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Tuesday, July 29, 2008

JMJ - Benedicto XVI, Despedida (21.VII.08)

CEREMONIA DE DESPEDIDA DE LAS AUTORIDADES
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Aeropuerto internacional de Sydney
Lunes 21 de julio de 2008

Queridos amigos:

Antes de despedirme de vosotros, deseo decir a los que me han hospedado lo grata que ha sido mi visita aquí y lo agradecido que estoy por la hospitalidad recibida. Quedo muy agradecido al Señor Primer Ministro, Kevin Rudd, por la amabilidad que ha tenido conmigo y con todos los participantes en la Jornada Mundial de la Juventud. Agradezco también al Gobernador General, el General Mayor Michael Jeffery, su presencia aquí y la gentileza de haberme acogido en el Almirantazgo General al comienzo de mis compromisos públicos. El Gobierno Federal y el Gobierno del Estado de Nuevo Gales del Sur, y también los habitantes y la comunidad empresarial de Sydney, han colaborado generosamente en apoyo de la Jornada Mundial de la Juventud. Un acontecimiento de este género requiere un inmenso trabajo de preparación y organización, y estoy seguro de hablar en nombre de muchos miles de jóvenes al expresar mi aprecio y gratitud a todo vosotros. Habéis ofrecido con el característico estilo australiano una calurosa bienvenida, a mí y a innumerables jóvenes peregrinos que han confluido aquí desde todos los rincones del mundo. Estoy muy agradecido, en particular, a las familias que en Australia y Nueva Zelanda han hecho hueco en sus casas para acoger a los jóvenes. Habéis abierto vuestras puertas y vuestros corazones a la juventud del mundo y, en nombre de estos jóvenes, os lo agradezco.

En los días pasados, los actores principales en el escenario han sido, obviamente, los jóvenes mismos. La Jornada Mundial de la Juventud les pertenece a ellos. Ellos han sido los que han hecho de esta Jornada un acontecimiento eclesial de carácter global, una gran celebración de la juventud, una gran celebración de lo que significa ser Iglesia, el Pueblo de Dios en medio del mundo, unido en la fe y en el amor, y que el Espíritu ha hecho capaz de llevar el testimonio de Cristo resucitado hasta los confines de la tierra. Les doy las gracias por haber venido, les doy las gracias por su participación, y ruego para que tengan un viaje seguro de regreso. Sé que los jóvenes, sus familias y personas amigas, han hecho en muchos casos grandes sacrificios para que pudieran llegar a Australia. Por todo eso, toda la Iglesia les está reconocida.

Al volver la vista atrás hacia estos días emocionantes, pienso en escenas significativas. Me ha impactado mucho la visita a la tumba de Mary MacKillop, y agradezco a las Hermanas de San José la oportunidad que he tenido de orar en el Santuario de su co-fundadora. Las estaciones del Viacrucis por las calles de Sydney nos han recordado con vigor que Cristo nos ha amado «hasta el extremo» y que ha compartido nuestros sufrimientos para que nosotros pudiéramos compartir su gloria. El encuentro con los jóvenes en Darlinghurst ha sido un momento de alegría y gran esperanza, un signo de que Cristo puede levantarnos de las situaciones más difíciles, reponiendo nuestra dignidad y permitiéndonos mirar adelante hacia un futuro mejor. El encuentro con los responsables ecuménicos e interreligiosos ha estado marcado por un espíritu de auténtica hermandad y de un deseo profundo de mayor colaboración en el compromiso de edificar un mundo más justo y pacífico. Y, sin duda, los puntos culminantes de mi visita han sido los encuentros de Barangaroo y la Cruz del Sur. Aquellas experiencias de oración, nuestra jubilosa celebración de la Eucaristía, han sido un testimonio elocuente de la obra vivificante del Espíritu Santo, presente y activo en el corazón de nuestros jóvenes. La Jornada Mundial de la Juventud nos ha enseñado que la Iglesia puede alegrarse con los jóvenes de hoy y estar llena de esperanza por el mundo del mañana.

Queridos amigos, mientras me despido de Sydney, pido a Dios que dirija su mirada amorosa sobre esta ciudad, sobre este País y sobre sus habitantes. Le ruego que muchos de ellos se inspiren en el ejemplo de compasión y servicio de la Beata a Mary MacKillop. Y, a la vez que os saludo, llevando en el corazón sentimientos de profunda gratitud, digo una vez más: que Dios bendiga al pueblo de Australia.

© Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana

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JMJ - Benedicto XVI, Discurso (18.VII.08)

Encuentro con los jóvenes de la comunidad de recuperación de la Universidad de Notre Dame de Sydney
18 de julio de 2008

Queridos jóvenes:

Me alegro de estar hoy aquí con vosotros en Darlinghurst, y saludo con afecto a los que participan en el programa “Alive”, así como al personal que lo dirige. Ruego para que todos podáis disfrutar de la asistencia que ofrece la Archidiócesis de Sydney a través de la Social Services Agency, y para que siga adelante la buena labor que aquí se hace.

El nombre del programa que seguís nos invita a hacernos la siguiente pregunta: ¿qué quiere decir realmente estar “vivo”, vivir la vida en plenitud? Esto es lo que todos queremos, especialmente cuando somos jóvenes, y es lo que Cristo quiere para nosotros. En efecto, Él dijo: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). El instinto más enraizado en todo ser vivo es el de conservar la vida, crecer, desarrollarse y transmitir a otros el don de la vida. Por eso, es algo natural que nos preguntemos cuál es la mejor manera de realizar todo esto.

Esta cuestión es tan acuciante para nosotros como le era también para los que vivían en tiempos del Antiguo Testamento. Sin duda ellos escuchaban con atención a Moisés cuando les decía: “Te pongo delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; elige la vida, y vivirás tú y tu descendencia amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, pegándote a él, pues él es tu vida” (Dt 30, 19-20). Estaba claro lo que debían hacer: debían rechazar a los otros dioses para adorar al Dios verdadero, que se había revelado a Moisés, y obedecer sus mandamientos. Se podría pensar que actualmente es poco probable que la gente adore a otros dioses. Sin embargo, a veces la gente adora a “otros dioses” sin darse cuenta. Los falsos “dioses”, cualquiera que sea el nombre, la imagen o la forma que se les dé, están casi siempre asociados a la adoración de tres cosas: los bienes materiales, el amor posesivo y el poder. Permitidme que me explique. Los bienes materiales son buenos en sí mismos. No podríamos sobrevivir por mucho tiempo sin dinero, vestidos o vivienda. Para vivir, necesitamos alimento. Pero, si somos codiciosos, si nos negamos a compartir lo que tenemos con los hambrientos y los pobres, convertimos nuestros bienes en una falsa divinidad. En nuestra sociedad materialista, muchas voces nos dicen que la felicidad se consigue poseyendo el mayor número de bienes posible y objetos de lujo. Sin embargo, esto significa transformar los bienes en una falsa divinidad. En vez de dar la vida, traen la muerte.

El amor auténtico es evidentemente algo bueno. Sin él, difícilmente valdría la pena vivir. El amor satisface nuestras necesidades más profundas y, cuando amamos, somos más plenamente nosotros mismos, más plenamente humanos. Pero, qué fácil es transformar el amor en una falsa divinidad. La gente piensa con frecuencia que está amando cuando en realidad tiende a poseer al otro o a manipularlo. A veces trata a los otros más como objetos para satisfacer sus propias necesidades que como personas dignas de amor y de aprecio. Qué fácil es ser engañado por tantas voces que, en nuestra sociedad, sostienen una visión permisiva de la sexualidad, sin tener en cuenta la modestia, el respeto de sí mismo o los valores morales que dignifican las relaciones humanas. Esto supone adorar a una falsa divinidad. En vez de dar la vida, trae la muerte.

El poder que Dios nos ha dado de plasmar el mundo que nos rodea es ciertamente algo bueno. Si lo utilizamos de modo apropiado y responsable nos permite transformar la vida de la gente. Toda comunidad necesita buenos guías. Sin embargo, qué fuerte es la tentación de aferrarse al poder por sí mismo, buscando dominar a los otros o explotar el medio ambiente natural con fines egoístas. Esto significa transformar el poder en una falsa divinidad. En vez de dar la vida, trae la muerte.

El culto a los bienes materiales, el culto al amor posesivo y el culto al poder, lleva a menudo a la gente a “comportarse como Dios”: intentan asumir el control total, sin prestar atención a la sabiduría y a los mandamientos que Dios nos ha dado a conocer. Este es el camino que lleva a la muerte. Por el contrario, adorar al único Dios verdadero significa reconocer en él la fuente de toda bondad, confiarnos a él, abrirnos al poder saludable de su gracia y obedecer sus mandamientos: este es el camino para elegir la vida.

Un ejemplo gráfico de lo que significa alejarse del camino de la muerte y reemprender el camino de la vida, se encuentra en el relato del Evangelio que seguramente todos conocéis bien: la parábola del hijo pródigo. Al comienzo de la narración, aquél joven dejó la casa de su padre buscando los placeres ilusorios prometidos por los falsos “dioses”. Derrochó su herencia llevando una vida llena de vicios, encontrándose al final en un estado de grande pobreza y miseria. Cuando tocó fondo, hambriento y abandonado, comprendió que había sido una locura dejar la casa de su padre, que tanto lo amaba. Regresó con humildad y pidió perdón. Su padre, lleno de alegría, lo abrazó y exclamó: “Este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado.” (Lc 15, 24).

Muchos de vosotros habéis experimentado personalmente lo que vivió aquél joven. Tal vez, habéis tomado decisiones de las que ahora os arrepentís, elecciones que, aunque entonces se presentaban muy atractivas, os han llevado a un estado más profundo de miseria y de abandono. El abuso de las drogas o del alcohol, participar en actividades criminales o nocivas para vosotros mismos, podrían aparecer entonces como la vía de escape a una situación de dificultad o confusión. Ahora sabéis que en vez de dar la vida, han traído la muerte. Quiero reconocer el coraje que habéis demostrado decidiendo volver al camino de la vida, precisamente como el joven de la parábola. Habéis aceptado la ayuda de los amigos o de los familiares, del personal del programa “Alive”, de aquellos que tanto se preocupan por vuestro bienestar y felicidad.

Queridos amigos, os veo como embajadores de esperanza para otros que se encuentran en una situación similar. Al hablar desde vuestra experiencia podéis convencerlos de la necesidad de elegir el camino de la vida y rechazar el camino de la muerte. En todos los Evangelios, vemos que Jesús amaba de modo especial a los que habían tomado decisiones erróneas, ya que una vez reconocida su equivocación, eran los que mejor se abrían a su mensaje de salvación. De hecho, Jesús fue criticado frecuentemente por aquellos miembros de la sociedad, que se tenían por justos, porque pasaba demasiado tiempo con gente de esa clase. Preguntaban, “¿cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?”. Él les respondió: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos... No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9, 11-13). Los que querían reconstruir sus vidas eran los más disponibles para escuchar a Jesús y a ser sus discípulos. Vosotros podéis seguir sus pasos; también vosotros, de modo particular, podéis acercaros particularmente a Jesús precisamente porque habéis elegido volver a él. Podéis estar seguros que, a igual que el padre en el relato del hijo pródigo, Jesús os recibe con los brazos abiertos. Os ofrece su amor incondicional: la plenitud de la vida se encuentra precisamente en la profunda amistad con él.

He dicho antes que cuando amamos satisfacemos nuestras necesidades más profundas y llegamos a ser más plenamente nosotros mismos, más plenamente humanos. Hemos sido hechos para amar, para esto hemos sido hechos por el Creador. Lógicamente, no hablo de relaciones pasajeras y superficiales; hablo de amor verdadero, del núcleo de la enseñanza moral de Jesús: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”, y “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (cf. Mc 13, 30-31). Éste es, por así decirlo, el programa grabado en el interior de cada persona, si tenemos la sabiduría y la generosidad de conformarnos a él, si estamos dispuestos a renunciar a nuestras preferencias para ponernos al servicio de los demás, y a dar la vida por el bien de los demás, y en primer lugar por Jesús, que nos amó y dio su vida por nosotros. Esto es lo que los hombres están llamados a hacer, y lo que quiere decir realmente estar “vivo”.

Queridos jóvenes amigos, el mensaje que os dirijo hoy es el mismo que Moisés pronunció hace tantos años: “elige la vida, y vivirás tú y tu descendencia amando al Señor tu Dios”. Que su Espíritu os guíe por el camino de la vida, obedeciendo sus mandamientos, siguiendo sus enseñanzas, abandonando las decisiones erróneas que sólo llevan a la muerte, y os comprometáis en la amistad con Jesús para toda la vida. Que con la fuerza del Espíritu Santo elijáis la vida y el amor, y deis testimonio ante el mundo de la alegría que esto conlleva. Esta es mi oración por cada uno de vosotros en esta Jornada Mundial de la Juventud. Que Dios os bendiga.

FUENTE: www.vatican.va

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JMJ - Benedicto XVI, Discurso.Vigilia (19.VII.08)

Vigilia con los jóvenes en el Hipódromo de Randwick Sydney
Discurso del Santo Padre
19 julio 2008

Queridos jóvenes:

Una vez más, en esta tarde hemos oído la gran promesa de Cristo, «cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza», y hemos escuchado su mandato: «seréis mis testigos... hasta los confines del mundo» (Hch 1, 8). Éstas fueron las últimas palabras que Cristo pronunció antes de su ascensión al cielo. Lo que los Apóstoles sintieron al oírlas sólo podemos imaginarlo. Pero sabemos que su amor profundo por Jesús y la confianza en su palabra los impulsó a reunirse y esperar en la sala de arriba, pero no una espera sin un sentido, sino juntos, unidos en la oración, con las mujeres y con María (cf. Hch 1, 14). Esta tarde nosotros hacemos lo mismo. Reunidos delante de nuestra Cruz, que tanto ha viajado, y del icono de María, rezamos bajo el esplendor celeste de la constelación de la Cruz del Sur. Esta tarde rezo por vosotros y por los jóvenes de todo el mundo. Dejaos inspirar por el ejemplo de vuestros Patronos. Acoged en vuestro corazón y en vuestra mente los siete dones del Espíritu Santo. Reconoced y creed en el poder del Espíritu Santo en vuestra vida.

El otro día hablábamos de la unidad y de la armonía de la creación de Dios y de nuestro lugar en ella. Hemos recordado cómo nosotros, que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, mediante el gran don del Bautismo nos hemos convertido en hijos adoptivos de Dios, nuevas criaturas. Y precisamente como hijos de la luz de Cristo, simbolizada por las velas encendidas que tenéis en vuestras manos, damos testimonio en nuestro mundo del esplendor que ninguna tiniebla podrá vencer (cf. Jn 1, 5).

Esta tarde ponemos nuestra atención sobre el «cómo» llegar a ser testigos. Tenemos necesidad de conocer la persona del Espíritu Santo y su presencia vivificante en nuestra vida. No es fácil. En efecto, la diversidad de imágenes que encontramos en la Escritura sobre el Espíritu –viento, fuego, soplo– ponen de manifiesto lo difícil que nos resulta tener una comprensión clara de él. Y, sin embargo, sabemos que el Espíritu Santo es quien dirige y define nuestro testimonio sobre Jesucristo, aunque de modo silencioso e invisible.

Ya sabéis que nuestro testimonio cristiano es una ofrenda a un mundo que, en muchos aspectos, es frágil. La unidad de la creación de Dios se debilita por heridas profundas cuando las relaciones sociales se rompen, o el espíritu humano se encuentra casi completamente aplastado por la explotación o el abuso de las personas. De hecho, la sociedad contemporánea sufre un proceso de fragmentación por culpa de un modo de pensar que por su naturaleza tiene una visión reducida, porque descuida completamente el horizonte de la verdad, de la verdad sobre Dios y sobre nosotros. Por su naturaleza, el relativismo non es capaz de ver el cuadro en su totalidad. Ignora los principios mismos que nos hacen capaces de vivir y de crecer en la unidad, en el orden y en la armonía.

Como testigos cristianos, ¿cuál es nuestra respuesta a un mundo dividido y fragmentario? ¿Cómo podemos ofrecer esperanza de paz, restablecimiento y armonía a esas «estaciones» de conflicto, de sufrimiento y tensión por las que habéis querido pasar con esta Cruz de la Jornada Mundial de la Juventud? La unidad y la reconciliación no se pueden alcanzar sólo con nuestros esfuerzos. Dios nos ha hecho el uno para el otro (cf. Gn 2, 24) y sólo en Dios y en su Iglesia podemos encontrar la unidad que buscamos. Y, sin embargo, frente a las imperfecciones y desilusiones, tanto individuales como institucionales, tenemos a veces la tentación de construir artificialmente una comunidad «perfecta». No se trata de una tentación nueva. En la historia de la Iglesia hay muchos ejemplos de tentativas de esquivar y pasar por alto las debilidades y los fracasos humanos para crear una unidad perfecta, una utopía espiritual.

Estos intentos de construir la unidad, en realidad la debilitan. Separar al Espíritu Santo de Cristo, presente en la estructura institucional de la Iglesia, pondría en peligro la unidad de la comunidad cristiana, que es precisamente un don del Espíritu. Se traicionaría la naturaleza de la Iglesia como Templo vivo del Espíritu Santo (cf. 1 Co 3, 16). En efecto, es el Espíritu quien guía a la Iglesia por el camino de la verdad plena y la unifica en la comunión y en servicio del ministerio (cf. Lumen gentium, 4). Lamentablemente, la tentación de «ir por libre» continúa. Algunos hablan de su comunidad local como si se tratara de algo separado de la así llamada Iglesia institucional, describiendo a la primera como flexible y abierta al Espíritu, y la segunda como rígida y carente de Espíritu.

La unidad pertenece a la esencia de la Iglesia (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 813); es un don que debemos reconocer y apreciar. Pidamos esta tarde por nuestro propósito de cultivar la unidad, de contribuir a ella, de resistir a cualquier tentación de darnos media vuelta y marcharnos. Ya que lo que podemos ofrecer a nuestro mundo es precisamente la magnitud, la amplia visión de nuestra fe, sólida y abierta a la vez, consistente y dinámica, verdadera y sin embargo orientada a un conocimiento más profundo. Queridos jóvenes, ¿acaso no es gracias a vuestra fe que amigos en dificultad o en búsqueda de sentido para sus vidas se han dirigido a vosotros? Estad vigilantes. Escuchad. ¿Sois capaces de oír, a través de las disonancias y las divisiones del mundo, la voz acorde de la humanidad? Desde el niño abandonado en un campo de Darfur a un adolescente desconcertado, a un padre angustiado en un barrio periférico cualquiera, o tal vez ahora, desde lo profundo de vuestro corazón, se alza el mismo grito humano que anhela reconocimiento, pertenencia, unidad. ¿Quien puede satisfacer este deseo humano esencial de ser uno, estar inmerso en la comunión, de estar edificado y ser guiado a la verdad? El Espíritu Santo. Éste es su papel: realizar la obra de Cristo. Enriquecidos con los dones del Espíritu, tendréis la fuerza de ir más allá de vuestras visiones parciales, de vuestra utopía, de la precariedad fugaz, para ofrecer la coherencia y la certeza del testimonio cristiano.

Amigos, cuando recitamos el Credo afirmamos: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida». El «Espíritu creador» es la fuerza de Dios que da la vida a toda la creación y es la fuente de vida nueva y abundante en Cristo. El Espíritu mantiene a la Iglesia unida a su Señor y fiel a la tradición apostólica. Él es quien inspira las Sagradas Escrituras y guía al Pueblo de Dios hacia la plenitud de la verdad (cf. Jn 16, 13). De todos estos modos el Espíritu es el «dador de vida», que nos conduce al corazón mismo de Dios. Así, cuanto más nos dejamos guiar por el Espíritu, tanto mayor será nuestra configuración con Cristo y tanto más profunda será nuestra inmersión en la vida de Dios uno y trino.

Esta participación en la naturaleza misma de Dios (cf. 2 P 1, 4) tiene lugar a lo largo de los acontecimientos cotidianos de la vida, en los que Él siempre esta presente (cf. Ba 3, 38). Sin embargo, hay momentos en los que podemos sentir la tentación de buscar una cierta satisfacción fuera de Dios. Jesús mismo preguntó a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67). Este alejamiento puede ofrecer tal vez la ilusión de la libertad. Pero, ¿a dónde nos lleva? ¿A quién vamos a acudir? En nuestro corazón, en efecto, sabemos que sólo el Señor tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6, 67-69). Alejarnos de Él es sólo un intento vano de huir de nosotros mismos (cf. S. Agustín, Confesiones VIII, 7). Dios está con nosotros en la vida real, no en la fantasía. Enfrentarnos a la realidad, no huir de ella: esto es lo que buscamos. Por eso el Espíritu Santo, con delicadeza, pero también con determinación, nos atrae hacia lo que es real, duradero y verdadero. El Espíritu es quien nos devuelve a la comunión con la Santísima Trinidad.

El Espíritu Santo ha sido, de modos diversos, la Persona olvidada de la Santísima Trinidad. Tener una clara comprensión de él nos parece algo fuera de nuestro alcance. Sin embargo, cuando todavía era pequeño, mis padres, como los vuestros, me enseñaron el signo de la Cruz y así entendí pronto que hay un Dios en tres Personas, y que la Trinidad está en el centro de la fe y de la vida cristiana. Cuando crecí lo suficiente para tener un cierto conocimiento de Dios Padre y de Dios Hijo –los nombres ya significaban mucho– mi comprensión de la tercera Persona de la Trinidad seguía siendo incompleta. Por eso, como joven sacerdote encargado de enseñar teología, decidí estudiar los testimonios eminentes del Espíritu en la historia de la Iglesia. De esta manera llegué a leer, en otros, al gran san Agustín.

Su comprensión del Espíritu Santo se desarrolló de modo gradual; fue una lucha. De joven había seguido el Maniqueísmo, que era uno de aquellos intentos que he mencionado antes de crear una utopía espiritual separando las cosas del espíritu de las de la carne. Como consecuencia de ello, albergaba al principio sospechas respecto a la enseñanza cristiana sobre la encarnación de Dios. Y, con todo, su experiencia del amor de Dios presente en la Iglesia lo llevó a buscar su fuente en la vida de Dios uno y trino. Así llegó a tres precisas intuiciones sobre el Espíritu Santo como vínculo de unidad dentro de la Santísima Trinidad: unidad como comunión, unidad como amor duradero, unidad como dador y don. Estas tres intuiciones no son solamente teóricas. Nos ayudan a explicar cómo actúa el Espíritu. Nos ayudan a permanecer en sintonía con el Espíritu y a extender y clarificar el ámbito de nuestro testimonio, en un mundo en el que tanto los individuos como las comunidades sufren con frecuencia la ausencia de unidad y de cohesión.

Por eso, con la ayuda de san Agustín, intentaremos ilustrar algo de la obra del Espíritu Santo. San Agustín señala que las dos palabras «Espíritu» y «Santo» se refieren a lo que pertenece a la naturaleza divina; en otras palabras, a lo que es compartido por el Padre y el Hijo, a su comunión. Por eso, si la característica propia del Espíritu es de ser lo que es compartido por el Padre y el Hijo, Agustín concluye que la cualidad peculiar del Espíritu es la unidad. Una unidad de comunión vivida: una unidad de personas en relación mutua de constante entrega; el Padre y el Hijo que se dan el uno al otro. Pienso que empezamos así a vislumbrar qué iluminadora es esta comprensión del Espíritu Santo como unidad, como comunión. Una unidad verdadera nunca puede estar fundada sobre relaciones que nieguen la igual dignidad de las demás personas. Y tampoco la unidad es simplemente la suma total de los grupos mediante los cuales intentamos a veces «definirnos» a nosotros mismos. De hecho, sólo en la vida de comunión se sostiene la unidad y se realiza plenamente la identidad humana: reconocemos la necesidad común de Dios, respondemos a la presencia unificadora del Espíritu Santo y nos entregamos mutuamente en el servicio de los unos a los otros.

La segunda intuición de Agustín, es decir, el Espíritu Santo como amor que permanece, se desprende del estudio que hizo sobre la Primera Carta de san Juan, allí donde el autor nos dice que «Dios es amor» (1 Jn 4, 16). Agustín sugiere que estas palabras, a pesar de referirse a la Trinidad en su conjunto, se han de entender también como expresión de una característica particular del Espíritu Santo. Reflexionando sobre la naturaleza permanente del amor, «quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él» (ibíd.), Agustín se pregunta: ¿es el amor o es el Espíritu quien garantiza el don duradero? La conclusión a la que llega es ésta: «El Espíritu Santo nos hace vivir en Dios y Dios en nosotros; pero es el amor el que causa esto. El Espíritu por tanto es Dios como amor» (De Trinitate 15,17,31). Es una magnífica explicación: Dios comparte a sí mismo como amor en el Espíritu Santo. ¿Qué más podemos aprender de esta intuición? El amor es el signo de la presencia del Espíritu Santo. Las ideas o las palabras que carecen de amor, aunque parezcan sofisticadas o sagaces, no pueden ser «del Espíritu». Más aún, el amor tiene un rasgo particular; en vez de ser indulgente o voluble, tiene una tarea o un fin que cumplir: permanecer. El amor es duradero por su naturaleza. De nuevo, queridos amigos, podemos echar una mirada a lo que el Espíritu Santo ofrece al mundo: amor que despeja la incertidumbre; amor que supera el miedo de la traición; amor que lleva en sí mismo la eternidad; el amor verdadero que nos introduce en una unidad que permanece.

Agustín deduce la tercera intuición, el Espíritu Santo como don, de una reflexión sobre una escena evangélica que todos conocemos y que nos atrae: el diálogo de Cristo con la samaritana junto al pozo. Jesús se revela aquí como el dador del agua viva (cf. Jn 4, 10), que será después explicada como el Espíritu (cf. Jn 7, 39; 1 Co 12, 13). El Espíritu es «el don de Dios» (Jn 4, 10), la fuente interior (cf. Jn 4, 14), que sacia de verdad nuestra sed más profunda y nos lleva al Padre. De esta observación, Agustín concluye que el Dios que se entrega a nosotros como don es el Espíritu Santo (cf. De Trinitate, 15,18,32). Amigos, una vez más echamos un vistazo sobre la actividad de la Trinidad: el Espíritu Santo es Dios que se da eternamente; al igual que una fuente perenne, él se ofrece nada menos que a sí mismo. Observando este don incesante, llegamos a ver los límites de todo lo que acaba, la locura de una mentalidad consumista. En particular, empezamos a entender porqué la búsqueda de novedades nos deja insatisfechos y deseosos de algo más. ¿Acaso no estaremos buscando un don eterno? ¿La fuente que nunca se acaba? Con la Samaritana exclamamos: ¡Dame de esta agua, para que no tenga ya más sed (cf. Jn 4, 15)!

Queridos jóvenes, ya hemos visto que el Espíritu Santo es quien realiza la maravillosa comunión de los creyentes en Cristo Jesús. Fiel a su naturaleza de dador y de don a la vez, él actúa ahora a través de vosotros. Inspirados por las intuiciones de san Agustín, haced que el amor unificador sea vuestra medida, el amor duradero vuestro desafío y el amor que se entrega vuestra misión.

Este mismo don del Espíritu Santo será mañana comunicado solemnemente a los candidatos a la Confirmación. Yo rogaré: «Llénalos de espíritu de sabiduría y de inteligencia, de espíritu de consejo y de fortaleza, de espíritu de ciencia y de piedad; y cólmalos del espíritu de tu santo temor». Estos dones del Espíritu –cada uno de ellos, como nos recuerda san Francisco de Sales, es un modo de participar en el único amor de Dios- no son ni un premio ni un reconocimiento. Son simplemente dados (cf. 1 Co 12, 11). Y exigen por parte de quien los recibe sólo una respuesta: «Acepto». Percibimos aquí algo del misterio profundo de lo que es ser cristiano. Lo que constituye nuestra fe no es principalmente lo que nosotros hacemos, sino lo que recibimos. Después de todo, muchas personas generosas que no son cristianas pueden hacer mucho más de lo que nosotros hacemos. Amigos, ¿aceptáis entrar en la vida trinitaria de Dios? ¿Aceptáis entrar en su comunión de amor?

Los dones del Espíritu que actúan en nosotros imprimen la dirección y definen nuestro testimonio. Los dones del Espíritu, orientados por su naturaleza a la unidad, nos vinculan todavía más estrechamente a la totalidad del Cuerpo de Cristo (cf. Lumen gentium, 11), permitiéndonos edificar mejor la Iglesia, para servir así al mundo (cf. Ef 4, 13). Nos llaman a una participación activa y gozosa en la vida de la Iglesia, en las parroquias y en los movimientos eclesiales, en las clases de religión en la escuela, en las capellanías universitarias o en otras organizaciones católicas. Sí, la Iglesia debe crecer en unidad, debe robustecerse en la santidad, rejuvenecer y renovarse constantemente (cf. Lumen gentium, 4). Pero ¿con qué criterios? Con los del Espíritu Santo. Volveos a él, queridos jóvenes, y descubriréis el verdadero sentido de la renovación.

Esta tarde, reunidos bajo este hermoso cielo nocturno, nuestros corazones y nuestras mentes se llenan de gratitud a Dios por el don de nuestra fe en la Trinidad. Recordemos a nuestros padres y abuelos, que han caminado a nuestro lado cuando todavía éramos niños y han sostenido nuestros primeros pasos en la fe. Ahora, después de muchos años, os habéis reunido como jóvenes adultos alrededor del Sucesor de Pedro. Me siento muy feliz de estar con vosotros. Invoquemos al Espíritu Santo: él es el autor de las obras de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 741). Dejad que sus dones os moldeen. Al igual que la Iglesia comparte el mismo camino con toda la humanidad, vosotros estáis llamados a vivir los dones del Espíritu entre los altibajos de la vida cotidiana. Madurad vuestra fe a través de vuestros estudios, el trabajo, el deporte, la música, el arte. Sostenedla mediante la oración y alimentadla con los sacramentos, para ser así fuente de inspiración y de ayuda para cuantos os rodean. En definitiva, la vida, no es un simple acumular, y es mucho más que el simple éxito. Estar verdaderamente vivos es ser transformados desde el interior, estar abiertos a la fuerza del amor de Dios. Si acogéis la fuerza del Espíritu Santo, también vosotros podréis transformar vuestras familias, las comunidades y las naciones. Liberad estos dones. Que la sabiduría, la inteligencia, la fortaleza, la ciencia y la piedad sean los signos de vuestra grandeza.

* * *

Cari giovani italiani! Un saluto speciale a tutti voi! Custodite la fiamma che lo Spirito Santo ha acceso nei vostri cuori, perché non abbia a spegnersi, ma anzi arda sempre più e diffonda luce e calore a chi incontrerete sulla vostra strada, specialmente a quanti hanno smarrito la fede e la speranza. La Vergine Maria vegli su di voi in questa notte ed ogni giorno della vostra vita.

Chers jeunes de langue française, vous êtes venus prier ce soir l’Esprit-Saint. Sa présence silencieuse en votre cœur vous fera comprendre peu à peu le dessein de Dieu sur vous. Puisse-t-Il vous accompagner dans votre vie quotidienne et vous conduire vers une meilleure connaissance de Dieu et de votre prochain! C’est Lui qui du plus profond de votre être vous pousse vers l’unique Vérité divine et vous fait vivre authentiquement en frères.

Einen frohen Gruß richte ich an euch, liebe junge Christen aus den Ländern deutscher Sprache. Der Heilige Geist, der Botschafter der göttlichen Liebe, will in euren Herzen wohnen. Gebt ihm Raum in euch im Hören auf Gottes Wort, im Gebet und in eurer Solidarität mit den Armen und Leidenden. Bringt den Geist des Friedens und der Versöhnung zu den Menschen. Gott, von dem alles Gute kommt, vollende jedes gute Werk, das ihr zu seiner Ehre tut.

Queridos amigos, el Espíritu Santo dirige nuestros pasos para seguir a Jesucristo en el mundo de hoy, que espera de los cristianos una palabra de aliento y un testimonio de vida que inviten a mirar confiadamente hacia el futuro. Os encomiendo en mis plegarias, para que respondáis generosamente a lo que el Señor os pide y a lo que todos los hombres anhelan. Que Dios os bendiga.

Meus queridos amigos, recebei o Espírito Santo, para serdes Igreja! Igreja quer dizer todos nós unidos como um corpo que recebe o seu influxo vital de Jesus ressuscitado. Este dom é maior que os nossos corações, porque brota das entranhas da Santíssima Trindade. Fruto e condição: sentir-se parte uns dos outros, viver em comunhão. Para isso, jovens caríssimos, acolhei dentro de vós a força de vida que há em Jesus. Deixai-O entrar no vosso coração. Deixai-vos plasmar pelo Espírito Santo.

***

Y ahora, mientras nos preparamos para adorar al Santísimo Sacramento en el silencio y en la espera, os repito las palabras que pronunció la beata Mary MacKillop cuando tenía precisamente veintiséis años: «Cree en todo lo que Dios te susurra en el corazón». Creed en él. Creed en la fuerza del Espíritu de amor.

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JMJ - Benedicto XVI, (19.VII.08)

SANTA MISA CON LOS OBISPOS AUSTRALIANOS, CON LOS SEMINARISTAS Y CON LOS NOVICIOS Y LAS NOVICIAS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Catedral de Santa María, Sydney
Sábado 19 de julio de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Me complace saludar en esta noble catedral a mis hermanos obispos y sacerdotes, a los diáconos, a los consagrados y a los laicos de la Archidiócesis de Sydney. De un modo especial dirijo mi saludo a los seminaristas y a los jóvenes religiosos que están con nosotros. Como los jóvenes israelitas de la primera lectura de hoy, ellos son un signo de esperanza y de renovación para el Pueblo de Dios; y, también como aquellos, tienen igualmente el deber de edificar la casa de Dios para las próximas generaciones. Mientras admiramos este magnífico edificio, ¿cómo no pensar en la muchedumbre de sacerdotes, religiosos y fieles laicos que, cada uno a su manera, han contribuido a construir la Iglesia en Australia? Pienso particularmente en las familias de colonos a las que el Padre Jeremías O’Flynn confió el Santísimo Sacramento en el momento de partir, un «pequeño rebaño» que tuvo en gran estima aquel tesoro precioso y lo conservó, entregándolo a las generaciones posteriores que edificaron este gran tabernáculo para gloria de Dios. Alegrémonos por su fidelidad y perseverancia, y dediquémonos a continuar sus esfuerzos por la difusión del Evangelio, la conversión de los corazones y el crecimiento de la Iglesia en la santidad, la unidad y la caridad.

Nos disponemos a celebrar la dedicación del nuevo altar de esta venerable catedral. Como nos recuerda de forma elocuente el frontal esculpido, todo altar es símbolo de Jesucristo, presente en su Iglesia como sacerdote, víctima y altar (cf. Prefacio pascual V). Crucificado, sepultado y resucitado de entre los muertos, devuelto a la vida en el Espíritu y sentado a la derecha del Padre, Cristo ha sido constituido nuestro Sumo Sacerdote, que intercede por nosotros eternamente. En la liturgia de la Iglesia, y sobre todo en el sacrificio de la Misa ofrecido en los altares del mundo, Él nos invita, como miembros de su Cuerpo Místico, a compartir su auto-oblación. Él nos llama, como pueblo sacerdotal de la nueva y eterna Alianza, a ofrecer en unión con Él nuestros sacrificios cotidianos para la salvación del mundo.

En la liturgia de hoy, la Iglesia nos recuerda que, como este altar, también nosotros fuimos consagrados, puestos «aparte» para el servicio de Dios y la edificación de su Reino. Sin embargo, con mucha frecuencia nos encontramos inmersos en un mundo que quisiera dejar a Dios «aparte». En nombre de la libertad y la autonomía humana, se pasa en silencio sobre el nombre de Dios, la religión se reduce a devoción personal y se elude la fe en los ámbitos públicos. A veces, dicha mentalidad, tan diametralmente opuesta a la esencia del Evangelio, puede ofuscar incluso nuestra propia comprensión de la Iglesia y de su misión. También nosotros podemos caer en la tentación de reducir la vida de fe a una cuestión de mero sentimiento, debilitando así su poder de inspirar una visión coherente del mundo y un diálogo riguroso con otras muchas visiones que compiten en la conquista de las mentes y los corazones de nuestros contemporáneos.

Y, sin embargo, la historia, también la de nuestro tiempo, nos demuestra que la cuestión de Dios jamás puede ser silenciada y que la indiferencia respecto a la dimensión religiosa de la existencia humana acaba disminuyendo y traicionando al hombre mismo. ¿No es quizás éste el mensaje proclamado por la maravillosa arquitectura de esta catedral? ¿No es quizás éste el misterio de la fe que se anuncia desde este altar en cada celebración de la Eucaristía? La fe nos enseña que en Cristo Jesús, Verbo encarnado, logramos comprender la grandeza de nuestra propia humanidad, el misterio de nuestra vida en la tierra y el sublime destino que nos aguarda en el cielo (cf. Gaudium et spes, 24). La fe nos enseña también que somos criaturas de Dios, hechas a su imagen y semejanza, dotadas de una dignidad inviolable y llamadas a la vida eterna. Allí donde se empequeñece al hombre, el mundo que nos rodea queda mermado, pierde su significado último y falla su objetivo. Lo que brota de ahí es una cultura no de la vida, sino de la muerte. ¿Cómo se puede considerar a esto un «progreso»? Al contrario, es un paso atrás, una forma de retroceso, que en último término seca las fuentes mismas de la vida, tanto de las personas como de toda la sociedad.

Sabemos que al final –como vio claramente san Ignacio de Loyola– el único patrón verdadero con el cual se puede medir toda realidad humana es la Cruz y su mensaje de amor inmerecido que triunfa sobre el mal, el pecado y la muerte, que crea vida nueva y alegría perpetua. La Cruz revela que únicamente nos encontramos a nosotros mismos cuando entregamos nuestras vidas, acogemos el amor de Dios como don gratuito y actuamos para llevar a todo hombre y mujer a la belleza del amor y a la luz de la verdad que salvan al mundo.

En esta verdad –el misterio de la fe– es en la que hemos sido consagrados (cf. Jn 17,17-19), y en esta verdad es en la que estamos llamados a crecer, con la ayuda de la gracia de Dios, en fidelidad cotidiana a su palabra, en la comunión vivificante de la Iglesia. Y, sin embargo, qué difícil es este camino de consagración. Exige una continua «conversión», un morir sacrificial a sí mismos que es la condición para pertenecer plenamente a Dios, una transformación de la mente y del corazón que conduce a la verdadera libertad y a una nueva amplitud de miras. La liturgia de hoy nos ofrece un símbolo elocuente de aquella transformación espiritual progresiva a la que cada uno de nosotros está invitado. La aspersión del agua, la proclamación de la Palabra de Dios, la invocación de todos los Santos, la plegaria de consagración, la unción y la purificación del altar, su revestimiento de blanco y su ornato de luz, todos estos ritos nos invitan a revivir nuestra propia consagración bautismal. Nos invitan a rechazar el pecado y sus seducciones, y a beber cada vez más profundamente del manantial vivificante de la gracia de Dios.

Queridos amigos, que esta celebración, en presencia del Sucesor de Pedro, sea un momento de renovada dedicación y de renovación de toda la Iglesia en Australia. Deseo hacer aquí un inciso para reconocer la vergüenza que todos hemos sentido a causa de los abusos sexuales a menores por parte de algunos sacerdotes y religiosos de esta Nación. Verdaderamente, me siento profundamente disgustado por el dolor y el sufrimiento que han padecido las víctimas y les aseguro que, como su Pastor, también yo comparto su aflicción. Estos delitos, que constituyen una grave traición a la confianza, deben ser condenados de modo inequívoco. Éstos han provocado gran dolor y han dañado el testimonio de la Iglesia. Os pido a todos que apoyéis y ayudéis a vuestros Obispos, y que colaboréis con ellos en combatir este mal. Las víctimas deben recibir compasión y asistencia, y los responsables de estos males deben ser llevados ante la justicia. Es una prioridad urgente promover un ambiente más seguro y más sano, especialmente para los jóvenes. En estos días, marcados por la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud, estamos invitados a reflexionar sobre el precioso tesoro que nos ha sido confiado en nuestros jóvenes, y cómo gran parte de la misión de la Iglesia en este País ha estado dedicada a su educación y cuidado. Mientras la Iglesia en Australia continúa con espíritu evangélico afrontando eficazmente este serio reto pastoral, me uno a vosotros en la oración para que este tiempo de purificación traiga consigo sanación, reconciliación y una fidelidad cada vez más grande a las exigencias morales del Evangelio.

Deseo ahora dirigir una especial palabra de afecto y aliento a los seminaristas y jóvenes religiosos que están aquí. Queridos amigos, con gran generosidad os estáis encaminando por una senda de especial consagración, enraizada en vuestro Bautismo y emprendida como respuesta a la llamada personal del Señor. Os habéis comprometido, de modos diversos, a aceptar la invitación de Cristo a seguirlo, a dejar todo atrás y a dedicar vuestra vida a buscar la santidad y a servir a su pueblo.

En el Evangelio de hoy el Señor nos llama a «creer en la luz» (cf. Jn 12,36). Estas palabras tienen un significado especial para vosotros, queridos jóvenes seminaristas y religiosos. Son una invitación a confiar en la verdad de la Palabra de Dios y a esperar firmemente en sus promesas. Nos invitan a ver con los ojos de la fe la obra inefable de su gracia a nuestro alrededor, también en estos tiempos sombríos en los que todos nuestros esfuerzos parecen ser vanos. Dejad que este altar, con la imagen imponente de Cristo, Siervo sufriente, sea una inspiración constante para vosotros. Hay ciertamente momentos en que cualquier discípulo siente el calor y el peso de la jornada (cf. Mt 20,12), y la dificultad para dar un testimonio profético en un mundo que puede parecer sordo a las exigencias de la Palabra de Dios. No tengáis miedo. Creed en la luz. Tomad en serio la verdad que hemos escuchado hoy en la segunda lectura: «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y siempre» (Hb 13,8). La luz de la Pascua sigue derrotando las tinieblas.

El Señor nos llama a caminar en la luz (cf. Jn 12,35). Cada uno de vosotros ha emprendido la más grande y la más gloriosa de las batallas, la de ser consagrados en la verdad, la de crecer en la virtud, la de alcanzar la armonía entre pensamientos e ideales, por una parte, y palabras y obras, por otra. Adentraos con sinceridad y de modo profundo en la disciplina y en el espíritu de vuestros programas de formación. Caminad cada día en la luz de Cristo mediante la fidelidad a la oración personal y litúrgica, alimentados por la meditación de la Palabra inspirada por Dios. A los Padres de la Iglesia les gustaba ver en las Escrituras un paraíso espiritual, un jardín donde podemos caminar libremente con Dios, admirando la belleza y la armonía de su plan salvífico, mientras da fruto en nuestra propia vida, en la vida de la Iglesia y a lo largo de toda la historia. Por tanto, que la plegaria y la meditación de la Palabra de Dios sean lámpara que ilumina, purifica y guía vuestros pasos en el camino que os ha indicado el Señor. Haced de la celebración diaria de la Eucaristía el centro de vuestra vida. En cada Misa, cuando el Cuerpo y la Sangre del Señor sean alzados al final de la liturgia eucarística, elevad vuestro corazón y vuestra vida por Cristo, con Él y en Él, en la unidad del Espíritu Santo, como sacrificio amoroso a Dios nuestro Padre.

De este modo, queridos jóvenes seminaristas y religiosos, llegaréis a ser altares vivientes, sobre los cuales el amor sacrificial de Cristo se hace presente como inspiración y fuente de alimento espiritual para cuantos encontréis. Abrazando la llamada del Señor a seguirlo en castidad, pobreza y obediencia, habéis emprendido el viaje de un discipulado radical que os hará «signo de contradicción» (cf. Lc 2,34) para muchos de vuestros contemporáneos. Conformad cotidianamente vuestra vida a la auto-oblación amorosa del Señor mismo en obediencia a la voluntad del Padre. Así descubriréis la libertad y la alegría que pueden atraer a otros a ese Amor que va más allá de cualquier otro amor como su fuente y su cumplimiento último. No olvidéis jamás que la castidad por el Reino significa abrazar una vida completamente dedicada al amor, a un amor que os hace capaces de dedicaros vosotros mismos sin reservas al servicio de Dios, para estar plenamente presentes entre los hermanos y hermanas, especialmente entre los necesitados. Los tesoros más grandes que compartís con otros jóvenes –vuestro idealismo, la generosidad, el tiempo y las energías– son los verdaderos sacrificios que pondréis sobre el altar del Señor. Que tengáis siempre en cuenta este magnífico carisma que Dios os ha dado para su gloria y para la edificación de la Iglesia.

Queridos amigos, permitidme que concluya estas reflexiones dirigiendo vuestra atención hacia la gran vidriera del coro de esta catedral. En ella, la Virgen, Reina del Cielo, está representada sobre el trono con majestad, al lado de su divino Hijo. El artista ha representado a María como la nueva Eva, que ofrece a Cristo, nuevo Adán, una manzana. Este gesto simboliza que Ella ha invertido la desobediencia de nuestros progenitores, ofreciendo el rico fruto que la gracia de Dios ha dado en su vida y los primeros frutos de la humanidad redimida y glorificada, que Ella ha precedido en la gloria del paraíso. Pidamos a María, Auxilio de los cristianos, que sostenga a la Iglesia en Australia en la fidelidad a la gracia mediante la cual el Señor crucificado continúa atrayendo hacia sí a toda la creación y a todo corazón humano (cf. Jn 12,32). Que el poder del Espíritu Santo consagre a los fieles de esta tierra en la verdad, produzca abundantes frutos de santidad y de justicia para la redención del mundo y guíe a toda la humanidad hacia la plenitud de vida alrededor de aquel altar donde, en la gloria de la liturgia celestial, seremos invitados a cantar las alabanzas de Dios eternamente. Amén.

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JMJ - Benedicto XVI, homilía (20.VII.08)

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA PARA LA XXIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Hipódromo de Randwick
Domingo 20 de julio de 2008

Queridos amigos:

«Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza» (Hch 1,8).

Hemos visto cumplida esta promesa. En el día de Pentecostés, como hemos escuchado en la primera lectura, el Señor resucitado, sentado a la derecha del Padre, envió el Espíritu Santo a sus discípulos reunidos en el cenáculo. Por la fuerza de este Espíritu, Pedro y los Apóstoles fueron a predicar el Evangelio hasta los confines de la tierra. En cada época y en cada lengua, la Iglesia continúa proclamando en todo el mundo las maravillas de Dios e invita a todas las naciones y pueblos a la fe, a la esperanza y a la vida nueva en Cristo.

En estos días, también yo he venido, como Sucesor de san Pedro, a esta estupenda tierra de Australia. He venido a confirmaros en vuestra fe, jóvenes hermanas y hermanos míos, y a abrir vuestros corazones al poder del Espíritu de Cristo y a la riqueza de sus dones. Oro para que esta gran asamblea, que congrega a jóvenes de «todas las naciones de la tierra» (Hch 2,5), se transforme en un nuevo cenáculo. Que el fuego del amor de Dios descienda y llene vuestros corazones para uniros cada vez más al Señor y a su Iglesia y enviaros, como nueva generación de Apóstoles, a llevar a Cristo al mundo.

«Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza». Estas palabras del Señor resucitado tienen un significado especial para los jóvenes que serán confirmados, sellados con el don del Espíritu Santo, durante esta Santa Misa. Pero estas palabras están dirigidas también a cada uno de nosotros, es decir, a todos los que han recibido el don del Espíritu de reconciliación y de la vida nueva en el Bautismo, que lo han acogido en sus corazones como su ayuda y guía en la Confirmación, y que crecen cotidianamente en sus dones de gracia mediante la Santa Eucaristía. En efecto el Espíritu Santo desciende nuevamente en cada Misa, invocado en la plegaria solemne de la Iglesia, no sólo para transformar nuestros dones del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor, sino también para transformar nuestras vidas, para hacer de nosotros, con su fuerza, «un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo».

Pero, ¿qué es este «poder» del Espíritu Santo? Es el poder de la vida de Dios. Es el poder del mismo Espíritu que se cernía sobre las aguas en el alba de la creación y que, en la plenitud de los tiempos, levantó a Jesús de la muerte. Es el poder que nos conduce, a nosotros y a nuestro mundo, hacia la llegada del Reino de Dios. En el Evangelio de hoy, Jesús anuncia que ha comenzado una nueva era, en la cual el Espíritu Santo será derramado sobre toda la humanidad (cf. Lc 4,21). Él mismo, concebido por obra del Espíritu Santo y nacido de la Virgen María, vino entre nosotros para traernos este Espíritu. Como fuente de nuestra vida nueva en Cristo, el Espíritu Santo es también, de un modo muy verdadero, el alma de la Iglesia, el amor que nos une al Señor y entre nosotros y la luz que abre nuestros ojos para ver las maravillas de la gracia de Dios que nos rodean.

Aquí en Australia, esta «gran tierra meridional del Espíritu Santo», todos nosotros hemos tenido una experiencia inolvidable de la presencia y del poder del Espíritu en la belleza de la naturaleza. Nuestros ojos se han abierto para ver el mundo que nos rodea como es verdaderamente: «colmado», como dice el poeta, «de la grandeza de Dios», repleto de la gloria de su amor creativo. También aquí, en esta gran asamblea de jóvenes cristianos provenientes de todo el mundo, hemos tenido una experiencia elocuente de la presencia y de la fuerza del Espíritu en la vida de la Iglesia. Hemos visto la Iglesia como es verdaderamente: Cuerpo de Cristo, comunidad viva de amor, en la que hay gente de toda raza, nación y lengua, de cualquier edad y lugar, en la unidad nacida de nuestra fe en el Señor resucitado.

La fuerza del Espíritu Santo jamás cesa de llenar de vida a la Iglesia. A través de la gracia de los Sacramentos de la Iglesia, esta fuerza fluye también en nuestro interior, como un río subterráneo que nutre el espíritu y nos atrae cada vez más cerca de la fuente de nuestra verdadera vida, que es Cristo. San Ignacio de Antioquía, que murió mártir en Roma al comienzo del siglo segundo, nos ha dejado una descripción espléndida de la fuerza del Espíritu que habita en nosotros. Él ha hablado del Espíritu como de una fuente de agua viva que surge en su corazón y susurra: «Ven, ven al Padre» (cf. A los Romanos, 6,1-9).

Sin embargo, esta fuerza, la gracia del Espíritu Santo, no es algo que podamos merecer o conquistar; podemos sólo recibirla como puro don. El amor de Dios puede derramar su fuerza sólo cuando le permitimos cambiarnos por dentro. Debemos permitirle penetrar en la dura costra de nuestra indiferencia, de nuestro cansancio espiritual, de nuestro ciego conformismo con el espíritu de nuestro tiempo. Sólo entonces podemos permitirle encender nuestra imaginación y modelar nuestros deseos más profundos. Por esto es tan importante la oración: la plegaria cotidiana, la privada en la quietud de nuestros corazones y ante el Santísimo Sacramento, y la oración litúrgica en el corazón de la Iglesia. Ésta es pura receptividad de la gracia de Dios, amor en acción, comunión con el Espíritu que habita en nosotros y nos lleva, por Jesús y en la Iglesia, a nuestro Padre celestial. En la potencia de su Espíritu, Jesús está siempre presente en nuestros corazones, esperando serenamente que nos dispongamos en el silencio junto a Él para sentir su voz, permanecer en su amor y recibir «la fuerza que proviene de lo alto», una fuerza que nos permite ser sal y luz para nuestro mundo.

En su Ascensión, el Señor resucitado dijo a sus discípulos: «Seréis mis testigos… hasta los confines del mundo» (Hch 1,8). Aquí, en Australia, damos gracias al Señor por el don de la fe, que ha llegado hasta nosotros como un tesoro transmitido de generación en generación en la comunión de la Iglesia. Aquí, en Oceanía, damos gracias de un modo especial a todos aquellos misioneros, sacerdotes y religiosos comprometidos, padres y abuelos cristianos, maestros y catequistas, que han edificado la Iglesia en estas tierras. Testigos como la Beata Mary Mackillop, San Peter Chanel, el Beato Peter To Rot y muchos otros. La fuerza del Espíritu, manifestada en sus vidas, está todavía activa en las iniciativas beneficiosas que han dejado en la sociedad que han plasmado y que ahora se os confía a vosotros.
Queridos jóvenes, permitidme que os haga una pregunta. ¿Qué dejaréis vosotros a la próxima generación? ¿Estáis construyendo vuestras vidas sobre bases sólidas? ¿Estáis construyendo algo que durará? ¿Estáis viviendo vuestras vidas de modo que dejéis espacio al Espíritu en un mundo que quiere olvidar a Dios, rechazarlo incluso en nombre de un falso concepto de libertad? ¿Cómo estáis usando los dones que se os han dado, la «fuerza» que el Espíritu Santo está ahora dispuesto a derramar sobre vosotros? ¿Qué herencia dejaréis a los jóvenes que os sucederán? ¿Qué os distinguirá?.

La fuerza del Espíritu Santo no sólo nos ilumina y nos consuela. Nos encamina hacia el futuro, hacia la venida del Reino de Dios. ¡Qué visión magnífica de una humanidad redimida y renovada descubrimos en la nueva era prometida por el Evangelio de hoy! San Lucas nos dice que Jesucristo es el cumplimiento de todas las promesas de Dios, el Mesías que posee en plenitud el Espíritu Santo para comunicarlo a la humanidad entera. La efusión del Espíritu de Cristo sobre la humanidad es prenda de esperanza y de liberación contra todo aquello que nos empobrece. Dicha efusión ofrece de nuevo la vista al ciego, libera a los oprimidos y genera unidad en y con la diversidad (cf. Lc 4,18-19; Is 61,1-2). Esta fuerza puede crear un mundo nuevo: puede «renovar la faz de la tierra» (cf. Sal 104,30).

Fortalecida por el Espíritu y provista de una rica visión de fe, una nueva generación de cristianos está invitada a contribuir a la edificación de un mundo en el que la vida sea acogida, respetada y cuidada amorosamente, no rechazada o temida como una amenaza y por ello destruida. Una nueva era en la que el amor no sea ambicioso ni egoísta, sino puro, fiel y sinceramente libre, abierto a los otros, respetuoso de su dignidad, un amor que promueva su bien e irradie gozo y belleza. Una nueva era en la cual la esperanza nos libere de la superficialidad, de la apatía y el egoísmo que degrada nuestras almas y envenena las relaciones humanas. Queridos jóvenes amigos, el Señor os está pidiendo ser profetas de esta nueva era, mensajeros de su amor, capaces de atraer a la gente hacia el Padre y de construir un futuro de esperanza para toda la humanidad.

El mundo tiene necesidad de esta renovación. En muchas de nuestras sociedades, junto a la prosperidad material, se está expandiendo el desierto espiritual: un vacío interior, un miedo indefinible, un larvado sentido de desesperación. ¿Cuántos de nuestros semejantes han cavado aljibes agrietados y vacíos (cf. Jr 2,13) en una búsqueda desesperada de significado, de ese significado último que sólo puede ofrecer el amor? Éste es el don grande y liberador que el Evangelio lleva consigo: él revela nuestra dignidad de hombres y mujeres creados a imagen y semejanza de Dios. Revela la llamada sublime de la humanidad, que es la de encontrar la propia plenitud en el amor. Él revela la verdad sobre el hombre, la verdad sobre la vida.

También la Iglesia tiene necesidad de renovación. Tiene necesidad de vuestra fe, vuestro idealismo y vuestra generosidad, para poder ser siempre joven en el Espíritu (cf. Lumen gentium, 4). En la segunda lectura de hoy, el apóstol Pablo nos recuerda que cada cristiano ha recibido un don que debe ser usado para edificar el Cuerpo de Cristo. La Iglesia tiene especialmente necesidad del don de los jóvenes, de todos los jóvenes. Tiene necesidad de crecer en la fuerza del Espíritu que también ahora os infunde gozo a vosotros, jóvenes, y os anima a servir al Señor con alegría. Abrid vuestro corazón a esta fuerza. Dirijo esta invitación de modo especial a los que el Señor llama a la vida sacerdotal y consagrada. No tengáis miedo de decir vuestro «sí» a Jesús, de encontrar vuestra alegría en hacer su voluntad, entregándoos completamente para llegar a la santidad y haciendo uso de vuestros talentos al servicio de los otros.

Dentro de poco celebraremos el sacramento de la Confirmación. El Espíritu Santo descenderá sobre los candidatos; ellos serán «sellados» con el don del Espíritu y enviados para ser testigos de Cristo. ¿Qué significa recibir la «sello» del Espíritu Santo? Significa ser marcados indeleblemente, inalterablemente cambiados, significa ser nuevas criaturas. Para los que han recibido este don, ya nada puede ser lo mismo. Estar «bautizados» en el Espíritu significa estar enardecidos por el amor de Dios. Haber «bebido» del Espíritu (cf. 1 Co 12,13) significa haber sido refrescados por la belleza del designio de Dios para nosotros y para el mundo, y llegar a ser nosotros mismos una fuente de frescor para los otros. Ser «sellados con el Espíritu» significa además no tener miedo de defender a Cristo, dejando que la verdad del Evangelio impregne nuestro modo de ver, pensar y actuar, mientras trabajamos por el triunfo de la civilización del amor.

Al elevar nuestra oración por los confirmandos, pedimos también que la fuerza del Espíritu Santo reavive la gracia de la Confirmación de cada uno de nosotros. Que el Espíritu derrame sus dones abundantemente sobre todos los presentes, sobre la ciudad de Sydney, sobre esta tierra de Australia y sobre todas sus gentes. Que cada uno de nosotros sea renovado en el espíritu de sabiduría e inteligencia, el espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y piedad, espíritu de admiración y santo temor de Dios.

Que por la amorosa intercesión de María, Madre de la Iglesia, esta XXIII Jornada Mundial de la Juventud sea vivida como un nuevo cenáculo, de forma que todos nosotros, enardecidos con el fuego del amor del Espíritu Santo, continuemos proclamando al Señor resucitado y atrayendo a cada corazón hacia Él. Amén.

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J.M.J - Saludo del papa Benedicto XVI a los voluntarios

A LOS VOLUNTARIOS DE LA JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
SALUDO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Domain, Sydney
lunes 21 de julio de 2008

Queridos amigos en Cristo:

Agradezco al Obispo Fisher y al Cardenal Pell sus amables palabras y me alegra tener esta oportunidad para dirigir un saludo final a todos vosotros y deciros lo espléndida que ha sido la experiencia de esta semana. En estos días hemos sido testigos directos de la alegría que encuentran en la propia fe tantos miles de jóvenes, y hemos podido expresar nuestra alabanza y nuestra gratitud a Dios por su bondad para con nosotros. Hemos podido comprobar el calor y la generosidad de la hospitalidad australiana y contemplar juntos el magnífico paisaje de este hermoso continente. Ha sido una semana realmente memorable.

Sin embargo, nada de esto hubiera sido posible sin un gran esfuerzo de preparación y de trabajo diligente durante el período que ha precedido a la Jornada Mundial de la Juventud. Deseo agradeceros a todos la generosidad del tiempo y las energías empleadas para permitir el desarrollo sin percances de cada uno de los actos que hemos celebrado juntos. Tales eventos han tenido necesidad de una esmerada coordinación, en la que han participado Autoridades civiles, policía y asociaciones de primeros auxilios, así como personal eclesiástico y un grupo enorme de voluntarios, responsables y ayudantes. Vuestros esfuerzos han preparado el terreno para que el Espíritu descendiera con fuerza, estableciendo vínculos de unidad y amistad entre los jóvenes provenientes de ambientes culturales muy diversos, y reforzando su amor por Cristo y por su Iglesia. En las multitudes que se han congregado aquí en Sidney hemos visto una manifestación elocuente de la unidad en la diversidad de la Iglesia universal, hemos tenido una visión en pequeño de la unidad de la familia humana que anhelamos. Que estos jóvenes, con la fuerza del Espíritu, hagan de esta visión una realidad en el mundo del mañana.

En el aeropuerto tendré ocasión de dar las gracias a los representantes de las Autoridades civiles. Aquí quiero expresar mi profunda gratitud a todos los Obispos, los sacerdotes, los consagrados y consagradas, los capellanes, los profesores, las asociaciones laicales, los movimientos eclesiales, las familias de acogida, las escuelas y las comunidades parroquiales que tanto han contribuido para que la Jornada Mundial de la Juventud fuera un éxito. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que «más vale dar que recibir» (20,35). Sin embargo, espero que vosotros hayáis recibido más de lo que habéis servido generosamente en el curso de nuestras celebraciones. A todos os digo sincera y cordialmente «gracias».

Al disponerme a regresar a Roma, llevo conmigo como un tesoro la memoria de muchos acontecimientos llenos de gracia que hemos vivido juntos: mi primer encuentro con los jóvenes en Barangaroo, los encuentros posteriores en Darlinghurst y en la Catedral de Santa María, la vigilia de la Juventud en la explanada de la Cruz del Sur y la Misa final de ayer. Rezo para que también vosotros llevéis en vuestra alma muchos recuerdos preciosos e intuiciones espirituales, de modo que regreséis a vuestras casas y a vuestras familias con ardor renovado para difundir el Evangelio de Jesucristo. Con la fuerza del Espíritu, id ahora a renovar la faz de la tierra.

A la vez que os saludo de corazón, os encomiendo a todos a la amorosa intercesión de la Virgen de la Cruz del Sur, Auxilio de los cristianos. Invoco sobre vosotros los siete dones del Espíritu Santo y os aseguro mi plegaria constante. Dios bendiga a los jóvenes del mundo y bendiga al pueblo de Australia.

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Sunday, July 13, 2008

Apertura del Año Paulino, 28.VI.08

Homilía en castellano de Benedicto XVI en la apertura del Año Paulino
En Católico Digital
domingo, 29 de junio de 2008

Publicamos la homilía que pronuncio Su Santidad Benedicto XVI en la Basílica de San Pablo Extramuros en la apertura oficial del año paulino.

Estamos reunidos ante la tumba de san Pablo, quien nació, hace dos mil años, en Tarso de Cilicia, en la actual Turquía. ¿Quien era este Pablo? En el templo de Jerusalén, frente a la multitud agitada que quería matarlo, el se presenta a sí mismo con estas palabras: «Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero educado en esta ciudad, instruido a los pies de Gamaliel en la exacta observancia de la Ley de nuestros padres; estaba lleno de celo por Dios... Al final de su camino dirá de sí: “yo he sido constituido heraldo y apóstol, maestro de los gentiles en la fe y en la verdad. Maestro de los gentiles, apóstol y pregonero de Jesucristo, así él se caracteriza a sí mismo en una mirada retrospectiva del recorrido de su vida. Pero con ello, la mirada no va sólo hacia el pasado. “Maestro de los gentiles- esta palabra se abre hacia el futuro, hacia todos los pueblos y todas las generaciones. Pablo no es para nosotros una figura del pasado, que recordamos con veneración. Él es también nuestro maestro, apóstol y anunciador de Jesucristo también para nosotros.

Por lo tanto, estamos reunidos no para reflexionar sobre una historia pasada, irrevocablemente superada. Pablo quiere hablar con nosotros, hoy. Por esto he querido convocar este especial “Año paulino”: para escucharlo y tomar ahora de él, como nuestro maestro, en la fe y la verdad, en la cual están radicadas las razones de la unidad entre los discípulos de Cristo. En esta perspectiva he querido encender, para este bimilenario del nacimiento del Apóstol, una especial “Llama paulina”, que permanecerá encendida durante todo el año, en un especial bracero colocado en el pórtico de la basílica. Para solemnizar esta recurrencia he inaugurado también la llamada “Puerta Paulina”, a través de la cual he entrado en la basílica acompañado por el patriarca de Constantinopla, el cardenal Arcipreste y por otras autoridades religiosas.

Es para mi motivo de una íntima alegría que la apertura del Año paulino asuma un particular carácter ecuménico por la presencia de numerosos delegados y representantes de otras iglesias y Comunidades eclesiales, que acojo con el corazón abierto. Saludo en primer lugar a Su santidad el patriarca Bartolomé I y a los miembros de la delegación que los acompaña, así como al nutrido grupo de laicos de varias partes del mundo que han venido a Roma para vivir con Él y con todos nosotros estos momentos de oración y de reflexión. Saludo a los Delegados Fraternos de las Iglesias que tienen un vínculo particular con el apóstol Pablo - Jerusalén, Antioquia, Chipre, Grecia- y que forman el ambiente geográfico de la vida del Apóstol antes de su llegada a Roma. Saludo cordialmente a los Hermanos de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales de Oriente y de Occidente, junto a todos ustedes he querido tomar parte de este solemne inicio del Año dedicado al Apóstol de los gentiles.

Estamos, entonces, reunidos para interrogarnos sobre el gran Apóstol de los gentiles. Nos preguntamos, no solo: ¿Quién era Pablo? Nos preguntamos sobretodo: ¿Quién es Pablo?, ¿Qué me dice? En esta hora, del inicio del Año paulino que estamos inaugurando, quisiera elegir de del rico testimonio del Nuevo testamento tres textos, en los cuales aparece su fisonomía interior, lo específico de su carácter. En la Carta a los Gálatas, él nos ha donado una profesión de fe muy personal, en la cual abre su corazón frente a los lectores de todos los tiempos y revela cual es el resorte más íntimo de su vida “Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Todo aquello que hace Pablo, parte de este centro. Su fe es la experiencia del ser amado por Jesucristo de manera totalmente personal; es la conciencia del hecho que Cristo ha enfrentado la muerte no por algo anónimo, sino por amor a él- a Pablo - y que, como resucitado, lo ama todavía, que Cristo se ha donado por él. Su fe es el ser alcanzado por el amor de Jesucristo, un amor que lo perturba hasta lo más íntimo y lo transforma. Su fe no es una teoría, una opinión sobre Dios o sobre el mundo. Su fe es el impacto del amor de Dios sobre su corazón. Y así, esta misma fe es amor por Jesucristo.

Por muchos, Pablo es presentado como un hombre combativo que sabe manejar la espada de la palabra. De hecho, sobre su camino de apóstol no faltaron las disputas. No buscó una armonía superficial. En su primera carta, aquella dirigida a los tesalonicenses, el mismo dice: “tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas… Nunca nos presentamos, bien lo sabéis, con palabras aduladoras, ni con pretextos de codicia…”. La verdad era para él demasiado grande para estar dispuesto a sacrificarla en vista de un éxito exterior. La verdad que había experimentado en el encuentro con el Resucitado ameritaba para él la lucha, la persecución, el sufrimiento. Pero lo que lo motivaba en lo más profundo, era el ser amado por Jesucristo y el deseo de transmitir a otros este amor. Pablo era alguien capaz de amar, y todo su obrar y sufrir se explica a partir de este centro. Los conceptos fundados en su anuncio se comprenden únicamente en base a esto. Tomemos solamente una de sus palabras claves: la libertad. La experiencia del ser amado hasta el final por Cristo le había abierto los ojos sobre la verdad y sobre el camino de la existencia humana –esa experiencia abrazaba todo. Pablo era libre como hombre amado por Dios que, en virtud de Dios, estaba en capacidad de amar junto con Él. Este amor es ahora la “ley” de su vida y justamente así es la libertad de su vida. Él habla y actúa movido por la responsabilidad del amor, el es libre, y dado que es uno que ama, el vive totalmente en la responsabilidad de este amor y no toma la libertad como pretexto para el albedrío y el egoísmo. En el mismo espíritu Agustín ha formulado la frase luego famosa: ama y has lo que quieras. Quien ama a Cristo como lo ha amado Pablo, puede verdaderamente hacer lo que quiere, porque su amor está unido a la voluntad de Cristo, y por ende, a la voluntad de Dios; porque su voluntad está anclada en la verdad y porque su voluntad no es más que simplemente su voluntad, arbitrio de su yo autónomo, sino que está integrada a la libertad de Dios y de ella recibe el camino que recorrer.

En la búsqueda de la fisonomía interior de San Pablo, quisiera, en segundo lugar, recordar la palabra que Cristo resucitado le dirige sobre el camino de damasco. Antes el Señor le pregunta: «Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?» El respondió: «¿Quién eres, Señor?» Y le es dada la respuesta: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues”.Persiguiendo a la Iglesia, Pablo persigue al mismo Jesús. “Tu me persigues”. Jesús se identifica con la Iglesia en un solo sujeto. En esta exclamación del resucitado, que transformó la vida de Saúl, en el fondo está contenida toda la doctrina sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Cristo no se ha retirado en el Cielo, dejando sobre la tierra una secuela de seguidores que llevan adelante su causa. La Iglesia no es una asociación que quiere promover una cierta causa. En ella no se trata de una causa. En ella se trata de la persona de Jesucristo, que también como Resucitado permaneció “carne”. Él tiene carne y huesos”, lo afirma en Lucas el Resucitado frente a los discípulos que lo habían considerado un fantasma. Él tiene un cuerpo. Está personalmente presente en la Iglesia, “Cabeza y Cuerpo” forman un único sujeto, diría Agustín. “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?, escribe Pablo a los Corintios. Y agrega: como según el Libro del Génesis, el hombre y la mujer se hacen una sola carne, así Cristo con los suyos se hace un sólo espíritu, un único sujeto en el mundo nuevo de la resurrección. En todo esto, se visualiza el misterio eucarístico, en el cual Cristo dona continuamente su Cuerpo y hace de nosotros su Cuerpo: “el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan”. Con estas palabras se dirige a nosotros, en este momento, no sólo Pablo, mas el Señor mismo: ¿Cómo habéis podido lacerar mi Cuerpo? Frente al rostro de Cristo, esta palabra se convierte al mismo tiempo en una petición urgente: Vuelve a juntarnos de todas las divisiones. Haz que hoy se haga nuevamente realidad: Hay un sólo pan, por lo tanto, nosotros, a pesar de ser mucho, somos un sólo cuerpo. Para Pablo la palabra Iglesia como Cuerpo de Cristo no es un parangón cualquiera. Va mucho más allá de un parangón. “¿Por qué me persigues?. Continuamente Cristo nos atrae hacia su Cuerpo, edifica su Cuerpo a partir del centro eucarístico, que para Pablo es el centro de la existencia cristiana, en virtud del cual todos, como también cada individuo puede de manera totalmente personal experimentar: Él me ha amado y ha se ha dado por mí.

Quisiera concluir con una palabra tardía de San Pablo, una exhortación a Timoteo desde la prisión, frente a la muerte. “Soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio” dice el Apóstol a su discípulo. Esta palabra, que está al final de los caminos recorridos por el apóstol como un testamento, nos lleva hacia atrás, al comienzo de su misión. Mientras, después del su encuentro con el resucitado, Pablo se encontraba ciego en su habitación en Damasco, Anania recibió el encargo de ir donde el perseguidor temido e imponerle las manos, para que recuperara la vista. A la objeción de Anania que este Saúl era un perseguidor peligroso de los cristianos, le es dada la respuesta: Este hombre debe llevar mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre”. El encargo del anuncio y la llamada al sufrimiento por Cristo van inseparablemente juntas. La Llamada a ser el maestro de las gentes es al mismo tiempo e intrínsecamente una llamada al sufrimiento en la comunión con Cristo, que nos ha redimido mediante su Pasión. En un mundo en el que la mentira es potente, la verdad se paga con el sufrimiento. Quien quiere esquivar el sufrimiento, tenerlo alejado de sí, tiene alejada la vida misma y su grandeza; no puede ser servidor de la verdad y así servidor de la de. No hay amor sin sufrimiento, sin el sufrimiento de la renuncia de sí mismos, de la transformación y purificación del yo por la verdadera libertad. Allí donde no hay nada que valga que por ello se sufra, también la misma vida pierde su valor. La eucaristía –el centro de nuestro ser cristianos- se funda en el sacrificio de Jesús por nosotros, ha nacido del sufrimiento del amor que en la Cruz encontró su culmen. Nosotros vivimos de este amor que dona. Eso nos da la valentía y la fuerza de sufrir con Cristo y por él, de este modo, sabiendo que justamente así nuestra vida se hace grande, madura y verdadera. A la luz de todas las cartas de san Pablo vemos como en su camino de maestro de las gentes se ha cumplido la profecía de ananay en la ora de la llamada: “Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre”. Su sufrimiento lo hace creíble como maestro de verdad, que no busca su propio provecho, la propia gloria, el placer personal, mas se empeña por Aquel que nos ha amado y nos se ha dado a sí mismo por todos nosotros.

En esta hora en la que agradecemos al Señor, porque ha llamado a Pablo, haciéndolo luz de las gentes y maestro de todos nosotros, oramos: Danos también hoy el testimonio de la resurrección, tocado por tu amor y capaces de llevar la luz del Evangelio en nuestro tiempo. San Pablo ora por nosotros. Amen.

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