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Tuesday, November 24, 2009

REAVIVAD EL DON DE DIOS

“Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5).
Pedro Aguado, escolapio
Padre General

Siempre me ha impresionado esta afirmación del Evangelio de Juan. Es un mensaje dirigido por Jesús a sus discípulos que me gustaría utilizar como telón de fondo de esta breve comunicación que os ofrezco, centrada en el sacerdocio.

Estamos viviendo en la Iglesia un “año sacerdotal”. Un año destinado a que en todas las comunidades –también en las Escuelas Pías- tratemos de profundizar en todo lo que significa el sacerdocio. Un año en el que todos los sacerdotes –también los escolapios- somos invitados a conceder un poco de tiempo a nuestra propia vocación y a tratar de enriquecerla, renovarla y profundizarla. Un año, en definitiva, en el que podemos intentar ayudarnos unos a otros en esta preciosa tarea que es la de vivir nuestro sacerdocio de modo que testimonie más fielmente a Aquel que es el sentido de fondo de nuestra ordenación.

Sé que escribo, sobre todo, para mis hermanos escolapios. También para numerosas personas que nos conocen y nos quieren, y esperan de nosotros una vivencia clara y evangélica de las opciones que hemos asumido. Y tratando de conservar el tono familiar de estas cartas, me gustaría simplemente presentaros algunas propuestas que me parecen buenas para que los escolapios vivamos nuestro sacerdocio del modo que hoy necesitan nuestros niños y jóvenes y las comunidades a las que servimos.

1 “Sin mí no podéis hacer nada”. Os invito a fortalecer nuestra vinculación personal con Jesús, tratando de crecer en eso que llamamos “vida centrada en Cristo” y que todos sabemos que es nuestro desafío más importante. Pero entendamos bien esta propuesta: Jesús reñía cariñosamente a Marta no porque trabajara mucho, sino porque trabajaba descentrada de lo esencial. Es bueno que seamos capaces de hacer una lectura escolapia y misionera de este precioso pasaje evangélico (Lc 10, 38-42): nuestro sacerdocio se realiza en la misión, pero sólo si estamos centrados en Jesús. De lo contrario, nuestro sacerdocio es sólo una tarea más.

2. Vinculados a Jesucristo, nuestro sacerdocio lo destinamos a hacer posible que quienes Dios ponga en nuestro camino se encuentren con Jesús. Y lo hacemos desde nuestra vocación escolapia, tratando de vivir nuestro ministerio de “evangelizar educando” como nuestra forma de ser y sentirnos sacerdotes. En nosotros, la vivencia del ministerio escolapio es sacerdotal. Sin duda que este carácter sacerdotal se expresa privilegiadamente cuando celebramos la Eucaristía con los jóvenes o cuando les ofrecemos el perdón de Dios. Pero todo nuestro ministerio debemos vivirlo sacerdotalmente; somos sacerdotes y nuestra misión la ejercemos desde nuestro ser, de modo integral.

3 Como escolapios, somos especialmente invitados a no caer en algunas de las “tentaciones” que a veces, somos humanos, son vividas por el sacerdote: el clericalismo, que nos convierte en casta y nos imposibilita la auténtica entrega pastoral desde la experiencia de la Iglesia como una comunidad de hermanos; la en ocasiones insconsciente tentación de “ser el primero” que solemos tener, como los hijos de Zebedeo, pensando que el sacerdocio es más bien un honor que un modo de amar; vivir de modo equivocado la dignidad del sacerdocio, olvidando que ésta se expresa esencialmente en el trabajo humilde y entregado y no en otro tipo de dinámicas; el acrítico “se hace lo que se puede”, que en ocasiones nos convierte en conformistas y acabamos aceptando como bueno cualquier proyecto o cualquier opción o resultado; el poco discernido buen deseo de igualdad y cercanía –o de normalidad- que acaba por hacernos insignificantes para aquellos para quienes debiéramos ser signos de algo mayor que nos desborda. Somos hijos de Calasanz, que supo vivir su sacerdocio desde la humildad, desde la entrega desinteresada, desde la cercanía a los niños, desde una gran exigencia en los procesos educativos y pastorales y, sin duda, desde una extraordinaria identificación con Cristo.

4. Este año sacerdotal nos puede ayudar a “orientar nuestras antenas” para percibir algunas llamadas especialmente significativas para nuestra vocación. Cito algunas que personalmente me preocupan más: mejorar en nuestra capacidad para acercar a los jóvenes a la experiencia cristiana; ser mejores iniciadores y acompañantes de la fe de los pequeños y de los jóvenes; dar respuestas más certeras a las necesidades que nuestra Iglesia tiene en relación con la transmisión de la fe; colocar entre nuestras prioridades la creación y animación de comunidades cristianas escolapias que puedan ser referencia de vida cristiana para las jóvenes generaciones; ser especialmente sensibles a la misión de suscitar y proponer la vocación religiosa y sacerdotal escolapia a nuestros jóvenes; prepararnos más en serio para aquellos servicios para los que somos más necesarios como sacerdotes y educadores escolapios; tratar de que las Demarcaciones de la Orden, en lo posible, faciliten a nuestros religiosos una mejor preparación en aquellas áreas que tienen más que ver con nuestro ministerio y, en definitiva, hacer un esfuerzo por detectar las llamadas que recibimos y las respuestas que podemos dar.

5. Sería muy bueno que las Demarcaciones aprovecharan el año para facilitar que odos nosotros tengamos la oportunidad de “reavivar el don de Dios recibido por la imposición de manos” (2 Tim 1, 6). Sin duda, son muchas las cosas que podemos hacer y pienso que, al preparar los planes de formación permanente (entendida como debe ser, como generación de procesos de crecimiento vocacional) pensemos un poco en esta dirección. Propongo algunas sugerencias sencillas: dedicar una jornada demarcacional a celebrar el don del sacerdocio entre nosotros; que cada uno pensemos, sea cual sea nuestra edad, en qué puedo y debo crecer en la vivencia de mi sacerdocio; aprovechar las posibles ordenaciones sacerdotales que se celebren este año para ayudar a que todas las personas que forman parte de nuestras presencias escolapias las vivan como una buena oportunidad para su fe; leer un buen libro sobre el sacerdocio; dedicar alguna reunión de comunidad a reflexionar sobre las llamadas e interrogantes que recibimos de los jóvenes sobre el tipo de sacerdotes escolapios que necesitan; orientar desde el sacerdocio los ejercicios espirituales de este año, y tantas otras cosas que podemos hacer.

6. ¿Qué fruto podemos esperar los escolapios de este año sacerdotal? Sin duda que cada uno de nosotros tenemos nuestra propia sensibilidad y apostaríamos por un fruto u otro. Yo quiero aportar uno, bien concreto, basado en el que, al menos para mí, es el mejor icono del sacerdocio que aparece en el evangelio: el Buen Pastor (Jn 10). Os hablo de lo que en la tradición de la Iglesia se ha llamado “celo apostólico” y que nosotros podríamos llamar de muchas maneras: pasión por la misión, entrega radical, dedicación plena, o como queráis. Os hablo del sacerdote entusiasmado por su ministerio que lo vive plenamente en todas las facetas de su vida y que, por encima de todo, se caracteriza por su entrega a las personas a las que Dios le envía, en nuestro caso niños, niñas y jóvenes, especialmente los más necesitados. Me gustaría que nos viéramos reflejados en este “buen pastor” que “llama a las ovejas por su nombre” y que “va por delante de ellas” y del que “ellas conocen su voz y por eso le siguen”. Me gustaría que pensáramos en ese buen pastor que “trabaja para que las ovejas tengan vida” o que “da su vida por ellas”. Ese “buen pastor” será, sin duda, llamada y testimonio para los jóvenes que se sienten llamados a la vocación escolapia, tal y como Calasanz pedía a los suyos: “Enseñen con esmero, sin hacer diferencias entre los alumnos, mostrando con todos talante de padre, enseñando con afecto. Así los alumnos verán que lo hacen por su bien”.

7. Una palabra final para los jóvenes que estáis viviendo vuestros primeros años como escolapios y que os preparáis para, en su día, ser sacerdotes en las Escuelas Pías. No penséis nunca en el sacerdocio como una meta o como el final de un camino; no penséis en el sacerdocio como un añadido a vuestra vocación escolapia, no lo comprendáis como una función o una tarea. Vedlo siempre como lo veía Calasanz: “Exhortamos y rogamos a todos los Ministros que recuerden que ocupan el lugar de aquel Señor que siendo riquísimo se hizo pobre para enriquecer a sus hijos”.


Mi recuerdo especialmente dedicado a Peter, Marcel, Ion, Israel, Jesús, Fernando, Melvin, Géza, Jacek, Rafał, Łukasz, Guy Sibile, Kumar, Anthony Vinto, Siluvadasan, Joy Kutty, Joseph Ojus, Shaji, Anthony Reddy, Guillermo, Nelson, Hilario, José Cruz, Andres, Domie, Manuel, Randy, Melvin, Juan Carlos, Julio Alberto, José Guadalupe (y seguro que algunos más cuya ordenación aún no nos ha sido comunicada). Os deseo que viváis en profundidad vuestra reciente o cercana ordenación sacerdotal y que podáis ser para todas las personas que os conozcan, testigos fieles de Jesucristo. Que Dios, que comenzó en vosotros la obra buena, Él mismo la lleve a término (Flp 1, 6). ¡Felicidades!

Ojalá este año sea para todos una oportunidad para cuidar un poco más nuestra vocación y para, sea cual sea nuestro modo de entender la vocación escolapia a la que nos sentimos llamados, identificarnos más y mejor con Jesús, el Buen Pastor.

Recibid un abrazo fraterno.
Pedro Aguado
Padre General

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Homilía en la clausura de la Asamblea para África (Benedicto XVI)

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA PARA LA CLAUSURA DE LA II ASAMBLEA ESPECIAL PARA ÁFRICA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica Vaticana
Domingo 25 de octubre de 2009

Venerados hermanos; Queridos hermanos y hermanas:

He aquí un mensaje de esperanza para África: lo acabamos de escuchar de la Palabra de Dios. Es el mensaje que el Señor de la historia no se cansa de renovar para la humanidad oprimida y sometida de cada época y de cada tierra, desde que reveló a Moisés su voluntad sobre los israelitas esclavos en Egipto: "He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto; he escuchado su clamor (...); conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo (...) y para subirlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel" (Ex 3, 7-8). ¿Cuál es esta tierra? ¿No es el Reino de la reconciliación, de la justicia y de la paz, al que está llamada la humanidad entera? El designio de Dios no cambia. Es lo mismo que profetizó Jeremías, en los magníficos oráculos denominados "Libro de la consolación", del que está tomada la primera lectura de hoy. Es un anuncio de esperanza para el pueblo de Israel, postrado por la invasión del ejército de Nabucodonosor, por la devastación del Jerusalén y del Templo, y por la deportación a Babilonia. Un mensaje de alegría para el "resto" de los hijos de Jacob, que anuncia un futuro para ellos, porque el Señor los volverá a conducir a su tierra, a través de un camino recto y fácil. Las personas necesitadas de apoyo, como el ciego y el cojo, la mujer embarazada y la parturienta, experimentarán la fuerza y la ternura del Señor: él es un padre para Israel, dispuesto a cuidar de él como su primogénito (cf. Jr 31, 7-9).

El designio de Dios no cambia. A través de los siglos y de las vicisitudes de la historia, apunta siempre a la misma meta: el Reino de la libertad y de la paz para todos. Y esto implica su predilección por cuantos están privados de libertad y de paz, por cuantos han visto violada su dignidad de personas humanas. Pensamos en particular en los hermanos y hermanas que en África sufren pobreza, enfermedades, injusticias, guerras y violencias, y emigraciones forzadas. Estos hijos predilectos del Padre celestial son como el ciego del Evangelio, Bartimeo, que "mendigaba sentado junto al camino" (Mc 10, 46) a las puertas de Jericó. Precisamente por ese camino pasa Jesús Nazareno. Es el camino que lleva a Jerusalén, donde se consumará la Pascua, su Pascua sacrificial, a la que se encamina el Mesías por nosotros. Es el camino de su éxodo que es también el nuestro: el único camino que lleva a la tierra de la reconciliación, de la justicia y de la paz. En ese camino el Señor encuentra a Bartimeo, que ha perdido la vista. Sus caminos se cruzan, se convierten en un único camino. "¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!", grita el ciego con confianza. Replica Jesús: "¡Llamadlo!", y añade: "¿Qué quieres que te haga?". Dios es luz y creador de la luz. El hombre es hijo de la luz, está hecho para ver la luz, pero ha perdido la vista, y se ve obligado a mendigar. Junto a él pasa el Señor, que se ha hecho mendigo por nosotros: sediento de nuestra fe y de nuestro amor. "¿Qué quieres que te haga?". Dios lo sabe, pero pregunta; quiere que sea el hombre quien hable. Quiere que el hombre se ponga de pie, que encuentre el valor de pedir lo que le corresponde por su dignidad. El Padre quiere oír de la voz misma de su hijo la libre voluntad de ver de nuevo la luz, la luz para la que lo ha creado. "Rabbuní, ¡que vea!". Y Jesús le dice: "Vete, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista y lo seguía por el camino" (Mc 10, 51-52).

Queridos hermanos, demos gracias porque este "misterioso encuentro entre nuestra pobreza y la grandeza" de Dios se ha realizado también en la Asamblea sinodal para África que hoy concluye. Dios ha renovado su llamada: "¡Ánimo! ¡Levántate!" (Mc 10, 49). Y también la Iglesia que está en África, a través de sus pastores, llegados de todos los países del continente, de Madagascar y de las demás islas, ha acogido el mensaje de esperanza y la luz para avanzar por el camino que lleva al reino de Dios. "Vete, tu fe te ha salvado" (Mc 10, 52). Sí, la fe en Jesucristo —cuando se entiende bien y se practica— guía a los hombres y a los pueblos a la libertad en la verdad o, por usar las tres palabras del tema sinodal, a la reconciliación, a la justicia y a la paz. Bartimeo que, curado, sigue a Jesús por el camino, es imagen de la humanidad que, iluminada por la fe, se pone en camino hacia la tierra prometida. Bartimeo se convierte a su vez en testigo de la luz, narrando y demostrando en primera persona que había sido curado, renovado y regenerado. Esto es la Iglesia en el mundo: comunidad de personas reconciliadas, artífices de justicia y de paz; "sal y luz" en medio de la sociedad de los hombres y de las naciones. Por eso el Sínodo ha reafirmado con fuerza —y lo ha manifestado— que la Iglesia es familia de Dios, en la que no pueden subsistir divisiones de tipo étnico, lingüístico o cultural. Testimonios conmovedores nos han mostrado que, incluso en los momentos más tenebrosos de la historia humana, el Espíritu Santo actúa y transforma los corazones de las víctimas y de los perseguidores para que se reconozcan hermanos. La Iglesia reconciliada es una poderosa levadura de reconciliación en cada país y en todo el continente africano.

La segunda lectura nos ofrece otra perspectiva: la Iglesia, comunidad que sigue a Cristo por el camino del amor, tiene una forma sacerdotal. La categoría del sacerdocio, como clave de interpretación del misterio de Cristo, y en consecuencia de la Iglesia, fue introducida en el Nuevo Testamento por el autor de la Carta a los Hebreos. Su intuición parte del Salmo 110, citado en el pasaje de hoy, donde el Señor Dios, con juramento solemne, asegura al Mesías: "Tu eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec" (v. 4). Esa referencia recuerda otra, tomada del Salmo 2, en la que el Mesías anuncia el decreto del Señor que dice de él: "Tu eres mi hijo, yo te he engendrado hoy" (v. 7). De estos textos deriva la atribución a Jesucristo del carácter sacerdotal, no en sentido genérico, sino más bien "según el rito de Melquisedec", es decir, el sacerdocio sumo y eterno, cuyo origen no es humano sino divino. Si todo sumo sacerdote "es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios" (Hb 5, 1), solo él, Cristo, el Hijo de Dios, posee un sacerdocio que se identifica con su propia Persona, un sacerdocio singular y trascendente, del que depende la salvación universal. Cristo ha transmitido su sacerdocio a la Iglesia mediante el Espíritu Santo; por lo tanto, la Iglesia tiene en sí misma, en cada miembro, en virtud del Bautismo, un carácter sacerdotal. Pero el sacerdocio de Jesucristo —este es un aspecto decisivo— ya no es principalmente ritual, sino existencial. La dimensión del rito no queda abolida, pero, como se manifiesta claramente en la institución de la Eucaristía, toma significado del misterio pascual, que lleva a cumplimiento los sacrificios antiguos y los supera. Así nacen a la vez un nuevo sacrificio, un nuevo sacerdocio y también un nuevo templo, y los tres coinciden con el misterio de Jesucristo. La Iglesia, unida a él mediante los sacramentos, prolonga su acción salvífica, permitiendo a los hombres ser curados por la fe, como el ciego Bartimeo. Así la comunidad eclesial, siguiendo las huellas de su Maestro y Señor, está llamada a recorrer decididamente el camino del servicio, a compartir hasta el fondo la condición de los hombres y las mujeres de su tiempo, para testimoniar a todos el amor de Dios y así sembrar esperanza.

Queridos amigos, este mensaje de salvación la Iglesia lo transmite conjugando siempre la evangelización y la promoción humana. Tomemos, por ejemplo, la histórica encíclica Populorum progressio: lo que el siervo de Dios Pablo VI elaboró en forma de reflexión los misioneros lo han realizado y lo siguen realizando sobre el terreno, promoviendo un desarrollo respetuoso de las culturas locales y del medio ambiente, según una lógica que ahora, después de más de 40 años, parece la única que puede permitir a los pueblos africanos salir de la esclavitud del hambre y de las enfermedades. Esto significa transmitir el anuncio de esperanza según una "forma sacerdotal", es decir, viviendo en primera persona el Evangelio, intentando traducirlo en proyectos y realizaciones coherentes con el principio dinámico fundamental, que es el amor. En estas tres semanas, la II Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos ha confirmado lo que mi venerado predecesor Juan Pablo II ya había puesto de relieve, y que yo también quise profundizar en la reciente encíclica Caritas in veritate: es necesario renovar el modelo de desarrollo global, de modo que sea capaz de "incluir a todos los pueblos y no solamente a los adecuadamente dotados" (n. 39). Todo lo que la doctrina social de la Iglesia ha sostenido siempre desde su visión del hombre y de la sociedad, hoy lo requiere también de la globalización (cf. ib.). Esta —conviene recordarlo— no se ha de entender de forma fatalista, como si sus dinámicas fueran producidas por fuerzas anónimas impersonales e independientes de la voluntad humana. La globalización es una realidad humana y como tal modificable según los diversos enfoques culturales. La Iglesia trabaja con su concepción personalista y comunitaria, para orientar el proceso en términos de relacionalidad, de fraternidad y de participación (cf. ib., 42).

"¡Ánimo, levántate!". Así el Señor de la vida y de la esperanza se dirige hoy a la Iglesia y a las poblaciones africanas, al término de estas semanas de reflexión sinodal. Levántate, Iglesia en África, familia de Dios, porque te llama el Padre celestial a quien tus antepasados invocaban como Creador antes de conocer su cercanía misericordiosa, que se reveló en su Hijo unigénito, Jesucristo. Emprende el camino de una nueva evangelización con la valentía que procede del Espíritu Santo. La urgente acción evangelizadora, de la que tanto se ha hablado en estos días, conlleva también un apremiante llamamiento a la reconciliación, condición indispensable para instaurar en África relaciones de justicia entre los hombres y para construir una paz justa y duradera en el respeto de cada individuo y de cada pueblo; una paz que necesita y se abre a la aportación de todas las personas de buena voluntad más allá de sus respectivas pertenencias religiosas, étnicas, lingüísticas, culturales y sociales. En esta ardua misión tú, Iglesia peregrina en el África del tercer milenio, no estás sola. Te acompaña con la oración y la solidaridad activa toda la Iglesia católica, y desde el cielo te acompañan los santos y las santas africanos que han dado testimonio de plena fidelidad a Cristo con la vida, a veces hasta el martirio.

¡Ánimo! Levántate, continente africano, tierra que acogió al Salvador del mundo cuando de niño tuvo que refugiarse con José y María en Egipto para salvar su vida de la persecución del rey Herodes. Acoge con renovado entusiasmo el anuncio del Evangelio para que el rostro de Cristo ilumine con su esplendor las múltiples culturas y lenguajes de tus poblaciones. Mientras ofrece el pan de la Palabra y de la Eucaristía, la Iglesia se esfuerza por lograr, con todos los medios de que dispone, que a ningún africano le falte el pan de cada día. Por esto, junto a la obra de primera urgencia de la evangelización, los cristianos participan activamente en las intervenciones de promoción humana.

Queridos padres sinodales, al término de estas reflexiones, deseo dirigiros mi saludo más cordial, agradeciéndoos vuestra edificante participación. De regreso a casa, vosotros, pastores de la Iglesia en África, llevad mi bendición a vuestras comunidades. Transmitid a todos el llamamiento que ha resonado con frecuencia en este Sínodo a la reconciliación, a la justicia y a la paz. Mientras concluye la Asamblea sinodal no puedo dejar de renovar mi vivo reconocimiento al secretario general del Sínodo de los obispos y a todos sus colaboradores. Asimismo expreso mi agradecimiento a los coros de la comunidad nigeriana de Roma y del Colegio etíope, que contribuyen a la animación de esta liturgia. Y, por último, quiero dar las gracias a cuantos han acompañado los trabajos sinodales con la oración. Que la Virgen María os recompense a todos y cada uno, y obtenga a la Iglesia en África crecer en todos los lugares de ese gran continente, difundiendo por doquier la "sal" y la "luz" del Evangelio.

© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana

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Homilía apertura II Asamblea para África (Benedicto XVI)

CAPILLA PAPAL PARA
LA APERTURA DE LA II ASAMBLEA ESPECIAL PARA ÁFRICA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica de San Pedro
Domingo 4 de octubre de 2009

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; ilustres señores y señoras; queridos hermanos y hermanas:

Pax vobis! - ¡Paz a vosotros! Con este saludo litúrgico me dirijo a todos vosotros, reunidos en la basílica vaticana, donde hace quince años, el 10 de abril de 1994, el siervo de Dios Juan Pablo II abrió la primera Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos. El hecho de que hoy nos encontremos aquí para inaugurar la segunda significa que aquel fue un acontecimiento ciertamente histórico, pero no aislado. Fue el punto de llegada de un camino, que a continuación prosiguió, y que ahora llega a una nueva y significativa etapa de verificación y de relanzamiento. Alabemos al Señor por ello.

Doy mi más cordial bienvenida a los miembros de la Asamblea sinodal, que concelebran conmigo esta santa Eucaristía, a los expertos y a los oyentes, en particular a cuantos provienen de la tierra africana. Saludo con especial reconocimiento al secretario general del Sínodo y a sus colaboradores. Me alegra mucho la presencia entre nosotros de Su Santidad Abuna Paulos, patriarca de la Iglesia ortodoxa Tewahedo de Etiopía, a quien doy las gracias cordialmente, y de los delegados fraternos de las demás Iglesias y de las comunidades eclesiales. Me complace también acoger a las autoridades civiles y a los señores embajadores que han querido participar en este momento; saludo con afecto a los sacerdotes, a las religiosas y los religiosos, a los representantes de organismos, movimientos y asociaciones, y al coro congolés que, junto con la Capilla Sixtina, anima nuestra celebración eucarística.

Las lecturas bíblicas de este domingo hablan del matrimonio. Pero, más estrictamente, hablan del proyecto de la creación, del origen y, por lo tanto, de Dios. En este plano converge también la segunda lectura, tomada de la Carta a los Hebreos, donde dice: "Tanto el santificador —es decir, Jesucristo— como los santificados —es decir, los hombres— tienen todos el mismo origen. Por eso no se avergüenza de llamarles hermanos" (Hb 2, 11). Así pues, del conjunto de las lecturas destaca de manera evidente el primado de Dios Creador, con la perenne validez de su impronta originaria y la precedencia absoluta de su señorío, ese señorío que los niños saben acoger mejor que los adultos, por lo que Jesús los indica como modelo para entrar en el reino de los cielos (cf. Mc 10, 13-15). Ahora bien, el reconocimiento del señorío absoluto de Dios es ciertamente uno de los rasgos relevantes y unificadores de la cultura africana. Naturalmente en África existen múltiples y diversas culturas, pero todas parecen concordar en este punto: Dios es el Creador y la fuente de la vida. Pero la vida, como sabemos bien, se manifiesta primariamente en la unión entre el hombre y la mujer y en el nacimiento de los hijos; por tanto, la ley divina, inscrita en la naturaleza, es más fuerte y preeminente que cualquier ley humana, según la afirmación clara y concisa de Jesús: "Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre" (Mc 10, 9). La perspectiva no es ante todo moral: antes que al deber, se refiere al ser, al orden inscrito en la creación.

Queridos hermanos y hermanas, en este sentido la liturgia de la Palabra de hoy —más allá de la primera impresión— se revela especialmente adecuada para acompañar la apertura de una Asamblea sinodal dedicada a África. Quiero subrayar en particular algunos aspectos que emergen con fuerza y que interpelan el trabajo que nos espera. El primero, ya mencionado: el primado de Dios, Creador y Señor. El segundo: el matrimonio. El tercero: los niños. Sobre el primer aspecto, África es depositaria de un tesoro inestimable para el mundo entero: su profundo sentido de Dios, que he podido percibir directamente en los encuentros con los obispos africanos en visita ad limina y más todavía en el reciente viaje apostólico a Camerún y Angola, del que conservo un grato y emocionante recuerdo. Es precisamente a esta peregrinación en tierra africana a la que desearía remitirme, porque en aquellos días abrí idealmente esta Asamblea sinodal, entregando el Instrumentum laboris a los presidentes de las Conferencias episcopales y a los máximos responsables de los Sínodos de los obispos de las Iglesias orientales católicas.

Cuando se habla de tesoros de África, enseguida se piensa en los recursos en los que su territorio es rico y que desgraciadamente se han convertido y a veces siguen siendo motivo de explotación, de conflictos y de corrupción. En cambio la Palabra de Dios nos hace contemplar otro patrimonio: el espiritual y cultural, que la humanidad necesita más todavía que las materias primas. "Pues —diría Jesús —¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?" (Mc 8, 36). Desde este punto de vista, África representa un inmenso "pulmón" espiritual para una humanidad que se halla en crisis de fe y esperanza. Pero este "pulmón" puede enfermar. Y por el momento al menos dos peligrosas patologías están haciendo mella en él: ante todo, una enfermedad ya extendida en el mundo occidental, es decir, el materialismo práctico, combinado con el pensamiento relativista y nihilista. Sin entrar en el análisis de la génesis de estos males del espíritu, es indiscutible que a veces el llamado "primer" mundo ha exportado, y sigue exportando, residuos espirituales tóxicos que contagian a las poblaciones de otros continentes, en especial las africanas. En este sentido el colonialismo, ya concluido en el plano político, jamás ha acabado del todo. Pero precisamente en esta misma perspectiva hay que señalar un segundo "virus" que podría afectar también a África, o sea, el fundamentalismo religioso, mezclado con intereses políticos y económicos. Grupos que se remiten a diferentes pertenencias religiosas se están difundiendo en el continente africano; lo hacen en nombre de Dios, pero según una lógica opuesta a la divina, es decir, enseñando y practicando no el amor y el respeto a la libertad, sino la intolerancia y la violencia.

En cuanto al tema del matrimonio, el texto del capítulo 2 del Libro del Génesis ha recordado el perenne fundamento, que Jesús mismo ha confirmado: "Por ello dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne" (Gn 2, 24). ¿Cómo no recordar el admirable ciclo de catequesis que el siervo de Dios Juan Pablo II dedicó a este tema, a partir de una exégesis muy profunda de este texto bíblico? Hoy, proponiéndonoslo precisamente en la apertura del Sínodo, la liturgia nos ofrece la luz sobreabundante de la verdad revelada y encarnada de Cristo, con la cual se puede considerar la compleja temática del matrimonio en el contexto africano eclesial y social. Pero también con respecto a este punto deseo recordar brevemente una idea que precede a toda reflexión e indicación de tipo moral, y que enlaza de nuevo con el primado del sentido de lo sagrado y de Dios. El matrimonio, como la Biblia lo presenta, no existe fuera de la relación con Dios. La vida conyugal entre el hombre y la mujer, y por lo tanto de la familia que de ella se genera, está inscrita en la comunión con Dios y, a la luz del Nuevo Testamento, se transforma en imagen del Amor trinitario y sacramento de la unión de Cristo con la Iglesia. En la medida en que custodia y desarrolla su fe, África hallará inmensos recursos para dar en beneficio de la familia fundada en el matrimonio.

Incluyendo en el pasaje evangélico también el texto sobre Jesús y los niños (Mc 10, 13-15), la liturgia nos invita a tener presente desde ahora, en nuestra solicitud pastoral, la realidad de la infancia, que constituye una parte grande y por desgracia doliente de la población africana. En la escena de Jesús que acoge a los niños, oponiéndose con desdén a los discípulos mismos que querían alejarlos, vemos la imagen de la Iglesia que en África, y en cualquier otra parte de la tierra, manifiesta su maternidad sobre todo hacia los más pequeños, también cuando no han nacido aún. Como el Señor Jesús, la Iglesia no ve en ellos principalmente destinatarios de asistencia, y todavía menos de pietismo o de instrumentalización, sino a personas de pleno derecho, cuyo modo de ser indica el camino real para entrar en el reino de Dios, es decir, el de abandonarse sin condiciones a su amor.

Queridos hermanos, estas indicaciones provenientes de la Palabra de Dios se insertan en el amplio horizonte de la Asamblea sinodal que hoy comienza, y que se enlaza con la dedicada anteriormente al continente africano, cuyos frutos fueron presentados por el Papa Juan Pablo II, de venerada memoria, en la exhortación apostólica Ecclesia in Africa. Sigue siendo naturalmente válida y actual la tarea primaria de la evangelización, es más, de una nueva evangelización que tenga en cuenta los rápidos cambios sociales de nuestra época y el fenómeno de la globalización mundial. Lo mismo se debe decir de la decisión pastoral de edificar la Iglesia como familia de Dios (cf. ib., 63). En esta gran estela se sitúa la segunda Asamblea, cuyo tema es: "La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, de la justicia y de la paz. "Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo" (Mt 5, 13.14)". En los últimos años la Iglesia católica en África ha conocido un gran dinamismo, y la Asamblea sinodal es ocasión para dar gracias al Señor por ello. Y puesto que el crecimiento de la comunidad eclesial en todos los campos implica también desafíos ad intra y ad extra, el Sínodo es un momento propicio para replantearse la actividad pastoral y renovar el impulso de evangelización. Para ser luz del mundo y sal de la tierra hay que aspirar siempre a la "medida elevada" de la vida cristiana, es decir, a la santidad. Los pastores y todos los miembros de la comunidad eclesial están llamados a ser santos; los fieles laicos están llamados a difundir el buen olor de la santidad en la familia, en los lugares de trabajo, en la escuela y en cualquier otro ámbito social y político. Que la Iglesia en África sea siempre una familia de auténticos discípulos de Cristo, donde la diferencia entre etnias se convierta en motivo y estímulo para un recíproco enriquecimiento humano y espiritual.

Con su obra de evangelización y promoción humana, la Iglesia puede ciertamente aportar en África una gran contribución para toda la sociedad, que lamentablemente conoce en varios países pobreza, injusticias, violencias y guerras. La Iglesia, comunidad de personas reconciliadas con Dios y entre sí, tiene la vocación de ser profecía y fermento de reconciliación entre los distintos grupos étnicos, lingüísticos y también religiosos, dentro de cada una de las naciones y en todo el continente. La reconciliación, don de Dios que los hombres deben implorar y acoger, es fundamento estable para construir la paz, condición indispensable del auténtico progreso de los hombres y de la sociedad, según el proyecto de justicia querido por Dios. Así, África, abierta a la gracia redentora del Señor resucitado, será iluminada cada vez más por su luz y, dejándose guiar por el Espíritu Santo, se convertirá en una bendición para la Iglesia universal, aportando su propia y cualificada contribución a la edificación de un mundo más justo y fraterno.

Queridos padres sinodales, gracias por la aportación que cada uno de vosotros dará a los trabajos de las próximas semanas, que serán para nosotros una renovada experiencia de comunión fraterna que redundará en beneficio de toda la Iglesia, especialmente en el contexto de este Año sacerdotal. Y a vosotros, queridos hermanos y hermanas, os ruego que nos acompañéis con vuestra oración. Lo pido a los presentes; lo pido a los monasterios de clausura y a las comunidades religiosas extendidas en África y en todas las partes del mundo, a las parroquias y a los movimientos, a los enfermos y a los que sufren: pido a todos que recéis para que el Señor haga fructífera esta segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos. Invocamos sobre ella la protección de san Francisco de Asís, a quien hoy recordamos, de todos los santos y santas africanos y, de manera especial, de la santísima Virgen María, Madre de la Iglesia y Nuestra Señora de África. Amén.

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