudencia y sabiduría en las decisiones importantes que hemos de tomar, a prepararnos para buscar y hacer el querer de Dios.
b. Pedir perdón por la responsabilidad que todos tenemos en las situaciones negativas del país.
c. Implorar del Señor fuerza para construir una sociedad según su voluntad.

5. Modo de realizar el día nacional de ayuno.

El día nacional de ayuno ha de realizarse durante un período de doce horas, comenzando a las seis de la mañana y finalizando a las seis de la tarde. Exhortamos a realizar este día de ayuno a todos los cristianos católicos que estén en la edad contemplada (mayores de edad hasta los cincuenta y nueve años), que estén en buenas condiciones de salud y que su actividad laboral se los permita. De no poder cumplir con el ayuno, se recomienda la abstinencia de comer carne u ofrecer otra manera de mortificación.

Se recomienda que para acompañar la jornada de ayuno se hagan las oraciones que para éste día han sido indicadas. Una a las seis de la mañana, al comienzo del ayuno, otra a medio¬día y la última a las seis de la tarde, al momento de terminar. También se recomienda que se toquen las campanas de los templos de nuestra provincia eclesiástica a las horas mencionadas (seis de la mañana, doce del mediodía, seis de la tarde) con el fin de marcar el ritmo de este ayuno.

6. Oraciones para vivir el ayuno

6:00 am. Comienzo del Ayuno.
Rezo del Angelus.
Oración después del Angelus

“Padre Misericordioso, en el Nombre del Señor Jesús, comienzo este día de ayuno y oración y, con ello, te pido por nuestra Patria Nicaragua dañada por la violencia y la pérdida de valores cristianos. Consuela el dolor de los que sufren, da acierto en las decisiones de los que nos gobiernan y gobernarán. Toca el corazón de quienes olvidan que somos hermanos y provocan sufrimiento y muerte. Danos a todos el don de la conversión, protege a las familias, que como discípulos y misioneros tuyos, seamos ciudada¬nos responsables, sepamos ser constructores de justicia y paz para que en ti nuestro pueblo tenga vida digna”. Amén.

12:00 m. A mitad de la jornada.
Rezo del Angelus.
Oración para después del Angelus.

“Señor, al llegar a la mitad de este día de ayuno y oración, te doy gracias por fortalecerme y poder continuar en mi propósito que eleva mi espíritu, refrena las pasiones y recompensa el alma. Mi corazón está firme, Señor. Si soy capaz de ser fiel en lo poco, siempre haré en tu Nombre cosas mayores Amén.

6:00 p.m. Fin del ayuno.
Rezo del Angelus.
Oración para después del Angelus.

“Gracias Padre por sustentarme. Gracias por ayudarme a desprenderme y compartir la solicitud por el destino de mi Patria. Hazme comprender que ser cristiano no es sólo rezar, sino también, actuar y colaborar en la construcción de una sociedad más justa y más fraterna. Señor, bendice y salva a Nicaragua.” Amén.

7. Oración del Angelus.

En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

-El Ángel del Señor anunció a María, y concibió por obra del Espíritu Santo.

Dios te salve María...

-He aquí la Esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

Dios te salve María...

-Y el Verbo de Dios se hizo Hombre, y habitó entre nosotros.

Dios te salve María...

-Ruega por nosotros Santa Madre de Dios, Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Jesucristo, nuestro Señor.

Oremos:

Infunde, Señor, tu Gracia en nuestros corazones para que quienes, hemos conocido por el anuncio del Ángel la Encarnación de tu Hijo Jesucristo, lleguemos por su Pasión y su Cruz a la gloria de su resurrección. Por el mismo Jesucristo, nuestro señor. Amén.

Catequesis elaborada por la Comisión Nacional de Liturgia presidida por Mons. Jorge Solórzano Pérez

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