MAGISTERIO
Saturday, April 28, 2012
ENCUENTRO A LOS NIÑOS, MÉXICO (Benedicto XIi, III.2012))
Tuesday, February 28, 2012
Cuaresma 2012 (Benedicto XVI)
Queridos hermanos y hermanas
La Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad de reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad. En efecto, este es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitario. Se trata de un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.
Este año deseo proponer algunas reflexiones a la luz de un breve texto bíblico tomado de la Carta a los Hebreos: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10,24). Esta frase forma parte de una perícopa en la que el escritor sagrado exhorta a confiar en Jesucristo como sumo sacerdote, que nos obtuvo el perdón y el acceso a Dios. El fruto de acoger a Cristo es una vida que se despliega según las tres virtudes teologales: se trata de acercarse al Señor «con corazón sincero y llenos de fe» (v. 22), de mantenernos firmes «en la esperanza que profesamos» (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los hermanos «la caridad y las buenas obras» (v. 24). Asimismo, se afirma que para sostener esta conducta evangélica es importante participar en los encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad, mirando a la meta escatológica: la comunión plena en Dios (v. 25). Me detengo en el versículo 24, que, en pocas palabras, ofrece una enseñanza preciosa y siempre actual sobre tres aspectos de la vida cristiana: la atención al otro, la reciprocidad y la santidad personal.
1 “Fijémonos”: la responsabilidad para con el hermano.
El primer elemento es la invitación a «fijarse»: el verbo griego usado es katanoein, que significa observar bien, estar atentos, mirar conscientemente, darse cuenta de una realidad. Lo encontramos en el Evangelio, cuando Jesús invita a los discípulos a «fijarse» en los pájaros del cielo, que no se afanan y son objeto de la solícita y atenta providencia divina (cf. Lc 12,24), y a «reparar» en la viga que hay en nuestro propio ojo antes de mirar la brizna en el ojo del hermano (cf. Lc 6,41). Lo encontramos también en otro pasaje de la misma Carta a los Hebreos, como invitación a «fijarse en Jesús» (cf. 3,1), el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe. Por tanto, el verbo que abre nuestra exhortación invita a fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos los unos a los otros, a no mostrarse extraños, indiferentes a la suerte de los hermanos. Sin embargo, con frecuencia prevalece la actitud contraria: la indiferencia o el desinterés, que nacen del egoísmo, encubierto bajo la apariencia del respeto por la «esfera privada». También hoy resuena con fuerza la voz del Señor que nos llama a cada uno de nosotros a hacernos cargo del otro. Hoy Dios nos sigue pidiendo que seamos «guardianes» de nuestros hermanos (cf. Gn 4,9), que entablemos relaciones caracterizadas por el cuidado reciproco, por la atención al bien del otro y a todo su bien. El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos en humanidad y, en muchos casos, también en la fe, debe llevarnos a ver en el otro a un verdadero alter ego, a quien el Señor ama infinitamente. Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón. El Siervo de Dios Pablo VI afirmaba que el mundo actual sufre especialmente de una falta de fraternidad: «El mundo está enfermo. Su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos» (Carta. enc. Populorum progressio [26 de marzo de 1967], n. 66).
La atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos los aspectos: físico, moral y espiritual. La cultura contemporánea parece haber perdido el sentido del bien y del mal, por lo que es necesario reafirmar con fuerza que el bien existe y vence, porque Dios es «bueno y hace el bien» (Sal 119,68). El bien es lo que suscita, protege y promueve la vida, la fraternidad y la comunión. La responsabilidad para con el prójimo significa, por tanto, querer y hacer el bien del otro, deseando que también él se abra a la lógica del bien; interesarse por el hermano significa abrir los ojos a sus necesidades. La Sagrada Escritura nos pone en guardia ante el peligro de tener el corazón endurecido por una especie de «anestesia espiritual» que nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás. El evangelista Lucas refiere dos parábolas de Jesús, en las cuales se indican dos ejemplos de esta situación que puede crearse en el corazón del hombre. En la parábola del buen Samaritano, el sacerdote y el levita «dieron un rodeo», con indiferencia, delante del hombre al cual los salteadores habían despojado y dado una paliza (cf. Lc 10,30-32), y en la del rico epulón, ese hombre saturado de bienes no se percata de la condición del pobre Lázaro, que muere de hambre delante de su puerta (cf. Lc 16,19). En ambos casos se trata de lo contrario de «fijarse», de mirar con amor y compasión. ¿Qué es lo que impide esta mirada humana y amorosa hacia el hermano? Con frecuencia son la riqueza material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las propias preocupaciones a todo lo demás. Nunca debemos ser incapaces de «tener misericordia» para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre. En cambio, precisamente la humildad de corazón y la experiencia personal del sufrimiento pueden ser la fuente de un despertar interior a la compasión y a la empatía: «El justo reconoce los derechos del pobre, el malvado es incapaz de conocerlos» (Pr 29,7). Se comprende así la bienaventuranza de «los que lloran» (Mt 5,4), es decir, de quienes son capaces de salir de sí mismos para conmoverse por el dolor de los demás. El encuentro con el otro y el hecho de abrir el corazón a su necesidad son ocasión de salvación y de bienaventuranza.
El «fijarse» en el hermano comprende además la solicitud por su bien espiritual. Y aquí deseo recordar un aspecto de la vida cristiana que a mi parecer ha caído en el olvido: la corrección fraterna con vistas a la salvación eterna. Hoy somos generalmente muy sensibles al aspecto del cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual para con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos y en las comunidades verdaderamente maduras en la fe, en las que las personas no sólo se interesaban por la salud corporal del hermano, sino también por la de su alma, por su destino último. En la Sagrada Escritura leemos: «Reprende al sabio y te amará. Da consejos al sabio y se hará más sabio todavía; enseña al justo y crecerá su doctrina» (Pr 9,8ss). Cristo mismo nos manda reprender al hermano que está cometiendo un pecado (cf. Mt 18,15). El verbo usado para definir la corrección fraterna —elenchein—es el mismo que indica la misión profética, propia de los cristianos, que denuncian una generación que se entrega al mal (cf. Ef 5,11). La tradición de la Iglesia enumera entre las obras de misericordia espiritual la de «corregir al que se equivoca». Es importante recuperar esta dimensión de la caridad cristiana. Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud de aquellos cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se adecúan a la mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del bien. Sin embargo, lo que anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de condena o recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la misericordia, y brota de la verdadera solicitud por el bien del hermano. El apóstol Pablo afirma: «Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado» (Ga 6,1). En nuestro mundo impregnado de individualismo, es necesario que se redescubra la importancia de la corrección fraterna, para caminar juntos hacia la santidad. Incluso «el justo cae siete veces» (Pr 24,16), dice la Escritura, y todos somos débiles y caemos (cf. 1 Jn 1,8). Por lo tanto, es un gran servicio ayudar y dejarse ayudar a leer con verdad dentro de uno mismo, para mejorar nuestra vida y caminar cada vez más rectamente por los caminos del Señor. Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cf. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros.
2. “Los unos en los otros”: el don de la reciprocidad.
Este ser «guardianes» de los demás contrasta con una mentalidad que, al reducir la vida sólo a la dimensión terrena, no la considera en perspectiva escatológica y acepta cualquier decisión moral en nombre de la libertad individual. Una sociedad como la actual puede llegar a ser sorda, tanto ante los sufrimientos físicos, como ante las exigencias espirituales y morales de la vida. En la comunidad cristiana no debe ser así. El apóstol Pablo invita a buscar lo que «fomente la paz y la mutua edificación» (Rm 14,19), tratando de «agradar a su prójimo para el bien, buscando su edificación» (ib. 15,2), sin buscar el propio beneficio «sino el de la mayoría, para que se salven» (1 Co 10,33). Esta corrección y exhortación mutua, con espíritu de humildad y de caridad, debe formar parte de la vida de la comunidad cristiana.
Los discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de un solo cuerpo. Esto significa que el otro me pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación. Aquí tocamos un elemento muy profundo de la comunión: nuestra existencia está relacionada con la de los demás, tanto en el bien como en el mal; tanto el pecado como las obras de caridad tienen también una dimensión social. En la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se verifica esta reciprocidad: la comunidad no cesa de hacer penitencia y de invocar perdón por los pecados de sus hijos, pero al mismo tiempo se alegra, y continuamente se llena de júbilo por los testimonios de virtud y de caridad, que se multiplican. «Que todos los miembros se preocupen los unos de los otros» (1 Co 12,25), afirma san Pablo, porque formamos un solo cuerpo. La caridad para con los hermanos, una de cuyas expresiones es la limosna —una típica práctica cuaresmal junto con la oración y el ayuno—, radica en esta pertenencia común. Todo cristiano puede expresar en la preocupación concreta por los más pobres su participación del único cuerpo que es la Iglesia. La atención a los demás en la reciprocidad es también reconocer el bien que el Señor realiza en ellos y agradecer con ellos los prodigios de gracia que el Dios bueno y todopoderoso sigue realizando en sus hijos. Cuando un cristiano se percata de la acción del Espíritu Santo en el otro, no puede por menos que alegrarse y glorificar al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,16).
3. “Para estímulo de la caridad y las buenas obras”: caminar juntos en la santidad.
Esta expresión de la Carta a los Hebreos (10, 24) nos lleva a considerar la llamada universal a la santidad, el camino constante en la vida espiritual, a aspirar a los carismas superiores y a una caridad cada vez más alta y fecunda (cf. 1 Co 12,31-13,13). La atención recíproca tiene como finalidad animarse mutuamente a un amor efectivo cada vez mayor, «como la luz del alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Pr 4,18), en espera de vivir el día sin ocaso en Dios. El tiempo que se nos ha dado en nuestra vida es precioso para descubrir y realizar buenas obras en el amor de Dios. Así la Iglesia misma crece y se desarrolla para llegar a la madurez de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13). En esta perspectiva dinámica de crecimiento se sitúa nuestra exhortación a animarnos recíprocamente para alcanzar la plenitud del amor y de las buenas obras.
Lamentablemente, siempre está presente la tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu, de negarse a «comerciar con los talentos» que se nos ha dado para nuestro bien y el de los demás (cf. Mt 25,25ss). Todos hemos recibido riquezas espirituales o materiales útiles para el cumplimiento del plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación personal (cf. Lc 12,21b; 1 Tm 6,18). Los maestros de espiritualidad recuerdan que, en la vida de fe, quien no avanza, retrocede. Queridos hermanos y hermanas, aceptemos la invitación, siempre actual, de aspirar a un «alto grado de la vida cristiana» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte [6 de enero de 2001], n. 31). Al reconocer y proclamar beatos y santos a algunos cristianos ejemplares, la sabiduría de la Iglesia tiene también por objeto suscitar el deseo de imitar sus virtudes. San Pablo exhorta: «Que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12,10).
Ante un mundo que exige de los cristianos un testimonio renovado de amor y fidelidad al Señor, todos han de sentir la urgencia de ponerse a competir en la caridad, en el servicio y en las buenas obras (cf. Hb 6,10). Esta llamada es especialmente intensa en el tiempo santo de preparación a la Pascua. Con mis mejores deseos de una santa y fecunda Cuaresma, os encomiendo a la intercesión de la Santísima Virgen María y de corazón imparto a todos la Bendición Apostólica.
Vaticano, 3 de noviembre de 2011
BENEDICTUS PP. XVI
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Saturday, December 24, 2011
HOMILIA DEL OBISPO DE LEÓN –Mnsr BOSCO VIVAS- EN LA LAVADA DE LA PLATA.
06 DE DICIEMBRE DEL 2011
Hermanos y hermanas: Aquí, en este santuario de la Madre de los Nicaragüenses, el Evangelio se hace un encuentro vivo de toda la familia eclesial junto a Cristo y bajo la mirada atenta y amorosa de la Madre Santísima. Aquí, sentimos la fe como algo nuestro, dinámico, consolador y transformante. No necesitamos (al estar aquí) demasiadas ideas; nos basta dejamos llevar por el impulso del Espíritu Santo hacia aquella a la que Cristo, desde la cruz, nos entregó y a la que fuimos confiados por Él. Es esta una experiencia que podemos testimoniar los que hemos venido aquí motivados por la fe. El contacto con lo Sagrado se hace en este lugar muy fuerte y motivador, así como el deseo del bien se convierte en propósito de mejorar la vida viviéndola en Cristo por medio de la Virgen.
En este Santo lugar, pues, creamos y aceptemos la experiencia de la presencia de Cristo entre nosotros y dejémonos cobijar por la purísima luz que irradia de la Virgen Madre que nos ve amorosamente en Dios.
¡Donde está Jesucristo nuestro Dios y Señor, está la Virgen y donde está la Virgen está su Hijo. No hay competencia indebida entre ellos! Todo es armonía. paz y belleza entre la Santísima Trinidad y su criatura humana predilecta.
La Virgen Madre del Mesías.
En la proclamación de la Palabra se nos anuncia a una Mujer y su descendencia en batalla contra el adversario de Dios. Es la primera página del Génesis, el primer Evangelio, (Buena Nueva) en la Biblia.
En San Lucas se nos afirma que esta profecía se ha cumplido cuando una Doncella llamada María concibe por obra del Espíritu Santo al Mesías prometido, un Hijo que es “Dios con nosotros” (Enmanuel) y que se llama Jesús (Salvador). Hay, pues, una unión indisoluble, por voluntad de Dios, entre el hijo y la madre que se anuncian y entre el Hijo y la Madre que realizan la profecía.
Ciertamente que entre el anuncio de la profecía y su realización transcurre mucho tiempo y sin embargo, ni el anuncio se apaga ni la esperanza desaparece de generación en generación. Este espacio y este tiempo lo llena la amorosa providencia de Dios con los seres humanos y la confianza que alientan los profetas en que esta Palabra se cumplirá en la plenitud de los tiempos. El amor providente de Dios se llama Gracia. La acogida de la Palabra de Dios de parte del ser humano se llama fe. Esta gracia y esta fe llegan a su cumbre de perfección en la que es llamada Bendita por haber creído, es decir, en Nuestra Señora.
Gran diferencia hay, sin embargo entre la página del Génesis y la del Evangelio. La primera es oscura, borrascosa y trágica, mientras la segunda es plácida y luminosa y serena (alegre).
Se nos enseña que las circunstancias más oscuras y tristes pueden ser trocadas en historia de salvación si Dios está con nosotros y como la Virgen María obedecemos su palabra.
De este don de la gracia que salva por el poder de Jesucristo si es aceptada por la fe nos ha hablado el apóstol San Pablo en su carta a los Efesios.
¡Cuánto amor tienes Señor a tu Santa Madre que has querido demostrar con tu propia vida lo unido que estás con tu Madre Inmaculada y lo mucho que te agrada verla amada y honrada por todos los redimidos con tu Sangre.
La Virgen María Madre de Misericordia
Los santos que hablan llenos del Espíritu de Dios nos dicen que es a través de la mediación maternal de la Virgen que se consiguen los mejores frutos espirituales de la vida cristiana. San Bernardo explica que es útil y provechoso hablar de la pureza y de la humildad de la Madre del Señor; pero nos mueve más a confiar en el Señor el pensar que es nuestra madre rica en bondad para con nosotros sus hijos enfermos y pecadores. Lo mismo expresa San Alfonso al asegurar que con toda verdad, y según su propia experiencia y la de su Congregaron religiosa, ninguna palabra resulta tan provechosa para la conversión de los pueblos Corno la que trata sobre la misericordia maternal de la Virgen María.
Podría hablar de mi propia experiencia y afirmar inspirándome en palabras de Santa Teresa de Jesús que mucho me ha valido no olvidar nunca la misericordia maternal de la Virgen, como también el verificar el sumo provecho espiritual que se puede lograr cuando se promueve la devoción a la Virgen y se habla de su amor y de su mediación materna.
Pero la razón más importante para hablar de la bondad de María Santísima Nuestra Señora es porque es precisamente por medio de Ella que descubriremos con gozo el amor de Cristo por nosotros y responderemos a ese amor con mayor generosidad y agradecimiento.
La Virgen en la Anunciación ejercita su fe al recibir al Verbo y usa de misericordia para con nosotros al darnos a Jesucristo, el amor encarnado y acomodado a nuestra naturaleza humana.
La Virgen bajo la cruz se hace depositaria de la misericordia divina, que sale del corazón de Jesús, la recoge en su corazón y la entrega a sus hijos que somos nosotros cumpliendo así su misión maternal.
La Virgen María Medianera Maternal
De esta manera Jesucristo, Vida nuestra, nos es entregado por el Padre a través de María Virgen.
Además el Único Mediador de justicia que es Jesús ha unido a su Madre como mediadora maternal de gracias a su obra redentora. Por la Virgen Jesús se une a nosotros y nosotros a Él para llegar de la tierra al cielo. El camino recorrido por Cristo para venir a nosotros es el que usamos nosotros para ir a Él.
Cuan cierto es que el todopoderoso ha hecho cosas grandes en la Madre Inmaculada de su Hijo y dándole al Hijo le dio con Él todas las cosas y las puso en sus manos. La llenó de gracia a Ella y con la colaboración de Ella nos entrega su gracia a nosotros. Esta es la razón por la cual la oración de la Madre siempre es oída por Dios tanto cuando Ella lo alaba con todo su ser como cuando ruega por los que nos ponemos bajo su amparo.
Gracias sean dadas al Padre porque la divina misericordia que se nos ha manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro, (muerto y resucitado por nuestra salvación) se nos entrega en la Iglesia por la acción del Espíritu Santo envuelta en la ternura maternal de María Santísima.
Te rogamos Señora nuestra que nos consigas la fuerza del Espíritu Santo para fortalecer nuestra voluntad debilitada por los errores y equivocaciones, por las envidias y divisiones, por la mentira y la hipocresía, por la violencia y el desenfreno moral, en pocas palabras: la voluntad envenenada por el pecado.
Aquí estamos, Madre, para implorarte que nos concedas la gracia del arrepentimiento, de la conversión verdadera manifestada en obras de caridad y de perdón, en actitudes de reconciliación y sobre todo en la decisión de entrega sincera a Jesucristo. Porque Señora: ¿a quién iríamos si lo dejamos a Él? Él tiene Palabra de Vida Eterna. Tu aceptaste esa palabra de manera perfecta y total, sin limitaciones ni imperfecciones; tu encarnaste en tu mente, y en tu corazón y en tu vientre al Verbo Divino de tal modo que te trasformaste en Él, en la santidad y en la Divinidad y lo hiciste a Él semejante a ti en la humildad y la sencillez de la humanidad. ¿Quién mejor que tú, Madre, para enseñarnos a aceptar a Jesucristo, a creer en Él, y a amarlo sobre todas las cosas? Maestra Santísima, llena de gracia, Virgen de limpia hermosura, Candor de luz eterna y espejo sin mancha que refleja de modo perfecto la Belleza de Dios, recíbenos entre tus alumnos y discípulos y vence la dureza de nuestro entendimiento y la frialdad de nuestro corazón con la Verdad de Cristo y el Fuego del Espíritu Santo; Verdad y Fuego que colman tu Corazón encendido de Amor.
Te bendecimos Oh Dios por María Inmaculada, tu criatura amada cual ninguna otra. Gracias por habérnosla entregado a nosotros como consuelo y esperanza, como signo y señal segura de encontrarte a Ti en Ella y por Ella.
La Virgen es la Casa del Señor, el Templo vivo de Jesucristo y el monte en donde se posa el Eterno para gobernar el universo. ¡Vamos a la Casa del Señor, entremos en su Morada, subamos al Monte Carmelo! ¡Todo esto es la Virgen!
La invitación no es solo a confiar en el poder y en el amor de la Virgen como intercesora maternal entre Cristo y nosotros, sino que es sobre todo a entrar (con la ayuda de la Madre) en comunión de fe viva con el Hijo de Dios.
Jesús por su parte, quiere usar de misericordia con nosotros, haciéndonos reposar y vivir en su Casa. en el Corazón de su Madre Inmaculada.
Es en la Casa de Cristo, el Corazón de su Madre, donde los seres humanos seremos realmente hermanos y saborearemos la dicha de la reconciliación y de la paz en la Iglesia y en la sociedad humana.
La Virgen María Madre Reconciliadora
En la Virgen, la gracia del Espíritu Santo, derramada en plenitud tal como lo exigía su dignidad de Madre de Dios, se junta con todos los dones divinos que la capacitan para ejercer su función maternal perfecta y eficazmente. Dios concedió a la Virgen Santísima el vivir, como nadie (después de Jesucristo) el amor de Dios y el amor al prójimo. Amor a Dios que la eleva hasta tener los sentimientos del mismo Cristo en su corazón y amor al hombre que la lleva a sacrificar a su Hijo con ardiente caridad para lograr la salvación traída por su Hijo.
La Virgen es Madre de reconciliación: Ella atrae a todo el que quiera responder al don que ofrece el Espíritu Santo. El acercarnos a Ella es un paso necesario y seguro para dejarnos encontrar por Jesucristo el buen Pastor.
Todos los que aquí estamos y todos los que están unidos a nosotros a través d~ los medios de comunicación de cualquier índole que sean, ciertamente que tenemos en común, además de la sed de paz y el anhelo de un mundo mejor, lo más grande y hermoso que es la fe en Jesucristo, la pertenencia-a la Iglesia y la ternura filial y confiada en Nuestra Señora. Sin embargo es seguro que pensemos diferente en asuntos sociales, políticos, económicos, etc. Es posibilísimo que no todos estén con el mismo ánimo: habrá quien esté alegre, sereno y en paz; habrá quien esté triste, de duelo, angustiado e incluso al borde de la desesperación por diversos motivos, habrá quien se encuentre alejado de Dios por el pecado. Habrá quien desee agradecer a la Madre y quien desee pedirle dones. Aunque somos diferentes, como en toda familia, en la Iglesia somos hermanos, amados todos por Dios y protegidos todos por María Santísima. Esto es motivo de serenidad y esta es buena disposición para participar en esta celebración en honor a la Reina y Madre de Nicaragua.
Ante el Trono de la Virgen sintámonos dichosos de saber que todo su poder es de misericordia y tranquilicemos el corazón con la seguridad de que el amor de la Virgen es inigualable y ¿Cómo no va a ser inigualable si fue Dios mismo quien le dio esa capacidad para que pudiera amar dignamente a Aquel a quien los cielos no pudieron contener?
El pecado pone un dique al torrente divino de la gracia. Pero el amor de Dios sigue fluyendo de Él y se deposita en la única criatura que Él ha preparado para ese propósito: la Bienaventurada Virgen María. La Inmaculada Concepción.
La gracia contenida por el pecado dice San Luís María G. de Monfort se precipitó con todas sus fuerzas y en plenitud en el Corazón de la Virgen María en cuanto una criatura es capaz de recibirla.
Nosotros experimentamos que, aún ahora, el Adversario de Dios y el mundo influenciado por el espíritu anticristiano trabajan para lograr (si les fuere posible) el fracaso al Plan Divino de la Salvación de la humanidad.
Sabernos que esto no le será posible y que la victoria de Jesucristo está asegurada, pero la experiencia nos dice que el mal se extiende en algunas épocas de la historia más que en otras y que el hombre y la mujer somos débiles ante las tentaciones ya que llevamos el tesoro de la amistad con Dios en vasos frágiles.
Demos gracias a Dios, sin embargo, porque se nos garantiza la victoria gracias a Jesucristo, Nuestro Señor que nos ama con amor eterno.
Esto es la Misericordia: tener poder para sacar bien del mal y pará lograr que de los males surjan los bienes y el mayor de los bienes que es el perdón de Dios, ese perdón que nos hace hijos suyos por la acción del Espíritu Santo.
Esta salvación traída por Jesús nos ha sido dada — así lo dispuso Dios — por la colaboración libre y la obediencia total a la voluntad divina de salvación de Nuestra Señora.
Santo Tomás dice que la aceptación (el sí) de la Virgen a la Palabra de Dios fue la llave que hizo derramarse sobre el mundo y la humanidad los torrentes de gracia que el pecado había frenado y lo más bello es que todo ese torrente de amor divino colmó primero a la Virgen y lo más bello es que todo ese torrente del amor divino de la gracia colmó primero a la Virgen para ser después dado a nosotros...
Conclusión
Debo decirles que: “El reino de Cristo que es reino de justicia, de amor y de paz, sólo lo logran quienes se dominan así mismos hasta vencer el mal con el bien. Esta fuerza se ofrece con mayor eficacia por medio de la Virgen María.
La que tuvo poder por su fe para hacer bajar al Verbo al mundo y de lograr su encarnación y después su manifestación primera y pública en Caná; la que pudo adelantar la hora de la verdadera liberación, la que fortaleció la fe de los discípulos en Cristo, la que entregó la paz al mundo entero. Ella es la Madre de Nicaragua y desea más el bien de nuestro país que lo que lo deseamos nosotros mismos.
Hermanos y hermanas: hoy al iniciar las solemnes fiestas en conmemoración de los 450 años de tener con nosotros la imagen Sagrada de María Inmaculada, Nuestra Señora del Trono, Madre y Patrona de Nicaragua, hoy, repito, debe resonar fuertemente en los oídos de todos y cada uno de los católicos nicaragüenses la invitación que la iglesia nos hace inspirándose en las palabras escritas en esta Basílica Santuario Nacional: Vengan todos de un rincón a otro del país a venerar a la Excelsa Madre de Dios y Madre nuestra Purísima; vengan a postrarse ante el trono de la reina pero, sobre todo, vengan todos a abrazar a la Madre. Recordemos las palabras de Santa Teresita del Niño Jesús: La Virgen es más Madre que reina. Por lo tanto, si es reina tiene poder sin límite ante su Divino Hijo Jesucristo y si es Madre y nos ve desvalidos o tristes, preocupados o desalentados, se hace toda ternura y bondad apoyando nuestra oración y haciéndola suya ante Dios; así, nuestras plegarias y ofrendas defectuosas y pobres en sí mismas serán agradables al Señor y fructificaran en obras de bien y en gracia de Dios por la pureza de la Madre que aboga por nosotros.
Hermanos y hermanas: Desde que somos iglesia, pueblo de Dios, hace ya casi cinco siglos la Inmaculada Concepción de María ha sido nuestro faro luminoso que nos ha mantenido navegando victoriosamente en la nave de la iglesia católica entre tormentas y huracanes.
Haciéndome eco de la predicación de San Bernardo les digo: si no quieren hundirse en la desesperación al considerar la gravedad de sus culpas, si no quieren destrozar su vida por los vicios, la violencia, la soberbia, el egoísmo o por cualquier otro mal, sea este propio, familiar o nacional, miren a la Estrella, invoquen a María. Entonces gozaremos lo que han experimentado todas las generaciones cristianas: la dulzura, la misericordia y la piedad de la Madre de Nuestro Señor Jesucristo y Madre de la iglesia.
+ Mons. Bosco Vivas Robelo
Obispo de León.
Santuario Nacional
Basílica de La Inmaculada Concepción de María
Patrona de Nicaragua
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Tuesday, November 29, 2011
ÁFRICA, su realidad (Benedicto XVII 2011)
ENCUENTRO CON LOS MIEMBROS DEL GOBIERNO, REPRESENTANTES DE LAS INSTITUCIONES DE LA REPÚBLICA, EL CUERPO DIPLOMÁTICO Y REPRESENTANTES DE LAS PRINCIPALES RELIGIONES
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Palacio Presidencial de Cotonú, Sábado 19 de noviembre de 2011
Señor Presidente de la República, Distinguidas autoridades civiles, políticas y religiosas, Damas y caballeros Jefes de Misiones Diplomáticas, Queridos hermanos en el Episcopado, Señoras y Señores, queridos amigos,
Doo noumi! [saludo solemne en fon]
Señor Presidente, habéis querido ofrecerme la ocasión de este encuentro ante una prestigiosa asamblea de personalidades. Es un privilegio que aprecio, al mismo tiempo que agradezco de todo corazón las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todo el pueblo de Benin. Deseo dar las gracias también la Señora representante de los Cuerpos Constituidos por sus palabras de bienvenida. Y expreso mis mejores deseos para todas las personalidades presentes, que son responsables de primer orden de la vida nacional en Benin, cada uno en su respectivo ámbito.
En mis intervenciones anteriores, he unido frecuentemente la palabra África a la de esperanza. Lo hice hace dos años en Luanda, en un contexto sinodal. Por otro lado, la palabra esperanza se encuentra muchas veces en la Exhortación apostólica postsinodal Africae munus que luego firmaré. Cuando digo que África es el continente de la esperanza, no hago retórica fácil, sino expreso simplemente una convicción personal, que es también de la Iglesia. Con demasiada frecuencia nuestra mente se queda en prejuicios o imágenes que dan una visión negativa de la realidad africana, fruto de un análisis pesimista. Es siempre tentador señalar lo que está mal; más aún, es fácil adoptar el tono del moralista o del experto, que impone sus conclusiones y propone, a fin de cuentas, pocas soluciones adecuadas. Existe también la tentación de analizar la realidad africana de manera parecida a la de un antropólogo curioso, o como alguien que no ve en ella más que una enorme reserva de energía, minerales, productos agrícolas y recursos humanos fáciles de explotar para intereses a menudo escasamente nobles. Estas son visiones reduccionistas e irrespetuosas, que llevan a una cosificación nada correcta para África y sus gentes.
Soy consciente de que las palabras no tienen el mismo significado en todas partes. Pero el término esperanza varía poco según las culturas. Hace algunos años dediqué una Carta encíclica a la esperanza cristiana. Hablar de la esperanza es hablar del porvenir y, por tanto, de Dios. El futuro enlaza con el pasado y el presente. El pasado lo conocemos bien: lamentamos sus errores y reconocemos sus logros positivos. El presente, lo vivimos como podemos. Lo mejor, lo espero aún y con la ayuda de Dios. En este terreno, compuesto de múltiples elementos contradictorios y complementarios, es donde se trata de construir con la ayuda de Dios.
Queridos amigos, quisiera leer a la luz de esta esperanza que nos debe animar, dos aspectos importantes de África en la actualidad. El primero se refiere a la vida sociopolítica y económica del continente en general; el segundo al diálogo interreligioso. Estos aspectos son interesantes porque nuestro siglo parece haber nacido con el dolor y la dificultad de hacer crecer la esperanza en estos ámbitos específicos.
En los últimos meses, muchos han expresado su deseo de libertad, su necesidad de seguridad material y su deseo de vivir en armonía en la diferencia de etnias y religión. Ha nacido incluso un nuevo Estado en vuestro continente. También ha habido muchos conflictos provocados por la ceguera del hombre, por sus ansias de poder y por intereses político-económicos que ignoran la dignidad de la persona o de la naturaleza. La persona humana aspira a la libertad, quiere vivir dignamente; desea buenas escuelas y alimentación para los niños, hospitales dignos para cuidar a los enfermos; quiere ser respetada y reivindica un gobierno límpido que no confunda el interés privado con el interés general; y, sobre todo, desea la paz y la justicia. En estos momentos hay demasiados escándalos e injusticias, demasiada corrupción y codicia, demasiado desprecio y mentira, excesiva violencia que lleva a la miseria y a la muerte. Estos males afligen ciertamente vuestro continente, pero también al resto del mundo. Toda nación quiere entender las decisiones políticas y económicas que se toman en su nombre. Se da cuenta de la manipulación, y la revancha es a veces violenta. Desea participar en el buen gobierno. Sabemos que ningún régimen político humano es perfecto, y que ninguna decisión económica es neutral. Pero siempre deben servir al bien común. Por tanto, estamos ante una reivindicación legítima, que afecta a todos los países, de una mayor dignidad y, sobre todo, de más humanidad. El hombre quiere que su humanidad sea respetada y promovida. Los responsables políticos y económicos de los países se encuentran ante decisiones determinantes y opciones que no pueden eludir.
Desde esta tribuna, hago un llamamiento a todos los líderes políticos y económicos de los países africanos y del resto del mundo. No privéis a vuestros pueblos de la esperanza. No amputéis su porvenir mutilando su presente. Tened un enfoque ético valiente en vuestras responsabilidades y, si sois creyentes, rogad a Dios que os conceda sabiduría. Esta sabiduría os hará entender que, siendo los promotores del futuro de vuestros pueblos, es necesario que seáis verdaderos servidores de la esperanza. No es fácil vivir en la condición de servidor, de mantenerse íntegro entre las corrientes de opinión y los intereses poderosos. El poder, de cualquier tipo que sea, ciega fácilmente, sobre todo cuando están en juego intereses privados, familiares, étnicos o religiosos. Sólo Dios purifica los corazones y las intenciones.
La Iglesia no ofrece soluciones técnicas ni impone fórmulas políticas. Ella repite: No tengáis miedo. La humanidad no está sola ante los desafíos del mundo. Dios está presente. Y este es un mensaje de esperanza, una esperanza que genera energía, que estimula la inteligencia y da a la voluntad todo su dinamismo. Un antiguo arzobispo de Toulouse, el cardenal Saliège, decía: «Esperar no es abandonar; es redoblar la actividad». La Iglesia acompaña al Estado en su misión; quiere ser como el alma de ese cuerpo, indicando incansablemente lo esencial: Dios y el hombre. Quiere cumplir abiertamente y sin temor esa tarea inmensa de quien educa y cuida y, sobre todo, de quien ora incesantemente (cf. Lc 18,1), que muestra dónde está Dios (cf. Mt 6,21) y dónde está el verdadero hombre (cf. Mt 20,26; Jn 19,5). Desesperar es individualismo. La esperanza es comunión. ¿No es este un camino espléndido que se nos propone? Invito a emprenderlo a todos los responsables políticos, económicos, así como del mundo académico y de la cultura. Sed también vosotros sembradores de esperanza.
Quisiera abordar ahora el segundo punto, el del diálogo interreligioso. No parece necesario recordar los recientes conflictos provocados en nombre de Dios, y las muertes causadas en nombre de Aquel que es la vida. Toda persona sensata comprende la necesidad de promover la cooperación serena y respetuosa entre las diferentes culturas y religiones. El auténtico diálogo interreligioso rechaza la verdad humanamente egocéntrica, porque la sola y única verdad está en Dios. Dios es la Verdad. Por tanto, ninguna religión, ninguna cultura puede justificar que se invoque o se recurra a la intolerancia o a la violencia. La agresividad es una forma de relación bastante arcaica, que se remite a instintos fáciles y poco nobles. Utilizar las palabras reveladas, las Sagradas Escrituras o el nombre de Dios para justificar nuestros intereses, nuestras políticas tan fácilmente complacientes o nuestras violencias, es un delito muy grave.
Sólo puedo conocer al otro si me conozco a mí mismo. Sólo lo puedo amar si me amo a mí mismo (cf. Mt 22,39). Por tanto, el conocimiento, la profundización y la práctica de su propia religión es esencial para un verdadero diálogo. Este sólo puede comenzar con la oración personal sincera de quien quiere dialogar. Que se retire en el secreto de su habitación interior (cf. Mt 6,6) para pedir a Dios la purificación de sus motivos y la bendición para el encuentro deseado. Esta oración pide también a Dios el don de ver en el otro a un hermano que debe amar, y de reconocer en la tradición en que él vive un reflejo de esa Verdad que ilumina a todos los hombres (Nostra Aetate, 2). Por eso conviene que cada uno se sitúe en la verdad ante Dios y ante el otro. Esta verdad no excluye, y no comporta una confusión. El diálogo interreligioso mal entendido conduce a la confusión o al sincretismo. No es este el diálogo que se busca.
No obstante los esfuerzos que se han hecho, sabemos también que a veces el diálogo interreligioso no es fácil, o incluso inviable por diversas razones. Esto no significa un fracaso. Las formas de diálogo interreligioso son múltiples. La cooperación en el ámbito social o cultural pueden ayudar a las personas a comprenderse mejor a sí mismas y a vivir juntos con serenidad. También es bueno saber que no se dialoga por debilidad, sino que dialogamos porque creemos en Dios, creador y padre de todos los hombres. El diálogo es una forma más de amar a Dios y al prójimo (cf. Mt 22,37) en el amor de la verdad.
Tener esperanza no es ser ingenuo, sino hacer un acto de fe en Dios, Señor del tiempo y Señor también de nuestro futuro. La Iglesia Católica pone así en práctica una de las intuiciones del Concilio Vaticano II, la promoción de las relaciones amistosas entre ella y los miembros de religiones no cristianas. Durante décadas, el Consejo Pontificio que lo gestiona establece lazos, multiplica las reuniones y publica regularmente documentos, con el fin de favorecer ese diálogo. La Iglesia trata de reparar la confusión de lenguas y la dispersión de los corazones nacida del pecado de Babel (cf. Gn 11). Saludo a todos los líderes religiosos que han tenido la amabilidad de venir aquí para encontrarme. Deseo asegurarles, así como a los de otros países africanos, que el diálogo ofrecido por la Iglesia Católica nace del corazón. Les animo a promover, especialmente entre los jóvenes, una pedagogía del diálogo, de modo que descubran que la conciencia de cada uno es un santuario que se ha de respetar, y que la dimensión espiritual construye la hermandad. La verdadera fe lleva invariablemente al amor. Y en este espíritu os invito a todos a la esperanza.
Estas consideraciones generales se aplican de manera particular a África. En vuestro continente, hay numerosas familias cuyos miembros profesan creencias diferentes, pero siguen permaneciendo unidas. Esta unidad no se debe sólo a la cultura, sino que está cimentada en el afecto fraterno. Hay naturalmente a veces fracasos, pero también muchos éxitos. En este ámbito concreto, África puede ofrecer a todos materia de reflexión y ser así una fuente de esperanza.
Por último, quisiera utilizar la imagen de la mano. Esta compuesta por cinco dedos muy diferentes entre sí. Sin embargo, cada uno de ellos es esencial y su unidad forma la mano. El buen entendimiento entre las culturas, la consideración no altiva de unos hacia otros y el respeto de los derechos de cada uno, son un deber vital. Se ha de enseñar esto a todos los fieles de las diversas religiones. El odio es un fracaso, la indiferencia un callejón sin salida y el diálogo una apertura. ¿No es ese el buen terreno donde sembrar la simiente de la esperanza? Tender la mano significa esperar a llegar, en un segundo momento, a amar. Y, ¿hay acaso algo más bello que una mano tendida? Esta ha sido querida por Dios para dar y recibir. Dios no la ha querido para que mate (cf. Gn 4,1ss) o haga sufrir, sino para que cuide y ayude a vivir. Junto con el corazón y la mente, también la mano puede hacerse un instrumento de diálogo. Puede hacer florecer la esperanza, sobre todo cuando la mente balbucea y el corazón recela.
Según la Sagrada Escritura, hay tres símbolos que describen la esperanza para el cristiano: el yelmo, que le protege del desaliento (cf. 1 Ts 5,8), el ancla segura y firme, que fija en Dios (cf. Hb 6,19 ), y la lámpara, que le permite esperar el alba de un nuevo día (cf. Lc 12,35-36). Tener miedo, dudar y temer, acomodarse en el presente sin Dios, y también el no tener nada que esperar, son actitudes ajenas a la fe cristiana (cf. S. Juan Crisóstomo, Homilía XIV sobre la Carta a los Romanos, 6: PG 45, 941C) y también, creo yo, a cualquier otra creencia en Dios. La fe vive el presente, pero espera los bienes futuros. Dios está en nuestro presente, pero viene también del futuro, lugar de la esperanza. El ensanchamiento del corazón no es sólo la esperanza en Dios, sino también la apertura al cuidado de las realidades corporales y temporales para dar gloria a Dios. Siguiendo los pasos de Pedro, del que soy sucesor, deseo que vuestra fe y vuestra esperanza estén puestas en Dios (cf. 1 P 1,21).
Estos son los votos que formulo para toda África, que me es tan querida.
¡Ten confianza, África, y levántate.
El Señor te llama!
Que Dios os bendiga.
Gracias.
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DSCURSO AL PARLAMENTO FEDERAL (Benedicto XVI) 2011
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Reichstag, Berlín, Jueves 22 de septiembre de 2011
Ilustre Señor Presidente Federal,
Señor Presidente del Bundestag,
Señora Canciller Federal,
Señor Presidente del Bundesrat,
Señoras y Señores Diputados
Es para mi un honor y una alegría hablar ante esta Cámara alta, ante el Parlamento de mi Patria alemana, que se reúne aquí como representación del pueblo, elegido democráticamente, para trabajar por el bien común de la República Federal de Alemania. Agradezco al Señor Presidente del Bundestag su invitación a pronunciar este discurso, así como sus gentiles palabras de bienvenida y aprecio con las que me ha acogido. Me dirijo en este momento a ustedes, estimados señoras y señores, también como un connacional que por sus orígenes está vinculado de por vida y sigue con particular atención los acontecimientos de la Patria alemana. Pero la invitación a pronunciar este discurso se me ha hecho en cuanto Papa, en cuanto Obispo de Roma, que tiene la suprema responsabilidad sobre los cristianos católicos. De este modo, ustedes reconocen el papel que le corresponde a la Santa Sede como miembro dentro de la Comunidad de los Pueblos y de los Estados. Desde mi responsabilidad internacional, quisiera proponerles algunas consideraciones sobre los fundamentos del estado liberal de derecho.
Permítanme que comience mis reflexiones sobre los fundamentos del derecho con un breve relato tomado de la Sagrada Escritura. En el primer Libro de los Reyes, se dice que Dios concedió al joven rey Salomón, con ocasión de su entronización, formular una petición. ¿Qué pedirá el joven soberano en este momento tan importante? ¿Éxito, riqueza, una larga vida, la eliminación de los enemigos? No pide nada de todo eso. En cambio, suplica: “Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre el bien y mal” (1 R 3,9). Con este relato, la Biblia quiere indicarnos lo que en definitiva debe ser importante para un político. Su criterio último, y la motivación para su trabajo como político, no debe ser el éxito y mucho menos el beneficio material. La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz. Naturalmente, un político buscará el éxito, sin el cual nunca tendría la posibilidad de una acción política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho. El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a la desvirtuación del derecho, a la destrucción de la justicia. “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San Agustín.[1] Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera. Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo. Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político. En un momento histórico, en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable, este deber se convierte en algo particularmente urgente. El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo. Se puede manipular a sí mismo. Puede, por decirlo así, hacer seres humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos. ¿Cómo podemos reconocer lo que es justo? ¿Cómo podemos distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el derecho sólo aparente? La petición salomónica sigue siendo la cuestión decisiva ante la que se encuentra también hoy el político y la política misma.
Para gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, el criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente. Pero es evidente que en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe buscar los criterios de su orientación. En el siglo III, el gran teólogo Orígenes justificó así la resistencia de los cristianos a determinados ordenamientos jurídicos en vigor: “Si uno se encontrara entre los escitas, cuyas leyes van contra la ley divina, y se viera obligado a vivir entre ellos…, por amor a la verdad, que, para los escitas, es ilegalidad, con razón formaría alianza con quienes sintieran como él contra lo que aquellos tienen por ley…”[2]
Basados en esta convicción, los combatientes de la resistencia actuaron contra el régimen nazi y contra otros regímenes totalitarios, prestando así un servicio al derecho y a toda la humanidad. Para ellos era evidente, de modo irrefutable, que el derecho vigente era en realidad una injusticia. Pero en las decisiones de un político democrático no es tan evidente la cuestión sobre lo que ahora corresponde a la ley de la verdad, lo que es verdaderamente justo y puede transformarse en ley. Hoy no es de modo alguno evidente de por sí lo que es justo respecto a las cuestiones antropológicas fundamentales y pueda convertirse en derecho vigente. A la pregunta de cómo se puede reconocer lo que es verdaderamente justo, y servir así a la justicia en la legislación, nunca ha sido fácil encontrar la respuesta y hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos y de nuestras capacidades, dicha cuestión se ha hecho todavía más difícil.
¿Cómo se reconoce lo que es justo? En la historia, los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre motivados de modo religioso: sobre la base de una referencia a la voluntad divina, se decide aquello que es justo entre los hombres. Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios. Así, los teólogos cristianos se sumaron a un movimiento filosófico y jurídico que se había formado desde el siglo II a. C. En la primera mitad del siglo segundo precristiano, se produjo un encuentro entre el derecho natural social, desarrollado por los filósofos estoicos y notorios maestros del derecho romano.[3] De este contacto, nació la cultura jurídica occidental, que ha sido y sigue siendo de una importancia determinante para la cultura jurídica de la humanidad. A partir de esta vinculación precristiana entre derecho y filosofía inicia el camino que lleva, a través de la Edad Media cristiana, al desarrollo jurídico de la Ilustración, hasta la Declaración de los derechos humanos y hasta nuestra Ley Fundamental Alemana, con la que nuestro pueblo reconoció en 1949 “los inviolables e inalienables derechos del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo”.
Para el desarrollo del derecho, y para el desarrollo de la humanidad, ha sido decisivo que los teólogos cristianos hayan tomado posición contra el derecho religioso, requerido por la fe en la divinidad, y se hayan puesto de parte de la filosofía, reconociendo a la razón y la naturaleza, en su mutua relación, como fuente jurídica válida para todos. Esta opción la había tomado ya san Pablo cuando, en su Carta a los Romanos, afirma: “Cuando los paganos, que no tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos... son ley para sí mismos. Esos tales muestran que tienen escrita en su corazón las exigencias de la ley; contando con el testimonio de su conciencia…” (Rm 2,14s). Aquí aparecen los dos conceptos fundamentales de naturaleza y conciencia, en los que conciencia no es otra cosa que el “corazón dócil” de Salomón, la razón abierta al lenguaje del ser. Si con esto, hasta la época de la Ilustración, de la Declaración de los Derechos humanos, después de la Segunda Guerra mundial, y hasta la formación de nuestra Ley Fundamental, la cuestión sobre los fundamentos de la legislación parecía clara, en el último medio siglo se produjo un cambio dramático de la situación. La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término. Quisiera indicar brevemente cómo se llegó a esta situación. Es fundamental, sobre todo, la tesis según la cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable. Del ser no se podría derivar un deber, porque se trataría de dos ámbitos absolutamente distintos. La base de dicha opinión es la concepción positivista de naturaleza adoptada hoy casi generalmente. Si se considera la naturaleza – con palabras de Hans Kelsen – “un conjunto de datos objetivos, unidos los unos a los otros como causas y efectos”, entonces no se puede derivar de ella realmente ninguna indicación que tenga de algún modo carácter ético.[4] Una concepción positivista de la naturaleza, que comprende la naturaleza de manera puramente funcional, como las ciencias naturales la entienden, no puede crear ningún puente hacia el Ethos y el derecho, sino dar nuevamente sólo respuestas funcionales. Pero lo mismo vale también para la razón en una visión positivista, que muchos consideran como la única visión científica. En ella, aquello que no es verificable o falsable no entra en el ámbito de la razón en sentido estricto. Por eso, el ethos y la religión han de ser relegadas al ámbito de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en el sentido estricto de la palabra. Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista – y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia pública – las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego. Ésta es una situación dramática que afecta a todos y sobre la cual es necesaria una discusión pública; una intención esencial de este discurso es invitar urgentemente a ella.
El concepto positivista de naturaleza y razón, la visión positivista del mundo es en su conjunto una parte grandiosa del conocimiento humano y de la capacidad humana, a la cual en modo alguno debemos renunciar en ningún caso. Pero ella misma no es una cultura que corresponda y sea suficiente en su totalidad al ser hombres en toda su amplitud. Donde la razón positivista es considerada como la única cultura suficiente, relegando todas las demás realidades culturales a la condición de subculturas, ésta reduce al hombre, más todavía, amenaza su humanidad. Lo digo especialmente mirando a Europa, donde en muchos ambientes se trata de reconocer solamente el positivismo como cultura común o como fundamento común para la formación del derecho, reduciendo todas las demás convicciones y valores de nuestra cultura al nivel de subcultura. Con esto, Europa se sitúa ante otras culturas del mundo en una condición de falta de cultura, y se suscitan al mismo tiempo corrientes extremistas y radicales. La razón positivista, que se presenta de modo exclusivo y que no es capaz de percibir nada más que aquello que es funcional, se parece a los edificios de cemento armado sin ventanas, en los que logramos el clima y la luz por nosotros mismos, sin querer recibir ya ambas cosas del gran mundo de Dios. Y, sin embargo, no podemos negar que en este mundo autoconstruido recurrimos en secreto igualmente a los “recursos” de Dios, que transformamos en productos nuestros. Es necesario volver a abrir las ventanas, hemos de ver nuevamente la inmensidad del mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar todo esto de modo justo.
Pero ¿cómo se lleva a cabo esto? ¿Cómo encontramos la entrada en la inmensidad, o la globalidad? ¿Cómo puede la razón volver a encontrar su grandeza sin deslizarse en lo irracional? ¿Cómo puede la naturaleza aparecer nuevamente en su profundidad, con sus exigencias y con sus indicaciones? Recuerdo un fenómeno de la historia política reciente, esperando que no se malinterprete ni suscite excesivas polémicas unilaterales. Diría que la aparición del movimiento ecologista en la política alemana a partir de los años setenta, aunque quizás no haya abierto las ventanas, ha sido y es sin embargo un grito que anhela aire fresco, un grito que no se puede ignorar ni rechazar porque se perciba en él demasiada irracionalidad. Gente joven se dio cuenta que en nuestras relaciones con la naturaleza existía algo que no funcionaba; que la materia no es solamente un material para nuestro uso, sino que la tierra tiene en sí misma su dignidad y nosotros debemos seguir sus indicaciones. Es evidente que no hago propaganda de un determinado partido político, nada más lejos de mi intención. Cuando en nuestra relación con la realidad hay algo que no funciona, entonces debemos reflexionar todos seriamente sobre el conjunto, y todos estamos invitados a volver sobre la cuestión de los fundamentos de nuestra propia cultura. Permitidme detenerme todavía un momento sobre este punto. La importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responder a él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar seriamente un punto que – me parece – se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana.
Volvamos a los conceptos fundamentales de naturaleza y razón, de los cuales hemos partido. El gran teórico del positivismo jurídico, Kelsen, con 84 años – en 1965 – abandonó el dualismo de ser y de deber ser (me consuela comprobar que a los 84 años se esté aún en condiciones de pensar algo razonable). Antes había dicho que las normas podían derivar solamente de la voluntad. En consecuencia – añade –, la naturaleza sólo podría contener en sí normas si una voluntad hubiese puesto estas normas en ella. Por otra parte – dice –, esto supondría un Dios creador, cuya voluntad se ha insertado en la naturaleza. “Discutir sobre la verdad de esta fe es algo absolutamente vano”, afirma a este respecto.[5] ¿Lo es verdaderamente?, quisiera preguntar. ¿Carece verdaderamente de sentido reflexionar sobre si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no presupone una razón creativa, un Creator Spiritus?
A este punto, debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de Europa. Sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su integridad. La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico.
Al joven rey Salomón, a la hora de asumir el poder, se le concedió lo que pedía. ¿Qué sucedería si nosotros, legisladores de hoy, se nos concediese formular una petición? ¿Qué pediríamos? Pienso que, en último término, también hoy, no podríamos desear otra cosa que un corazón dócil: la capacidad de distinguir el bien del mal, y así establecer un verdadero derecho, de servir a la justicia y la paz.
Muchas gracias.
Notas
[1] De civitate Dei, IV, 4, 1.
[2] Contra Celsum GCS Orig. 428 (Koetschau); cf. A. Fürst, Monotheismus und Monarchie. Zum Zusammenhang von Heil und Herrschaft in der Antike. En: Theol. Phil. 81 (2006) 321 – 338; citación p. 336; cf. también J. Ratzinger, Die Einheit der Nationen. Eine Vision der Kirchenväter (Salzburg – München 1971) 60.
[3] Cf. W. Waldstein, Ins Herz geschrieben. Das Naturrecht als Fundament einer menschlichen Gesellschaft (Augsburg 2010) 11ss; 31 – 61.
[4] Waldstein, op. cit. 15-21.
[5] Citado según Waldstein, op. cit. 19.
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Nota ante las elecciones generales de 2011
Conferencia Episcopal España
Viernes, 21 de Octubre de 2011 12:00 | Comisión Permanente |
1. El próximo día 20 de noviembre estamos todos convocados a las urnas. Con este motivo, los obispos ofrecemos a los católicos y a cuantos deseen escucharnos algunas consideraciones que ayuden al ejercicio responsable del deber de votar. Es nuestra obligación de pastores de la Iglesia orientar el discernimiento moral para la justa toma de decisiones que afectan a la realización del bien común y al reconocimiento y la tutela de los derechos fundamentales, como es el caso de las elecciones generales.
2. En su discurso sobre los fundamentos del derecho, pronunciado el mes pasado ante el Parlamento federal de Alemania, el Papa recordaba que “el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. Se ha referido, en cambio, a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho [...], la razón abierta al lenguaje del ser”. Nosotros hacemos nuestras consideraciones desde ese horizonte de los fundamentos prepolíticos del derecho, sin entrar en opciones de partido y sin pretender imponer a nadie ningún programa político. Cada uno deberá sopesar, en conciencia, a quién debe votar para obtener, en conjunto, el mayor bien posible en este momento.
3. No se podría hablar de decisiones políticas morales o inmorales, justas o injustas, si el criterio exclusivo o determinante para su calificación fuera el del éxito electoral o el del beneficio material. Esto supondría la subordinación del derecho al poder. Las decisiones políticas deben ser morales y justas, no sólo consensuadas o eficaces; por tanto, deben fundamentarse en la razón acorde con la naturaleza del ser humano. No es cierto que las disposiciones legales sean siempre morales y justas por el mero hecho de que emanen de organismos políticamente legítimos.
4. En concreto, como ha señalado el Papa en agosto, aquí en Madrid, la recta razón reconoce que hemos sido creados libres y para la libertad, pero que no actúan de modo conforme con la verdadera libertad quienes “creyéndose dioses, piensan no tener necesidad de más raíces y cimientos que ellos mismos; desearían decidir por sí solos lo que es verdad o no, lo que es bueno o malo, lo justo o lo injusto; decidir quién es digno de vivir o puede ser sacrificado en aras de otras preferencias; dar a cada instante un paso al azar, sin rumbo fijo, dejándose llevar por el impulso de cada momento”.
5. Por todo ello, hemos de llamar de nuevo la atención sobre el peligro que suponen determinadas opciones legislativas que no tutelan adecuadamente el derecho fundamental a la vida de cada ser humano, desde su concepción hasta su muerte natural, o que incluso llegan a tratar como un derecho lo que en realidad constituye un atentado contra el derecho a la vida. Son también peligrosos y nocivos para el bien común ordenamientos legales que no reconocen al matrimonio en su ser propio y específico, en cuanto unión firme de un varón y una mujer ordenada al bien de los esposos y de los hijos. Es necesario promover nuevas leyes que reconozcan y tutelen mejor el derecho de todos a la vida, así como el derecho de los españoles a ser tratados por la ley específicamente como “esposo” y “esposa”, en un matrimonio estable, que no quede a disposición de la voluntad de las partes ni, menos aún, de una sola de las partes.
6. La grave crisis económica actual reclama políticas sociales y económicas responsables y promotoras de la dignidad de las personas, que propicien el trabajo para todos. Pensamos en tantas familias, carentes de los medios necesarios para subvenir a sus necesidades más básicas. Pensamos también en el altísimo porcentaje de jóvenes que nunca han podido trabajar o que han perdido el trabajo y que, con razón, demandan condiciones más favorables para su presente y su futuro. Son necesarias políticas que favorezcan la libre iniciativa social en la producción y que incentiven el trabajo bien hecho, así como una justa distribución de las rentas; que corrijan los errores y desvíos cometidos en la administración de la hacienda pública y en las finanzas; que atiendan a las necesidades de los más vulnerables, como son los ancianos, los enfermos y los inmigrantes.
7. El ordenamiento jurídico debe facilitar el ejercicio efectivo del derecho que asiste a los niños y jóvenes a ser educados de modo que puedan desarrollar lo más posible todas sus capacidades. Debe evitar imposiciones ideológicas del Estado que lesionen el derecho de los padres a elegir la educación filosófica, moral y religiosa que deseen para sus hijos. En cambio, ha de ser facilitada la justa iniciativa social en este campo. La presencia de la enseñanza de la religión y moral católica en la escuela estatal - como asignatura fundamental opcional - es un modo de asegurar los derechos de la sociedad y de los padres que exige hoy una regulación más adecuada para que esos derechos sean efectivamente tutelados.
8. Recordamos de nuevo que se reconoce la legitimidad moral de los nacionalismos o regionalismos que, por métodos pacíficos, desean una nueva configuración de la unidad del estado español. Y también, que es necesario tutelar el bien común de la nación española en su conjunto, evitando los riesgos de manipulación de la verdad histórica y de la opinión pública por causa de pretensiones separatistas o ideológicas de cualquier tipo.
9. Una sociedad que quiera ser libre y justa no puede reconocer explícita ni implícitamente a una organización terrorista como representante político de ningún sector de la población, dado que el terrorismo es una práctica intrínsecamente perversa, del todo incompatible con una visión justa y razonable de la vida.
10. Ante los desafíos que se presentan a la comunidad internacional, son necesarias políticas guiadas por la búsqueda sincera de la paz, basadas en el respeto al derecho, nacional e internacional, así como en la promoción del entendimiento y de la solidaridad entre los pueblos y las culturas.
Pedimos al Señor de la paz y a su Madre santísima que iluminen a quienes vamos a votar, para que lo hagamos de manera verdaderamente libre y responsable.
29 de octubre de 2011
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Comunicado de la Conferencia Episcopal de Nicaragua sobre los resultados electorales 2011
1. Los Obispos de la Conferencia Episcopal de Nicaragua, como discípulos de Jesucristo que nos pide en cada momento de la historia «juzgar lo que es justo» (cf. Lc 12,57), y conscientes de la misión recibida de Dios, quien «nos confió el ministerio de la reconciliación» (2 Cor 5,18), deseamos ofrecer como pastores de la Iglesia una palabra de luz y de esperanza al país en este difícil momento que vivimos, a raíz de las elecciones nacionales celebradas el pasado domingo seis de noviembre.
2. Ante todo queremos manifestar nuestra admiración hacia esa gran mayoría del pueblo nicaragüense que con tanta decisión participó en este proceso electoral. Nos llena de regocijo constatar que nuestro pueblo haya demostrado su madurez política ejerciendo su derecho ciudadano al voto, no sólo para apoyar a la alianza o partido de su preferencia, sino intentando fortalecer el sistema democrático de nuestro país y ser responsable del futuro de la nación.
3. Hay que decir, sin embargo, que esta determinación madura y cívica de los nicaragüenses no ha sido respetada como es propio en un sistema democrático auténtico, debido a las irregularidades que han caracterizado este proceso electoral desde el inicio. Ya en nuestro último mensaje del 7 de octubre, constatábamos la desconfianza que se percibía en la ciudadanía frente a las actuales autoridades del poder electoral, y que creaba ya antes de las elecciones «un ambiente lleno de recelo y de prejuicios que ponían en entredicho su carácter de legalidad, honestidad y respeto a la voluntad popular» (Mensaje de la CEN, 7.10.11, n. 9d). Reconocemos que ese recelo y desconfianza popular se ha materializado en las numerosas denuncias que ciudadanos, organismos de la sociedad civil, observadores nacionales e internacionales y partidos políticos, han hecho públicas en cuanto a la falta de transparencia y honestidad con que fueron administrados estos comicios electorales.
4. El Consejo Supremo Electoral no ha sido capaz de «ejercer sus funciones con responsabilidad y honestidad, actuando con tal transparencia en el escrutinio de los votos que no permitiera ni la más mínima duda acerca del respeto a la voluntad popular en estas elecciones» (Mensaje de la CEN, 7.10.11, n. 13). Esto ha producido lógicamente un fuerte descontento en gran parte de nuestro pueblo en relación con los resultados oficiales, los cuales no ofrecen garantía de reflejar con fidelidad la voluntad popular. De este modo la legitimidad del proceso electoral y el respeto a la voluntad del pueblo han quedado totalmente en entredicho. Como creyentes poseemos la firme convicción de que cualquier acción deshonesta que atenta contra la soberanía del pueblo, no es un simple hecho éticamente negativo, sino algo reprobable a los ojos de Dios, quien espera que las autoridades civiles sean las primeras en «conocer el derecho» (Miqueas 3,1), es decir, las primeras en respetar y hacer cumplir las exigencias de la justicia.
5. La incertidumbre que se ha creado en el país no debe ser, sin embargo, motivo de desaliento, antes bien debe llevarnos a crecer y madurar como sociedad, reunificada alrededor de una conciencia ciudadana responsable de sus derechos y deberes y comprometida con la paz que es fruto de la justicia. Si hay que exigir a las instituciones que cumplan con su deber y a los poderes del Estado que respondan a sus obligaciones, a través de todo tipo de manifestaciones públicas y privadas y en el marco de los derechos humanos, hay que hacerlo siempre en modo pacífico. Al mismo tiempo demandamos a las autoridades de policía y a cualquier otro grupo que se le respete al pueblo su derecho a movilizarse y a manifestarse pacíficamente. Rechazamos toda forma de agresividad y violencia, sabiendo que ésta no es jamás la solución adecuada a los conflictos y haciéndonos merecedores de las palabras de Jesús: «¡Felices los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios!» (Mt 5,9).
6. Urge recuperar el Estado de Derecho, en donde el poder está sujeto a la ley. Si no se logra esto, no habrá avance democrático en Nicaragua y se estarán repitiendo continuamente errores del pasado, que podrían conducir al país a mayores divisiones, a enfrentamientos violentos y al retroceso económico y social, con toda la carga que esta situación comporta para las familias y para cada ciudadano en particular. Es obligación de los políticos y principalmente al gobierno encontrar con urgencia la mejor solución legal y cívica para superar la crisis actual del país. Nicaragua necesita que todos sus hijos e hijas puedan encontrarse y convivir en una sociedad basada en la verdad, la tolerancia y la justicia, en la que todos podamos reconocernos.
7. No debemos perder la esperanza. San Pablo nos da una lección sobre la esperanza cuando se pregunta: «¿Cómo es posible esperar una cosa que se ve?» (Rom 8,24). No nos desalentemos ante lo que no se ha podido aún construir en materia democrática, sino más bien esforcémonos por hacer real lo que es todavía posible en Nicaragua. Exhortamos a todo el país a vivir este momento no con pesimismo, sino como un reto para nuestra esperanza. Esperar es tener capacidad para ver, aun cuando nuestros ojos no ven. Esperar es recuperar nuestra capacidad de seguir soñando con una sociedad mejor para todos y esforzarnos para que ésta llegue a ser posible: una sociedad construida a partir del diálogo entre todas los sectores de la nación y fundada en el Estado de Derecho, la legalidad, la solidez institucional y caracterizada por un desarrollo socio-económico sostenible del que puedan gozar todos los ciudadanos. Para los creyentes esperar es acoger cada día la gracia de Cristo Resucitado que hace nuevo este mundo con la fuerza de su Espíritu.
8. Que la Virgen María, Madre de la esperanza, ya en vísperas de la fiesta de su Purísima Concepción, nos acompañe en este esfuerzo y proteja con su amor maternal a Nicaragua, consagrado a su Inmaculado Corazón, y conduzca a todos los nicaragüenses, sin distinción alguna, a amar y construir la paz.
Dado en Managua, a los dieciséis días del mes de noviembre de dos mil once, “Año de encuentro con Cristo en la Palabra”.
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Monday, November 28, 2011
ÁFRICA. A su servicio (Benedicto XVI,, XI.2011)
«Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 13.14)
INDICE
INTRODUCCIÓN
1. El compromiso de África con el Señor Jesús es un tesoro precioso que confío en este comienzo del tercer milenio a los Obispos, a los sacerdotes, a los diáconos permanentes, a las personas consagradas, a los catequistas y a los laicos de ese querido continente y de las islas vecinas. Esa misión comporta que África ahonde en la vocación cristiana. Invita a vivir, en nombre de Jesús, la reconciliación entre las personas y las comunidades, y a promover para todos la paz y la justicia en la verdad.
2. He deseado que la segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos, celebrada del 4 al 25 octubre de 2009, estuviera en continuidad con la Asamblea de 1994 que quiso ser un «acontecimiento de esperanza y de resurrección, en el momento mismo en que las vicisitudes humanas parecían más bien empujar a África hacia el desánimo y la desesperación»[1]. La Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa de mi predecesor, el beato Juan Pablo II, recogía las orientaciones y las opciones pastorales de los Padres sinodales para una nueva evangelización del continente africano. Convenía, al final del primer decenio de este tercer milenio, que se avivaran nuestra fe y nuestra esperanza para contribuir a construir una África reconciliada, por los caminos de la verdad y de la justicia, del amor y de la paz (cf. Sal 85,11). Con los Padres sinodales, recuerdo que «si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles» (Sal 127,1).
3. Los resultados más visibles del Sínodo de 1994 fueron una vitalidad eclesial excepcional y el desarrollo teológico de la Iglesia como familia de Dios[2]. Para dar a la Iglesia de Dios en el continente africano y en las islas vecinas un impulso nuevo cargado de esperanza y de caridad evangélica, me pareció necesario convocar una segunda Asamblea sinodal. Sostenidas por la invocación cotidiana al Espíritu Santo y la plegaria de innumerables fieles, las sesiones sinodales han producido frutos que desearía transmitir con este documento a la Iglesia universal, y particularmente a la Iglesia en África[3], para que sea verdaderamente «sal de la tierra» y «luz del mundo» (cf. Mt 5,13.14)[4]. Animada por una «fe que actúa por el amor» (Ga 5,6), la Iglesia desea aportar frutos de caridad: la reconciliación, la paz y la justicia (cf. 1 Co 13,4-7). Esta es su misión específica.
4. Me ha impresionado la calidad de las intervenciones de los Padres sinodales y de otras personas que han participado en la Asamblea. El realismo y la clarividencia de su contribución han demostrado la madurez cristiana del continente. No han tenido miedo de enfrentarse a la verdad y han intentado sinceramente reflexionar sobre las posibles soluciones a los problemas que afrontan sus Iglesias particulares, y también la Iglesia universal. Han constatado también que las bendiciones de Dios, Padre de todos, son innumerables. Dios nunca abandona a su pueblo. No me parece necesario insistir en las diferentes situaciones sociopolíticas, étnicas, económicas o ecológicas que los africanos viven diariamente y que no se pueden ignorar. Los africanos conocen mejor que nadie cómo, demasiado a menudo desgraciadamente, esas situaciones son difíciles, confusas e incluso trágicas. Rindo homenaje a los africanos y a todos los cristianos de ese continente que las afrontan con decisión y dignidad. Desean, con razón, que esa dignidad sea reconocida y respetada. Puedo asegurarles que la Iglesia respeta y ama a África.
5. Ante los numerosos desafíos que África desea acometer para llegar a ser cada vez más una tierra prometedora, la Iglesia podría sufrir la tentación del desánimo, como Israel, pero nuestros antepasados en la fe nos han enseñado la actitud adecuada que se ha de adoptar. En este sentido, Moisés, el siervo del Señor, «por la fe… se mantuvo firme como si estuviera viendo al Dios invisible» (Hb 11,27). El autor de la Carta a los Hebreos nos lo recuerda: «La fe es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve» (11,1). Exhorto, pues, a toda la Iglesia a mirar a África con fe y esperanza. Jesucristo, que nos ha invitado a ser «la sal de la tierra» y «la luz del mundo» (Mt 5,13.14), nos ofrece la fuerza del Espíritu para llevar a cabo ese ideal cada vez mejor.
6. Pienso que las palabras de Cristo: «Vosotros sois la sal de la tierra… vosotros sois la luz del mundo», tendrían que ser el hilo conductor del Sínodo, y también el del período postsinodal. Dirigiéndome al conjunto de los fieles africanos en Yaundé, les dije: «Por Jesús, hace dos mil años, Dios ha traído en persona la luz y la sal a África. Desde entonces, la semilla de su presencia está en el fondo de los corazones de este querido continente y germina poco a poco más allá y a través de los avatares de la historia humana de vuestra tierra»[5].
7. La Exhortación apostólica Ecclesia in Africa ha hecho suya «la idea-guía de la Iglesia como Familia de Dios», y en ella los Padres sinodales «han reconocido una expresión de la naturaleza de la Iglesia particularmente apropiada para África. En efecto, la imagen pone el acento en la solicitud por el otro, la solidaridad, el calor de las relaciones, la acogida, el diálogo y la confianza»[6]. La Exhortación invita a las familias cristianas africanas a ser «iglesias domésticas»[7] para ayudar a sus comunidades respectivas a reconocer que pertenecen a un solo y mismo Cuerpo. Esta imagen es importante no sólo para la Iglesia en África, sino también para la Iglesia universal, en una época en que la familia está amenazada por quienes desean una vida sin Dios. Privar de Dios al continente africano, sería hacerlo morir poco a poco arrancándole su alma.
8. En la tradición viva de la Iglesia, como respuesta a las expectativas de la Exhortación apostólica Ecclesia in Africa[8], considerar a la Iglesia como una familia y una fraternidad, es restaurar un aspecto de su patrimonio. En esa realidad en la que Jesucristo, «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29), ha reconciliado a todos los hombres con Dios Padre (cf. Ef 2,14-18) y le ha dado el Espíritu Santo (cf. Jn 20,22), la -Iglesia se convierte a su vez en portadora de la Buena Nueva de la filiación divina de toda persona humana. Ella está llamada a transmitirla a toda la humanidad, proclamando la salvación que Cristo ha logrado para nosotros, celebrando la comunión con Dios y viviendo la fraternidad en la solidaridad.
9. La memoria de África conserva el dolor de las cicatrices dejadas por las luchas fratricidas entre etnias, por la esclavitud y la colonización. Todavía hoy, el continente se enfrenta a rivalidades, a nuevas formas de esclavitud y de colonización. La primera Asamblea especial lo había comparado a la víctima de los bandidos, dejada moribunda al lado del camino (cf. Lc 10,25-37). Por eso se ha podido hablar de la «marginación» de África. Una tradición nacida en tierra africana identifica al buen Samaritano con el mismo Señor Jesús e invita a la esperanza. En efecto, Clemente de Alejandría escribía: «¿Quién, más que él, ha tenido piedad de nosotros, que estábamos, por decirlo así, muertos por los poderes del mundo de las tinieblas, postrados por tantas heridas, temores, deseos, cóleras, tristezas, mentiras y placeres? El único médico de esas heridas es Jesús»[9]. Hay, pues, numerosos motivos para la esperanza y la acción de gracias. Así, por ejemplo, pese a las grandes pandemias –como el paludismo, el sida, la tuberculosis y otras–, que diezman la población, y que la medicina trata siempre de erradicar con más eficacia, África conserva su alegría de vivir, de celebrar la vida que proviene del Creador, acogiendo nacimientos para que crezca la familia y la comunidad humana. Veo también un motivo de esperanza en el rico patrimonio intelectual, cultural y religioso que África posee. Ella desea preservarlo, explorarlo más y darlo a conocer al mundo. Se trata de una aportación esencial y positiva.
10. La segunda Asamblea sinodal para África abordó el tema de la reconciliación, de la justicia y de la paz. La rica documentación que me ha sido enviada tras las Sesiones –los Lineamenta, el Instrumentum laboris, los informes redactados antes y después de la discusiones y las aportaciones de los grupos de trabajo–, invita a «transformar la teología en pastoral, es decir, en un ministerio pastoral muy concreto, en el que las grandes visiones de la Sagrada Escritura y de la Tradición se aplican a la actividad de los obispos y de los sacerdotes en un tiempo y en un lugar determinados»[10].
11. Por preocupación paternal y pastoral, dirijo, pues, este documento al África de hoy, que ha conocido los traumatismos y conflictos que sabemos. El hombre está marcado por su pasado, pero vive y camina en el hoy. Mira el futuro. Como el resto del mundo, África experimenta un torbellino cultural que afecta a los fundamentos milenarios de la vida social y hace difícil a veces el encuentro con la modernidad. En esta crisis antropológica con la que se enfrenta el continente africano, podrá hallar caminos de esperanza instaurando un diálogo entre los miembros de los ámbitos religiosos, sociales, políticos, económicos, culturales y científicos. Tendrá entonces que hallar y promover un concepto de la persona y de su relación con la realidad basada en una renovación espiritual profunda.
12. En la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa, Juan Pablo II subrayaba que «no obstante la civilización contemporánea de la “aldea global”, en África como en otras partes del mundo el espíritu de diálogo, paz y reconciliación está lejos de habitar en el corazón de todos los hombres. Las guerras, conflictos, actitudes racistas y xenófobas aún dominan demasiado el mundo de las relaciones humanas»[11]. La esperanza, que caracteriza la vida auténticamente cristiana, recuerda que el Espíritu Santo actúa en todas partes, también en el continente africano, y que las fuerzas de la vida, que nacen del amor, vencen siempre las fuerzas de la muerte (cf. Ct 8,6-7). Por eso, los Padres sinodales han visto cómo las dificultades que encuentran en sus países respectivos y en las Iglesias particulares de África no son obstáculos que impidan avanzar, sino que más bien desafían lo mejor que hay en nosotros: la imaginación, la inteligencia, la vocación a seguir sin arredrarse las huellas de Jesucristo, la búsqueda de Dios, «Amor eterno y Verdad absoluta»[12]. Junto con todos los que intervienen en la sociedad africana, la Iglesia se siente llamada a hacer frente a dichos desafíos. Es, en cierta manera, como un imperativo del Evangelio.
13. Con este documento, deseo ofrecer los frutos y esperanzas del Sínodo, invitando a todos los hombres de buena voluntad a mirar a África con fe y amor, para ayudarla a que sea, por Cristo y por el Espíritu Santo, luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-14). Un valioso tesoro está presente en el alma de África, donde veo un «inmenso “pulmón” espiritual para una humanidad que se halla en crisis de fe y esperanza»,[13] gracias a la inaudita riqueza humana y espiritual de sus hijos, de de sus culturas multicolores, de su suelo y subsuelo con riquezas inmensas. Sin embargo, para mantenerse en pie, con dignidad, África necesita oír la voz de Cristo que proclama hoy el amor al otro, incluso al enemigo, hasta la entrega de su propia sangre, y que ora hoy por la unidad y la comunión de todos los hombres en Dios (cf. Jn 17,20-21).
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PRIMERA PARTE
«AHORA HAGO NUEVAS TODAS LAS COSAS» (Ap 21,5)
14. El Sínodo ha permitido discernir las líneas maestras de la misión para un África que desea la reconciliación, la justicia y la paz. Depende de las iglesias particulares traducir estas líneas en «fervientes propósitos y en líneas de acción concretas»[14]. En efecto, «en las Iglesias particulares es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas –objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios– que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura»[15] africana.
CAPÍTULO I Al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz
I. Servidores auténticos de la Palabra de Dios
15. Un África que avanza, alegre y viva, manifiesta la alabanza de Dios. Como hacía notar san Ireneo: «La gloria de Dios, es el hombre viviente»; pero añade inmediatamente: «La vida del hombre, es la visión de Dios»[16]. Por eso, es tarea de la Iglesia todavía hoy el llevar el mensaje del Evangelio al corazón de las sociedades africanas, conducir a la visión de Dios. Como la sal da sabor a los alimentos, ese mensaje convierte a las personas que lo viven en auténticos testigos. Todos los que crecen así se hacen capaces de reconciliarse en Jesucristo. Se convierten en luz para sus hermanos. Por ello, con los Padres del Sínodo, invito «a la Iglesia […] en África a dar testimonio en su servicio de la reconciliación, la justicia y la paz, como “sal de la tierra” y “luz del mundo”»,[17] para que su vida responda a esta llamada: «Levántate, Iglesia en África, familia de Dios, porque te llama el Padre celestial».[18]
16. Es una dicha que Dios haya permitido celebrar el Segundo Sínodo para África inmediatamente después del dedicado a la Palabra de Dios en la vida y la misión de la Iglesia. Este Sínodo había recordado el imperioso deber del discípulo de escuchar a Cristo que llama a través de su Palabra. Por ella, los fieles aprenden a escuchar a Cristo y a dejarse orientar por el Espíritu Santo que revela el sentido de todas las cosas (cf. Jn 16,13). En efecto, la «lectura y la meditación de la Palabra de Dios nos inserta más profundamente en Cristo y orientan nuestro ministerio de servidores de la reconciliación, la justicia y la paz»[19]. Como recuerda el Sínodo, «para convertirse en sus hermanos o hermanas se necesita ser “los hermanos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8,21). La escucha auténtica es obedecer y actuar, es hacer florecer en la vida la justicia y el amor, es dar tanto en la existencia como en la sociedad un testimonio en la línea de la llamada de los profetas que constantemente unía la Palabra de Dios y la vida, la fe y la rectitud, el culto y el compromiso social»[20]. Escuchar y meditar la Palabra de Dios, es desear que ésta penetre y forme nuestra vida para reconciliarnos con Dios, para permitir que Dios nos conduzca a una reconciliación con el prójimo, camino necesario para la construcción de una comunidad de personas y de pueblos. Que la Palabra de Dios se encarne realmente en nuestro rostro y en nuestra vida.
II. Cristo en el corazón de la realidad africana: fuente de reconciliación, justicia y paz
17. Los tres conceptos principales del tema sinodal, a saber, la reconciliación, la justicia y la paz, han puesto al Sínodo ante su «responsabilidad teológica y social»[21], y han permitido preguntarse también por el papel público de la Iglesia y su lugar en el espacio africano actual[22]. «Se podría decir que reconciliación y justicia son las dos condiciones esenciales de la paz que, por consiguiente, también definen en cierta medida su naturaleza».[23] La tarea que hemos de precisar no es fácil, porque se sitúa entre el compromiso inmediato en política –que no corresponde a la competencia directa de la Iglesia– y el repliegue o la posible evasión en teorías teológicas y espirituales, corriendo así el peligro de resultar una huida frente a una responsabilidad concreta en la historia humana.
18. «La paz os dejo, mi paz os doy», dice el Señor, que añade: «No os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27). La paz de los hombres conseguida sin la justicia es ilusoria y efímera. La justicia de los hombres que no brote de la reconciliación por la «verdad del amor» (cf. Ef 4,15) queda inacabada; no es auténtica justicia. El amor de la verdad –«la verdad plena» a la que sólo el Espíritu puede llevarnos (cf. Jn 16,13)– es la que traza el camino que toda justicia humana ha de seguir para conseguir restaurar los lazos fraternos en la «familia humana, comunidad de paz»[24], reconciliada con Dios por Cristo. La justicia no es algo desencarnado. Hunde necesariamente sus raíces en la coherencia humana. Una caridad que no respete la justicia y el derecho de todos, es errónea. Animo a los cristianos, pues, a ser ejemplares en lo que toca a la justicia y la caridad (cf. Mt 5,19-20).
A. «Dejaos reconciliar con Dios» (2 Co 5,20b)
19. «Reconciliación es un concepto pre-político y una realidad pre-política, que precisamente por eso es de suma importancia para la tarea de la política misma. Si no se crea en los corazones la fuerza de la reconciliación, el compromiso político por la paz se queda sin su presupuesto interior. En el Sínodo, los Pastores de la Iglesia se comprometieron en favor de la purificación interior del hombre, que es la condición preliminar esencial para la edificación de la justicia y de la paz. Pero esa justificación y maduración interior hacia una verdadera humanidad no pueden existir sin Dios»[25].
20. En efecto, la gracia de Dios es la que nos da un corazón nuevo y nos reconcilia con Él y con los otros[26]. Es Cristo quien ha restaurado la humanidad en el amor del Padre. La reconciliación tiene, pues, su fuente en este amor; nace de la iniciativa del Padre de reanudar la relación con la humanidad, relación rota por el pecado del hombre. En Jesucristo, «en su vida y su ministerio, pero sobre todo en su muerte y resurrección, san Pablo ve a Dios Padre reconciliando consigo al mundo (todas las cosas en el cielo y la tierra), sin tener en cuenta ya los pecados de la humanidad (2 Co 5,19; Rm 5,10; Col 1,21-22). El Apóstol ve cómo Dios Padre reconcilia a judíos y gentiles consigo mismo en un solo cuerpo a través de la cruz (Ef 2,16). San Pablo ve también a Dios reconciliar a judíos y gentiles, creando un hombre nuevo en lugar de dos pueblos (Ef 2,15; 3,6). Así, la experiencia de la reconciliación establece una comunión en dos niveles: la comunión entre Dios y la humanidad; y a partir de la experiencia de reconciliación, nos convierte (a la humanidad reconciliada) “en embajadores de la reconciliación”. Se restablece también la comunión entre los hombres»[27]. «La reconciliación, por lo tanto, no se limita a Dios que en Cristo atrae a sí a una humanidad alienada y pecadora, a través del perdón de los pecados y el amor. También es la restauración de las relaciones entre las personas conciliando las diferencias y eliminando los obstáculos en sus relaciones, gracias a su experiencia del amor de Dios»[28]. La parábola del hijo pródigo lo explica cuando el evangelista nos presenta en el retorno del hijo menor, es decir en su conversión, la necesidad de reconciliarse, por un lado, con su padre y, por otro, con su hermano mayor por la mediación del padre (cf. Lc 15,11-32). Hay testimonios conmovedores de los fieles de África, «testimonios concretos de sufrimientos y de reconciliación en las tragedias de la historia reciente del continente»[29] que muestran el poder del Espíritu Santo que transforma los corazones de las víctimas y de sus verdugos para restablecer la fraternidad[30].
21. En efecto, sólo una auténtica reconciliación engendra una paz duradera en la sociedad. Ciertamente, sus protagonistas son las autoridades gubernamentales y los jefes tradicionales, pero también los simples ciudadanos. Después de un conflicto, la reconciliación, gestionada y llevada a cabo a menudo en el silencio y la discreción, restaura la unión de los corazones y la convivencia serena. Gracias a ella, tras largos períodos de guerra, las naciones encuentran la paz, y sociedades profundamente heridas por la guerra civil o el genocidio reconstruyen su unidad. Dando y acogiendo el perdón[31] se ha podido sanar la memoria herida de personas o de comunidades, y familias antes divididas hayan encontrado la armonía. «La reconciliación supera las crisis, restaura la dignidad de las personas y abre el camino al desarrollo y a la paz estable entre los pueblos a todos los niveles»[32], han podido subrayar los Padres del Sínodo.
Para llegar a ser efectiva, esta reconciliación deberá ir acompañada de un gesto valiente y honrado: buscar a los responsables de esos conflictos, de los que han ordenado los crímenes y se han entregado a toda clase de componendas, determinando su responsabilidad. Las víctimas tienen derecho a la verdad y a la justicia. Es importante actualmente y para el futuro purificar la memoria para construir una sociedad mejor en la que estas tragedias no se vuelvan a repetir.
B. Ser justos y construir un orden social justo
22. Ciertamente, la construcción de un orden social justo es en primera instancia una tarea de la política.[33] Sin embargo, una de las tareas de la Iglesia en África consiste en formar conciencias rectas y receptivas a las exigencias de la justicia, para que sean cada vez más los hombres y mujeres comprometidos y capaces de realizar ese orden social justo por medio de su conducta responsable. El modelo por excelencia, a partir del cual la Iglesia piensa y razona, y que propone a todos, es Cristo.[34] Según su doctrina social, «la Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer y no pretende “de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados”. No obstante, tiene una misión de verdad que cumplir […] Esta misión de verdad es irrenunciable. Su doctrina social es una dimensión singular de este anuncio: está al servicio de la verdad que libera»[35].
23. Gracias a las Comisiones de Justicia y Paz, la Iglesia se ha comprometido en la formación cívica de los ciudadanos y en el acompañamiento del proceso electoral en diferentes naciones. Contribuye así a la educación de la población y a despertar su conciencia y sus responsabilidades ciudadanas. Este papel educativo concreto es apreciado por un gran número de países, que reconocen a la Iglesia como artífice de paz, agente de reconciliación y heraldo de la justicia. Conviene repetir que, distinguiendo el papel de los Pastores y el de los fieles laicos, la misión de la Iglesia no es de orden político.[36] Su función es educar al mundo en el sentido religioso proclamando a Cristo. La Iglesia desea ser signo y salvaguarda de la trascendencia de la persona humana. Por eso debe educar a los hombres a buscar la verdad suprema ante lo que ellos son y sus interrogantes, para encontrar soluciones justas a sus problemas[37].
1. Vivir de la justicia de Cristo
24. En el plano social, la conciencia humana se ve interpelada por las graves injusticias que hay en nuestro mundo en general, y en África en particular. Que una minoría confisque los bienes de la tierra en detrimento de pueblos enteros, es inaceptable porque es inmoral. La justicia obliga a «dar a cada uno lo suyo» – ius suum unicuique tribuere[38]. Se trata, pues, de hacer justicia a los pueblos. África es capaz de asegurar a todos –personas y naciones del continente– las condiciones básicas que les permitan participar en el desarrollo[39]. Los Africanos podrán así poner los talentos y las riquezas que Dios les ha dado al servicio de su tierra y de sus hermanos. La justicia, vivida en todas las dimensiones de la vida, privada y pública, económica y social, precisa ser sostenida por la subsidiaridad y la solidaridad y, más aún, estar animada por la caridad. «Según el principio de subsidiaridad, ni el Estado ni ninguna sociedad más amplia deben suplantar la iniciativa y la responsabilidad de las personas y de las corporaciones intermedias»[40]. La solidaridad es garantía de la justicia y la paz, de la unidad, pues tiende a que «la abundancia de unos supla la falta de los otros»[41]. Y la caridad, que asegura el vínculo con Dios, va más lejos que la justicia distributiva. Porque si «la justicia es virtud que distribuye a cada uno su propio bien… no es la justicia del hombre la que sustrae el hombre al verdadero Dios»[42].
25. Dios mismo nos muestra la verdadera justicia cuando, por ejemplo, vemos a Jesús entrar en la vida de Zaqueo y ofrecer así al pecador la gracia de su presencia (cf. Lc 19,1-10). ¿Cómo es la justicia de Cristo? Los testigos del encuentro con Zaqueo observan a Jesús (cf. Lc 19,7); su murmullo de reprobación manifiesta un amor de la justicia. Ignoran, sin embargo, la justicia del amor que se abre hasta el extremo, hasta hacer recaer sobre sí la «maldición» debida a los humanos, y recibir en cambio la «bendición» que es el don de Dios (cf. Ga 3,13-14). La justicia divina ofrece a la justicia humana, siempre limitada e imperfecta, el horizonte hacia el que debe tender para realizarse plenamente. Nos hace tomar conciencia, además, de nuestra propia indigencia, de la necesidad del perdón y la amistad de Dios. Es lo que vivimos en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía que fluyen de la acción de Cristo. Esta acción nos introduce en una justicia en la que recibimos mucho más de lo que teníamos derecho a esperar porque, en Cristo, la caridad es el compendio de la Ley (cf. Rm 13,8-10).[43] Por Cristo, único modelo, el justo es invitado a entrar en el orden del amor-agápē.
2. Un orden justo en la lógica de las Bienaventuranzas
26. El discípulo de Cristo, unido a su Maestro, debe contribuir a formar una sociedad justa en la que todos puedan participar activamente con sus propios talentos en la vida social y económica. Podrán ganar lo que les es necesario para vivir según su dignidad humana en una sociedad en la que la justicia será vivificada por el amor.[44] Cristo no propone una revolución de tipo social o político, sino la del amor, realizada en el don total de su persona en su muerte en la Cruz y su Resurrección. Sobre esta revolución del amor se fundan las Bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-10). Éstas ofrecen el nuevo horizonte de justicia inaugurado en el misterio pascual, gracias al cual podemos llegar a ser justos y construir un mundo mejor. La justicia de Dios que nos revelan las Bienaventuranzas levanta a los humildes y abaja a los que se ensalzan. Se cumple verdaderamente en el reino de Dios, que llegará a su cumplimento al final de los tiempos. Pero se manifiesta ya desde ahora, allí donde los pobres son consolados y admitidos al festín de la vida.
27. Según la lógica de las Bienaventuranzas, se ha de tener una atención preferencial con el pobre, el hambriento, el enfermo –por ejemplo de sida, tuberculosis o paludismo, con el ex-tranjero, el humillado, el prisionero, el emigrante despreciado, el refugiado o el desplazado (cf. Mt 25,31-46). La respuesta a sus necesidades en la justicia y la caridad depende de todos. África espera esa atención de toda la familia humana así como de sí misma.[45] Pero deberá comenzar por introducir en su propio seno, y resueltamente, la justicia política, social y administrativa, elementos de la cultura política necesaria para el desarrollo y la paz. Por su parte, la Iglesia aportará su contribución específica apoyándose en la enseñanza de las Bienaventuranzas.
C. El amor en la verdad: fuente de paz
28. La perspectiva social que muestra el actuar de Cristo, fundada en el amor, trasciende el minimum que exige la justicia humana: es decir que se dé al otro lo que corresponda. La lógica interna del amor va más allá de esta justicia y llega hasta dar lo que se posee[46]: «No amemos de palabra y con la boca, sino con hechos y de verdad» (1 Jn 3,18). Como su Maestro, el discípulo de Cristo irá aún más lejos, hasta el don de sí mismo por sus hermanos (cf. 1 Jn 3,16). Es el precio de la paz auténtica en Dios (cf. Ef 2,14).
1. Servicio fraterno concreto
29. Ni siquiera una sociedad desarrollada, puede prescindir del servicio fraterno animado por el amor. «Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo»[47]. Es el amor lo que alivia los corazones heridos, solitarios, abandonados. Es el amor lo que crea la paz o la restablece en el corazón humano y la instaura entre los hombres.
2. La Iglesia como centinela
30. En la situación actual de África, la Iglesia está llamada a hacer oír la voz de Cristo. Desea seguir la recomendación de Jesús a Nicodemo, que se preguntaba por la posibilidad de renacer: «Tenéis que nacer de nuevo» (Jn3,7). Los misioneros han propuesto a los Africanos ese nuevo nacimiento «del agua y del espíritu» (Jn3,5), una Buena Noticia que toda persona tiene derecho a oír para realizar plenamente su vocación[48]. La Iglesia en África vive de esa herencia. A causa de Cristo, y por fidelidad a su enseñanza de vida, se siente impulsada a estar presente allí donde la humanidad conoce el sufrimiento y a hacerse eco del grito silencioso de los inocentes perseguidos, o de los pueblos cuyos gobernantes hipotecan el presente y el futuro en nombre de intereses personales[49]. Por su capacidad para reconocer el rostro de Cristo en el niño, el enfermo, el que sufre o el necesitado, la Iglesia contribuye a forjar lentamente pero con seguridad el África nueva. En su función profética, cada vez que los pueblos elevan su voz diciéndole: «Vigía, ¿qué queda de la noche?» (Is 21,11), la Iglesia desea estar lista para dar razón de la esperanza que lleva en sí (cf. 1 P 3,15) porque una aurora nueva asoma al horizonte (cf. Ap 22,5). Sólo el rechazo de la deshumanización del hombre, y del conformismo –por miedo a la prueba o al martirio– servirá de verdad a la causa del Evangelio. «En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: Yo he vencido al mundo» (Jn16,33). La paz auténtica viene de Cristo (cf. Jn 14,27). No se parece a la del mundo. No es fruto de negociaciones y acuerdos diplomáticos basados en intereses. Es la paz de la humanidad reconciliada consigo misma en Dios, y de la que la Iglesia es el sacramento[50].
CAPÍTULO II Los campos para la reconciliación, la justicia y la paz
31. Deseo ahora indicar algunos campos que los Padres del Sínodo han identificado para la misión actual de la Iglesia en su preocupación por ayudar a África a emanciparse de las fuerzas que la paralizan. ¿No dijo Cristo primeramente al paralítico: «Tus pecados están perdonados» y luego, «ponte en pie» (Lc 5,20.24)?
I. Atención a la persona humana
A. La metanoia: una auténtica conversión
32. Ante la situación del continente, la mayor preocupación de los miembros del Sínodo ha sido cómo grabar en el corazón de los africanos discípulos de Cristo la voluntad de comprometerse efectivamente en vivir el Evangelio en su existencia y en la sociedad. Cristo llama constantemente a la metanoia, a la conversión[51]. Los cristianos están marcados por el espíritu y las costumbres de su época y de su ambiente. Por la gracia del bautismo, están invitados a renunciar a las tendencias nocivas dominantes e ir contracorriente. Esto exige un compromiso decidido para «una conversión continua hacia el Padre, fuente de toda verdadera vida, el único capaz de liberarnos del mal, de toda tentación y mantenernos en su Espíritu, en un mismo combate contra las fuerzas del mal»[52]. La conversión sólo es posible apoyándose en convicciones de fe consolidadas por una catequesis auténtica. Conviene pues «mantener una relación viva entre el catecismo aprendido de memoria y el catecismo vivido, para llegar a una conversión de vida profunda y permanente»[53]. La conversión se vive de manera especial en el Sacramento de la Reconciliación, al que se prestará una atención particular para que sea una verdadera «escuela del corazón». En esa escuela, el discípulo de Cristo se forja poco a poco en una vida cristiana adulta, atenta a las dimensiones teologales y morales de sus actos, haciéndose así capaz de «hacer frente a las dificultades de la vida social, política, económica y cultural»[54] y llevar una vida marcada por el espíritu evangélico. La contribución de los cristianos en África sólo será decisiva si la inteligencia de la fe llegará a la inteligencia de la realidad[55]. Para ello, es indispensable la educación en la fe, de lo contrario Cristo no será más que un nombre suplementario adherido a nuestras teorías. La palabra y el testimonio van a la par[56]. Pero el testimonio solo no es suficiente, porque «el más hermoso testimonio se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado –lo que Pedro llamaba dar “razón de vuestra esperanza” (1 P 3,15)–, explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús».[57]
B. Vivir la verdad del Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación
33. Los miembros del Sínodo señalaron también que muchos cristianos en África adoptan una actitud ambigua frente a la celebración del Sacramento de la Reconciliación, mientras que estos mismos cristianos suelen ser muy escrupulosos en la aplicación de los ritos tradicionales de la reconciliación. Para ayudar a los fieles católicos a vivir un auténtico camino hacia la metanoia en la celebración de este Sacramento, en el que la mentalidad se oriente por completo al encuentro con Cristo,[58] sería bueno que los obispos hicieran un estudio serio de las ceremonias tradicionales africanas de reconciliación para evaluar los aspectos positivos y las limitaciones. En efecto, estas mediaciones pedagógicas tradicionales[59] no pueden sustituir al Sacramento en ninguna circunstancia. La Exhortación apostólica postsinodal Reconciliatio et paenitentia, del beato Juan Pablo II, señaló claramente el ministro y las formas del Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación[60]. Estas mediaciones pedagógicas tradicionales sólo pueden ayudar a reducir el desgarro sentido y vivido por algunos fieles, ayudándolos a abrirse con mayor profundidad y verdad a Cristo, el único gran Mediador, para recibir la gracia del Sacramento de la Penitencia. Celebrado con fe, este sacramento es suficiente para reconciliarnos con Dios y con el prójimo[61]. En definitiva, es Dios quien, en su Hijo, nos reconcilia con Él y con los demás.
C. Espiritualidad de comunión
34. La reconciliación no es un acto aislado, sino un largo proceso gracias al cual cada uno se ve restablecido en el amor, un amor que sana por la acción de la Palabra de Dios. Esta se convierte entonces en una forma de vivir, y a la vez en una misión. Para alcanzar una verdadera reconciliación, y llevar a la práctica la espiritualidad de comunión por la reconciliación, la Iglesia necesita testigos que estén profundamente arraigados en Cristo, y que se alimenten de su Palabra y de los Sacramentos. Así, aspirando a la santidad, estos testigos son capaces de implicarse en la obra de comunión de la Familia de Dios, comunicando al mundo, incluso con el martirio, el espíritu de reconciliación, de justicia y paz, a ejemplo de Cristo.
35. Quisiera recordar lo que el Papa Juan Pablo II proponía a toda la Iglesia como condiciones de una espiritualidad de comunión: ser capaces de reconocer la luz del misterio de la Trinidad también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado[62]; estar atento, «al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico, considerándolo como “uno que me pertenece”, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad»[63]; la capacidad de reconocer lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como un don que Dios me hace a través de aquel que lo ha recibido, más allá de su persona, que se transforma entonces en un administrador de las gracias divinas; en fin, «saber “dar espacio” al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias»[64].
De este modo, maduran hombres y mujeres de fe y de comunión, que dan prueba de valentía con la verdad y la abnegación, e iluminados por la alegría. Dan también un testimonio profético de una vida coherente con su fe. María, Madre de la Iglesia, que supo acoger la Palabra de Dios, es su modelo: por su escucha de la Palabra, Ella alcanzó a comprender las necesidades de los hombres y a interceder por ellos con compasión[65].
D. Inculturación del Evangelio y evangelización de la cultura
36. Para lograr esta comunión, sería bueno volver a examinar una necesidad mencionada durante la Primera Asamblea del Sínodo para África: un estudio exhaustivo de las tradiciones culturales africanas. Los miembros del Sínodo han constatado la existencia de una dicotomía entre ciertas prácticas tradicionales de las culturas africanas y las exigencias específicas del mensaje de Cristo. La preocupación por la relevancia y la credibilidad exige de la Iglesia un profundo discernimiento con vistas a identificar los aspectos culturales que obstaculizan la encarnación de los valores del Evangelio, así como los que los promueven[66].
37. Sin embargo, no debemos olvidar que el Espíritu Santo es el verdadero protagonista de la inculturación, «es el que precede, en modo fecundo, al diálogo entre la Palabra de Dios, revelada en Jesucristo, y las inquietudes más profundas que brotan de la multiplicidad de los hombres y de las culturas. Así continúa en la historia, en la unidad de una misma y única fe, el acontecimiento de Pentecostés, que se enriquece a través de la diversidad de lenguas y culturas»[67]. El Espíritu Santo actúa para que el Evangelio sea capaz de impregnar todas las culturas, sin dejarse atenazar por ninguna de ellas[68]. Los Obispos se preocuparán de velar para que esta exigencia de inculturación se cumpla según las normas establecidas por la Iglesia. Discernir los elementos culturales y tradiciones contrarios al Evangelio ayudará a separar el trigo de la cizaña (cf. Mt 13,26). De este modo, el cristianismo, aunque permaneciendo fiel a sí mismo, con absoluta fidelidad al anuncio evangélico y a la tradición de la Iglesia, asumirá el rostro de las innumerables culturas y pueblos donde ha sido acogido y ha arraigado. Así, la Iglesia llegará a ser un icono del futuro que el Espíritu de Dios nos prepara[69], icono al que África ofrecerá su propia contribución. En esta obra de inculturación, tampoco hay que olvidar la tarea, igualmente esencial, de la evangelización del mundo de la cultura contemporánea africana.
38. Son conocidas las iniciativas de la Iglesia en la apreciación positiva y en la preservación de las culturas africanas. Es muy importante continuar con esta tarea, dado que la entremezcla de los pueblos, aun siendo un enriquecimiento, frecuentemente debilita las culturas y la sociedades. Lo que está en juego en estos encuentros entre culturas es la identidad de las comunidades africanas. Hay que esforzarse, pues, en transmitir los valores que el Creador ha infundido en los corazones de los africanos desde la noche de los tiempos. Estos han servido de matriz para modelar sociedades que viven en una cierta armonía, porque llevan en su interior formas tradicionales de regular una convivencia pacífica. Por tanto, hay que dar relieve a estos elementos positivos, iluminándolos desde dentro (cf. Jn 8,12), para que el cristiano sea realmente alcanzado por el mensaje de Cristo, y de este modo la luz de Dios brille en los ojos de los hombres. Entonces, al ver las buenas obras de los cristianos, los hombres y las mujeres darán gloria «al Padre que está en el cielo» (Mt 5,16).
E. El don de Cristo: la Eucaristía y la Palabra de Dios
39. Más allá de las diferencias de origen o de cultura, el gran desafío que nos aguarda a todos es discernir en la persona humana, amada de Dios, el fundamento de una comunión que respete e integre las aportaciones particulares de las diversas culturas[70]. «Debemos abrir realmente estas fronteras entre tribus, etnias y religiones a la universalidad del amor de Dios»[71]. Hombres y mujeres diferentes por su origen, cultura, lengua o religión pueden convivir armónicamente.
40. En efecto, el Hijo de Dios ha puesto su morada entre nosotros; ha derramado su sangre por nosotros. Cumpliendo su promesa de estar con nosotros hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20), se nos entrega cada día como alimento en la Eucaristía y en las Escrituras. En la Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini, escribí que «Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico. La Eucaristía nos ayuda a entender la Sagrada Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su vez, ilumina y explica el misterio eucarístico»[72].
41. En efecto, la Escritura Santa atestigua que la Sangre derramada de Cristo se transforma por el bautismo en el principio y el vínculo de una nueva fraternidad. Ésta es lo opuesto a la división, como el tribalismo, el racismo o el etnocentrismo (cf. Ga 3,26-28). La Eucaristía es la fuerza que congrega a los hijos de Dios dispersos y los mantiene en comunión[73], «puesto que por nuestras venas circula la misma Sangre de Cristo, que nos convierte en hijos de Dios, miembros de la Familia de Dios».[74] Al acoger a Jesús en la Eucaristía y en la Escritura, somos enviados al mundo para ofrecerle a Cristo, poniéndonos al servicio de los demás (cf. Jn 13,15; 1 Jn 3,16).[75]
II. La convivencia
A. La familia
42. La familia es el «santuario de la vida» y una célula vital de la sociedad y de la Iglesia. En ella es «donde se plasma el rostro de un pueblo y sus miembros adquieren las enseñanzas fundamentales. Ellos aprenden a amar en cuanto son amados gratuitamente, aprenden el respeto a las otras personas en cuanto son respetados, aprenden a conocer el rostro de Dios en cuanto reciben su primera revelación de un padre y una madre llenos de atenciones. Cuando faltan estas experiencias fundamentales, es el conjunto de la sociedad el que sufre violencia y se vuelve, a su vez, generador de múltiples violencias»[76].
43. La familia es ciertamente el lugar propicio para aprender y practicar la cultura del perdón, de la paz y la reconciliación. «En una vida familiar “sana” se experimentan algunos elementos esenciales de la paz: la justicia y el amor entre hermanos y hermanas, la función de la autoridad manifestada por los padres, el servicio afectuoso a los miembros más débiles, porque son pequeños, ancianos o están enfermos, la ayuda mutua en las necesidades de la vida, la disponibilidad para acoger al otro y, si fuera necesario, para perdonarlo. Por eso, la familia es la primera e insustituible educadora de la paz»[77]. A causa de su importancia capital y de las amenazas que se ciernen sobre esta institución –la distorsión de la noción misma de matrimonio y familia, la infravaloración de la maternidad y la banalización del aborto, la facilitación del divorcio y el relativismo de una «nueva ética»–, la familia tiene necesidad de ser protegida y defendida[78], para que preste ese servicio que la sociedad misma espera de ella, es decir, ofrecer hombres y mujeres capaces de construir un entramado social de paz y armonía.
44. Aliento vivamente a las familias, pues, a hallar inspiración y fuerza en el Sacramento de la Eucaristía, para vivir la novedad radical que Cristo ha traído al corazón de la vida cotidiana, novedad que lleva a cada uno a ser testigo capaz de difundir luz en su ambiente de trabajo y en toda la sociedad. «El amor entre el hombre y la mujer, la acogida de la vida y la tarea educativa son ámbitos privilegiados en los que la Eucaristía puede mostrar su capacidad de transformar la existencia y llenarla de sentido»[79]. No hay duda que participar en la Eucaristía dominical es una exigencia de la conciencia cristiana y que al mismo tiempo la forma[80].
45. Por otra parte, reservar en la familia un lugar destacado para la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: el primado de la gracia. La oración nos recuerda constantemente el primado de Cristo y, unido a ello, el primado de la vida interior y de la santidad. El diálogo con Dios abre el corazón al flujo de la gracia y permite que la Palabra de Cristo pase por nosotros con toda su fuerza. Para ello es necesario que en el seno de la familia se escuche asiduamente y se lea con atención la Santa Escritura[81].
46. Más aún, «la misión educativa de la familia cristiana [es] como un verdadero ministerio, por medio del cual se transmite e irradia el Evangelio, hasta el punto de que la misma vida de familia se hace itinerario de fe y, en cierto modo, iniciación cristiana y escuela de los seguidores de Cristo. En la familia consciente de tal don, como escribió Pablo VI, “todos los miembros evangelizan y son evangelizados”. En virtud del ministerio de la educación los padres, mediante el testimonio de su vida, son los primeros mensajeros del Evangelio ante los hijos [...] Llegan a ser plenamente padres, es decir engendradores no sólo de la vida corporal, sino también de aquella que, mediante la renovación del Espíritu, brota de la Cruz y Resurrección de Cristo»[82].
B. Los ancianos
47. En África, los ancianos gozan de una veneración especial. No son apartados de las familias o marginados, como en otras culturas. Al contrario, son estimados y están perfectamente integrados en su familia, de la que son la referencia más alta. Esta hermosa realidad africana debería servir de inspiración a la sociedad occidental, para que acoja la ancianidad con mayor dignidad. La Escritura Santa menciona a menudo a las personas mayores. «La mucha experiencia es la corona de los ancianos, y su orgullo es el temor del Señor» (Si 25,6). La ancianidad, a pesar de la fragilidad que parece caracterizarla, es un don que hay que vivir cotidianamente en la disponibilidad serena hacia Dios y el prójimo. Es también el tiempo de la sabiduría, porque en el tiempo vivido ha aprendido la grandeza y la precariedad de la existencia. Así, el anciano Simeón, como hombre de fe, proclama con entusiasmo y sabiduría no un adiós angustiado a la vida, sino una acción de gracias al Salvador del mundo (cf. Lc 2,25-32).
48. Las personas mayores pueden influir de diversos modos sobre la familia gracias a esta sabiduría, a veces difícil de adquirir. Su experiencia les lleva naturalmente no sólo a colmar la diferencia, sino también a afirmar la necesidad de la interdependencia humana. Son un tesoro para todos los miembros de la familia, sobre todo para las parejas jóvenes y los niños que encuentran en ellas comprensión y amor. No siendo sólo transmisores de la vida, contribuyen por su comportamiento a consolidar su hogar (cf. Tt 2,2-5) y, por su oración y su vida de fe, a enriquecer espiritualmente a todos los miembros de su familia y de la comunidad.
49. Con frecuencia, la estabilidad y el orden social están confiados en África todavía a un consejo de ancianos o a jefes tradicionales. De esta manera, los ancianos contribuyen eficazmente a la edificación de una sociedad cada vez más justa que mira hacia adelante, no a través de experimentos, a veces arriesgados, sino gradualmente y con un prudente equilibrio. Los ancianos contribuyen así a la reconciliación de las personas y las comunidades por su sabiduría y experiencia.
50. La Iglesia mira con gran estima a las personas mayores. Deseo volver a deciros, con el beato Juan Pablo II: «La Iglesia os necesita. Pero también la sociedad civil necesita de vosotros [...] Sabed emplear generosamente el tiempo que tenéis a disposición y los talentos que Dios os ha concedido [...] Contribuid a anunciar el Evangelio [...] Dedicad tiempo y energías a la oración».[83]
C. Los hombres
51. Los hombres tienen su propia misión en la familia. Como esposos y padres, mediante la relación conyugal y la educación de los hijos ejercen la noble responsabilidad de aportar valores necesarios para la sociedad.
52. Con los Padres sinodales, animo a los hombres católicos a colaborar activamente en sus familias a la educación humana y cristiana de los hijos, al respeto y a la protección de la vida desde el momento de su concepción[84]. Les invito a instaurar un estilo de vida cristiano, enraizado y fundado en el amor (cf. Ef 3,17). Con san Pablo, les repito: «Amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia. Él se entregó a sí mismo por ella [...] Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son. Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia» (Ef 5,25.28-29). No temáis hacer visible y palpable que no hay amor más grande que dar la vida por quien se ama (cf. Jn 15,13), es decir, y en primer lugar, por la esposa y los hijos. Cultivad una alegría serena en vuestro hogar. El matrimonio es un «don del Señor», decía san Fulgencio de Ruspe[85]. El respeto a la dignidad inviolable de cada persona humana será un antídoto eficaz contra las prácticas tradicionales contrarias al Evangelio y vejatorias particularmente para la mujer.
53. Al manifestar y vivir en la tierra la paternidad misma de Dios (cf. Ef 3,15), estáis llamados a garantizar el desarrollo personal de todos los miembros de la familia, cuna y medio más eficaz para humanizar la sociedad, lugar de encuentro de varias generaciones[86]. Que por la dinámica creadora de la Palabra de Dios misma, crezca vuestro sentido de responsabilidad hasta comprometeros concretamente en la Iglesia[87]. La Iglesia tiene necesidad de testigos convencidos y eficaces de la fe que promuevan la reconciliación, la justicia y la paz y colaboren entusiasta y decididamente a la transformación del entorno familiar y de la sociedad en su conjunto[88]. Con vuestro trabajo que permite asegurar regularmente vuestra subsistencia y la de vuestras familias, dais este testimonio. Más aún, por el ofrecimiento de este trabajo a Dios, os asociáis a la obra redentora de Jesucristo que ha dado al trabajo una dignidad eminente trabajando con sus propias manos en Nazaret[89].
54. La calidad y el esplendor de vuestra vida cristiana depende de una profunda vida de oración, alimentada con la Palabra de Dios y los Sacramentos. Estad, pues, atentos para mantener viva esta dimensión esencial de vuestro compromiso cristiano; vuestro testimonio de fe en las tareas cotidianas, vuestra participación en los movimientos eclesiales, encuentran ahí la fuente de su dinamismo. Así os convertiréis en ejemplos que las jóvenes generaciones desearán imitar, y los ayudaréis de este modo a emprender una vida adulta responsable. No tengáis miedo de hablarles de Dios y de iniciarles con vuestro ejemplo a la vida de fe y al compromiso social y caritativo, ayudándoles a descubrir que verdaderamente han sido creados a imagen y semejanza de Dios: «Los signos de esta imagen divina en el hombre pueden ser reconocidos, no en el aspecto del cuerpo que se corrompe, sino en la prudencia e inteligencia, en la justicia, la moderación, el temperamento, la sabiduría, la instrucción»[90].
D. Las mujeres
55. Las mujeres africanas, con sus muchos talentos y sus preciosos dones, son una gran riqueza para la familia, la sociedad y la Iglesia. Como decía Juan Pablo II: «La mujer es aquella en quien el orden del amor en el mundo creado de las personas halla un terreno para su primera raíz»[91]. La Iglesia y la sociedad necesitan que las mujeres encuentren el puesto que les corresponde en el mundo «para que el ser humano pueda vivir sin deshumanizarse completamente»[92].
56. Aunque es innegable que se ha progresado en favorecer la promoción y la educación de la mujer en algunos países de África, sin embargo, en su conjunto, aún no se ha llegado a valorar y reconocer plenamente su dignidad, sus derechos, así como su aportación esencial a la familia y a la sociedad. La promoción de las jóvenes y las mujeres está menos favorecida que la de los jóvenes y los hombres. Todavía son demasiadas las prácticas humillantes para las mujeres, las vejaciones en nombre de tradiciones ancestrales. Con los Padres sinodales, invito encarecidamente a los discípulos de Cristo a combatir todos los actos de violencia contra las mujeres, a denunciarlos y a condenarlos[93]. En este contexto, sería conveniente que los comportamientos dentro de la Iglesia fueran un modelo para el conjunto de la sociedad.
57. En mi viaje a África, insistí en que «hay que reconocer, afirmar y defender la misma dignidad del hombre y la mujer: ambos son personas, diferentes de cualquier otro ser viviente del mundo que les rodea»[94]. El cambio de mentalidad en este campo es desgraciadamente demasiado lento. La Iglesia tiene la obligación de contribuir a este reconocimiento y liberación de la mujer, siguiendo el ejemplo de Cristo (cf. Mt 15,21-28; Lc 7,36-50; 8,1-3; 10,38-42; Jn 4,7-42). Crear para ella un ámbito en el que pueda tomar la palabra y desarrollar sus talentos mediante iniciativas que refuercen su valía, su autoestima y su especificidad, les permitirá ocupar en la sociedad un puesto igual al del hombre –sin confundir ni uniformar la especifi-cidad de cada uno–, pues ambos son «imagen» del Creador (cf. Gn 1,27). Que los obispos animen y promuevan la formación de las mujeres para que asuman «su propia parte de responsabilidad y de participación en la vida comunitaria de la sociedad y […] de la Iglesia»[95]. Y así contribuirán a la humanización de la sociedad.
58. Vosotras, mujeres católicas, os inscribís en la tradición evangélica de las mujeres que asistían a Jesús y a los apóstoles (cf. Lc 8,3). Sois para las Iglesias locales como la «columna vertebral»[96], pues vuestro número y vuestra presencia activa en vuestras organizaciones son de gran ayuda para el apostolado de la Iglesia. Cuando la paz se ve amenazada y la justicia ultrajada, cuando la pobreza sigue creciendo, vosotras os mantenéis firmes en defensa de la dignidad humana, de la familia y de los valores de la religión. Que el Espíritu Santo suscite sin cesar mujeres santas y valientes que no cejen en su valiosa colaboración espiritual para el crecimiento de nuestras comunidades.
59. Queridas hijas de la Iglesia, aprended continuamente en la escuela de Cristo, como María de Betania, a reconocer su Palabra (cf. Lc 10,39). Formaos en el catecismo y en la Doctrina social de la Iglesia, donde encontraréis los principios que os ayudarán a comportaros como verdaderas discípulas. Así os comprometeréis adecuadamente en los diferentes proyectos en favor de las mujeres. No dejéis de defender la vida, pues Dios os ha hecho receptoras de la vida. La Iglesia estará siempre a vuestro lado. Ayudad con vuestros consejos y ejemplo a las jóvenes para que afronten con paz la vida adulta. Ayudaos mutuamente. Respetad a las más ancianas de entre vosotras. La Iglesia cuenta con vosotras para crear una «ecología humana»[97] mediante el amor y la ternura, la acogida y la delicadeza y, sobre todo, mediante la misericordia, valores que vosotras sabéis inculcar a los hijos, y de los cuales el mundo tiene tanta necesidad. Así, mediante la riqueza de vuestros dones propiamente femeninos[98], favoreceréis la reconciliación de los hombres y de las comunidades.
E. Los jóvenes
60. Los jóvenes son la mayor parte de la población en África. Esta juventud es un don y un tesoro de Dios, por el que toda la Iglesia está agradecida al Señor de la vida[99]. Se ha de amar a esta juventud, estimarla y respetarla. Ella «expresa un deseo profundo, a pesar de posibles ambigüedades, de aquellos valores auténticos que tienen su plenitud en Cristo. ¿No es, tal vez, Cristo el secreto de la verdadera libertad y de la alegría profunda del corazón? ¿No es Cristo el amigo supremo y a la vez el educador de toda amistad auténtica? Si a los jóvenes se les presenta a Cristo con su verdadero rostro, ellos lo experimentan como una respuesta convincente y son capaces de acoger el mensaje, incluso si es exigente y marcado por la Cruz»[100].
61. En la Exhortación Apostólica Postsinodal Verbum Domini, pensando en los jóvenes, escribí: «en la edad de la juventud, surgen de modo incontenible y sincero preguntas sobre el sentido de la propia vida y sobre qué dirección dar a la propia existencia. A estos interrogantes, sólo Dios sabe dar una respuesta verdadera. Esta atención al mundo juvenil implica la valentía de un anuncio claro; hemos de ayudar a los jóvenes a que adquieran confianza y familiaridad con la Sagrada Escritura, para que sea como una brújula que indica la vía a seguir. Para ello, necesitan testigos y maestros, que caminen con ellos y los lleven a amar y a comunicar a su vez el Evangelio, especialmente a sus coetáneos, convirtiéndose ellos mismos en auténticos y creíbles anunciadores»[101].
62. San Benito pide en su Regla que el abad del monasterio escuche a los más jóvenes, diciendo: «Dios inspira a menudo al más joven lo que es mejor»[102]. No dejemos, pues, de involucrar directamente a los jóvenes en la sociedad y la vida de la Iglesia, con el fin de que no se abandone a sentimientos de frustración y rechazo ante la imposibilidad de hacerse cargo de su futuro, especialmente en situaciones en las que los jóvenes son vulnerables por falta de educación, por el desempleo, la explotación política y toda clase de dependencias[103].
63. Queridos jóvenes, pueden tentaros reclamos de todo tipo: ideologías, sectas, dinero, drogas, sexo fácil o violencia. Estad alerta: quienes os hacen estas propuestas quieren destruir vuestro porvenir. No obstante las dificultades, no os dejéis desanimar y no renunciéis a vuestros ideales, a vuestra dedicación y asiduidad en la formación humana, intelectual y espiritual. Para alcanzar el discernimiento, la fuerza necesaria y la libertad para resistir a esas presiones, os animo a poner a Jesucristo en el centro de toda vuestra vida mediante la oración, y también mediante el estudio de la Sagrada Escritura, la práctica de los sacramentos, la formación en la Doctrina social de la Iglesia, así como a participar de manera activa y entusiasta en las agrupaciones y movimientos eclesiales. Haced crecer en vosotros el anhelo de fraternidad, de justicia y de paz. El futuro está en manos de quienes saben encontrar razones sólidas para vivir y para esperar. Si lo queréis, el futuro está en vuestras manos, porque los dones que el Señor ha dispensado a cada uno de vosotros, fortalecidos por el encuentro con Cristo, pueden ofrecer al mundo una esperanza autentica[104].
64. Cuando se trata de orientaros en vuestra opción de vida, cuando os planteéis la cuestión sobre una consagración total –en el sacerdocio ministerial o en la vida consagrada– apoyaros en Cristo, tomadlo como modelo, escuchad su palabra meditándola asiduamente. Durante la homilía en la misa inaugural de mi pontificado, os he exhortado con estas palabras que me parece oportuno repetiros, pues son siempre actuales: «Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana [...] Queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida»[105].
F. Los niños
65. Como los jóvenes, los niños son un regalo de Dios a la humanidad, y han de ser objeto de un cuidado especial por parte de su familia, la iglesia, la sociedad y los gobiernos, pues son una fuente de esperanza y de renovación en la vida. Dios está cercano a ellos de manera especial y su vida es preciosa a sus ojos, aun cuando las circunstancias parecen contrarias o imposibles (cf. Gn 17,17-18; 18,12; Mt 18,10).
66. En efecto, «cada ser humano inocente es absolutamente igual a todos los demás en el derecho a la vida. Esta igualdad es la base de toda auténtica relación social que, para ser verdadera, debe fundamentarse sobre la verdad y la justicia, reconociendo y tutelando a cada hombre y a cada mujer como persona y no como una cosa de la que se puede disponer»[106].
67. Así pues, ¿cómo no deplorar y condenar enérgicamente el trato intolerable que reciben tantos niños en África?[107] La Iglesia es madre y no sabría abandonarlos, sean quienes sean. Hemos de ponerles a la luz del amor de Cristo dándoles su amor, para que ellos oigan decir: «Eres precioso para mí, de gran precio, y te amo» (Is 43,4). Dios quiere la felicidad y la sonrisa de cada niño, y está a su favor «porque de los que son como ellos es el reino de Dios» (Mc 10,14).
68. Jesucristo ha mostrado siempre su predilección por los más pequeños (cf. Mc 10,13-16). El Evangelio mismo está impregnado de la profunda verdad sobre el niño. En efecto, ¿qué quiere decir: «Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3)? ¿Acaso no hace Jesús de los niños un modelo también para los adultos? En los niños, hay algo que nunca debe faltar a quien quiere entrar en el reino de los cielos. Se promete el cielo a todos los que son sencillos como los niños, a todos que, como ellos, están llenos de un espíritu de abandono en la confianza, puros y ricos de bondad. Sólo ellos pueden encontrar en Dios a un Padre y llegar a ser, gracias a Jesús, hijos de Dios. Hijos e hijas de nuestros padres, Dios quiere que todos seamos sus hijos adoptivos mediante la gracia[108].
III. La visión africana de la vida
69. En la cosmovisión africana, la vida es percibida como una realidad que engloba e incluye a los antepasados, a los vivos y los aún por nacer, a toda la creación y a todos los seres: los que hablan y los que son mudos, los que piensan y los que no tienen pensamiento. Se considera al universo visible y al invisible como un espacio de vida de los hombres, pero también como un ámbito de comunión, en el que las generaciones pasadas están al lado de manera invisible con las actuales, madres a su vez de las generaciones futuras. Esta gran apertura del corazón y del espíritu de la tradición africana os predispone, queridos hermanos y hermanas, a oír y recibir el mensaje de Cristo y comprender el misterio de la Iglesia, para dar todo su valor a la vida humana y a las condiciones de su pleno desarrollo.
A. La protección de la vida
70. Entre las disposiciones para proteger la vida humana en el continente africano, los miembros del Sínodo han tenido en consideración los esfuerzos desplegados por las instituciones internacionales en favor de ciertos aspectos del desarrollo.[109] No obstante, se ha observado con preocupación que hay una falta de claridad ética en los encuentros internacionales, e incluso, un lenguaje confuso que trasmite valores contrarios a la moral católica. La Iglesia se preocupa constantemente por el desarrollo integral de «todo hombre y de todo el hombre», como decía el Papa Pablo VI[110]. Por eso, los Padres sinodales han querido subrayar los aspectos cuestionables de ciertos documentos de entes internacionales, en especial los que se refieren a la salud reproductiva de la mujer. La postura de la Iglesia no admite ambigüedad alguna por lo que se refiere al aborto. El niño en el seno materno es una vida humana que se ha de proteger. El aborto, que consiste en eliminar a un inocente no nacido, es contrario a la voluntad de Dios, pues el valor y la dignidad de la vida humana debe ser protegida desde la concepción hasta la muerte natural. La Iglesia en África y las islas vecinas deben comprometerse a ayudar y apoyar a las mujeres y a los cónyuges tentados por el aborto, y a estar cercana de los que han tenido esta triste experiencia, con el fin de educar en el respeto de la vida. Y se alegra por la valentía de los gobiernos que han legislado en contra de la cultura de la muerte, de la cual el aborto es una dramática expresión, y en favor de la cultura de la vida[111].
71. La Iglesia sabe que muchos –personas, asociaciones, departamentos especializados o estados– se oponen a una sana doctrina sobre esto. «No debemos temer la hostilidad y la impopularidad, rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos conformaría a la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12,2). Debemos estar en el mundo, pero no ser del mundo (cf. Jn 15,19; 17,16), con la fuerza que nos viene de Cristo, que con su muerte y resurrección ha vencido el mundo (cf. Jn 16,33)»[112].
72. Sobre la vida humana en África se ciernen serias amenazas. Hay que deplorar, como en otras partes, los estragos del abuso de drogas y el alcohol, que destruye el potencial humano del continente y afecta especialmente a los jóvenes[113]. El paludismo[114], la tuberculosis y el sida, diezman la población africana y dañan gravemente su vida socioeconómica. El problema del sida, en particular, exige sin duda una respuesta médica y farmacéutica. Pero ésta no es suficiente, pues el problema es más profundo. Es sobre todo ético. El cambio de conducta que requiere –como, por ejemplo, la abstinencia sexual, el rechazo de la promiscuidad sexual, la fidelidad en el matrimonio– plantea en último término la cuestión fundamental del desarrollo integral, que implica un enfoque y una respuesta global de la Iglesia. En efecto, para que sea eficaz, la prevención del sida debe basarse en una educación sexual fundada en una antropología enraizada en el derecho natural, e iluminada por la Palabra de Dios y las enseñanzas de la Iglesia.
73. En nombre de la vida –que la Iglesia tiene el deber de proteger y defender– y en unión con los Padres sinodales, renuevo mi apoyo y me dirijo a todas las instituciones y a todos los movimientos de la Iglesia que trabajan en el campo de la salud, y en particular en el del sida: Estáis haciendo un trabajo maravilloso e importante. Pido a los organismos internacionales que os reconozcan y ayuden respetando vuestra especificidad y en un espíritu de colaboración. Y aliento vivamente de nuevo a los institutos y programas de investigación terapéutica y farmacéutica que luchan por erradicar las pandemias. Que no escatimen esfuerzos para llegar lo antes posible a resultados, por amor del don precioso de la vida[115]. Que puedan encontrar soluciones y hacer accesibles a todos los tratamientos y las medicinas, teniendo en cuenta las situaciones de precariedad. La Iglesia sostiene desde hace mucho tiempo la causa de un tratamiento médico de alta calidad y de menor costo para todos los afectados[116].
74. La defensa de la vida comporta también la erradicación de la ignorancia mediante la alfabetización de la población y una educación de calidad que abarque a toda la persona. A lo largo de su historia, la Iglesia Católica ha prestado una atención especial a la educación. Ha sensibilizado, animado y ayudado continuamente a los padres a vivir su responsabilidad de primeros educadores de la vida y la fe de sus hijos. En África, sus estructuras –como escuelas, colegios, institutos, centros de formación profesional o universidades– ponen a disposición de la población los medios para acceder al conocimiento, sin distinción de origen, medios económicos o religión. La Iglesia aporta su contribución para que se pueda valorar y crecer los talentos que Dios ha puesto en todo corazón humano. Muchos Institutos religiosos han nacido para este fin. Innumerables santos y santas han comprendido que santificar al hombre significa ante todo promover su dignidad mediante la educación.
75. Los miembros del Sínodo han constatado que África, como en el resto del mundo, está pasando por una crisis de la educación[117]. Han subrayado la necesidad de un programa educativo que conjugue la fe y la razón para preparar a los niños y jóvenes a la vida adulta. Los fundamentos y sanos criterios, puestos así, les permitirán afrontar las opciones cotidianas, caracterizando la vida adulta en el plano afectivo, social, profesional y político.
76. El analfabetismo representa uno de los principales obstáculos para el desarrollo. Es un flagelo igual que las pandemias. Aunque no mata directamente, contribuye sin embargo activamente a la marginación de la persona –que es una forma de muerte social– y la imposibilita acceder al conocimiento. Alfabetizar a la persona es hacer de ella un miembro de pleno derecho de la res publica, a cuya construcción podrá contribuir[118], y es también dar la posibilidad a los cristianos de tener acceso al tesoro inestimable de las Escrituras que alimentan su vida de fe.
77. Invito a las comunidades e instituciones católicas a responder generosamente a este gran desafío, que es un verdadero laboratorio de humanización, y a intensificar sus esfuerzos, dentro de sus posibilidades, a desarrollar, solos o en colaboración con otras organizaciones, programas eficaces y adecuadas a la población. Las comunidades e instituciones católicas sólo superarán este desafío conservando su identidad eclesial y manteniéndose celosamente fieles al mensaje evangélico y al carisma de su fundador. La identidad cristiana es un bien precioso que hay que saber preservar y custodiar por temor de que la sal no se desvirtúe y termine siendo pisada por la gente (cf. Mt 5,13).
78. Conviene ciertamente sensibilizar a los gobiernos a incrementar su ayuda en favor de la escolarización. La Iglesia reconoce y respeta el papel del Estado en la educación. Pero afirma también su legítimo derecho a participar en ella, y a aportar su contribución específica. Y sería oportuno recordar al Estado que la Iglesia tiene derecho a educar según sus propias normas y en sus instalaciones. Es un derecho que se enmarca en la libertad de acción, «como requiere el cuidado de la salvación de los hombres»[119]. Muchos Estados africanos reconocen el importante papel que la Iglesia desempeña desinteresadamente en la construcción de su nación a través de sus centros educativos. Por tanto, aliento encarecidamente a los gobernantes en sus esfuerzos por apoyar esta labor educativa.
B. Respeto por la creación y el ecosistema
79. Con los Padres sinodales, invito a todos los miembros de la Iglesia a trabajar y abogar por una economía atenta a los pobres, oponiéndose resueltamente a un orden injusto que, bajo el pretexto de reducir la pobreza, ha contribuido tantas veces a incrementarla[120]. Dios ha dado a África importantes recursos naturales. Ante la pobreza crónica de sus poblaciones, víctimas de la explotación y de malversaciones locales y extranjeras, la opulencia de ciertos grupos hiere a la conciencia humana. Constituidos para crear riqueza en sus propios países, y a menudo con la complicidad de quienes ejercen el poder en África, estos grupos aseguran con demasiada frecuencia sus propias operaciones en detrimento del bienestar de la población local[121]. En colaboración con los otros componentes de la sociedad civil, la Iglesia debe denunciar el orden injusto que impide a los pueblos africanos consolidar sus economías[122] y «desarrollarse de acuerdo con sus características culturales»[123]. También es deber de la Iglesia luchar para que «cada nación sea ella misma la principal artífice de su progreso económico y social [...] y tome parte en la realización del bien común universal, como miembro activo y responsable de la sociedad humana, en condición de igualdad con otros pueblos»[124].
80. Hay hombres y mujeres de negocios, gobiernos, grupos económicos, que se comprometen en programas de explotación que contaminan el medio ambiente y causan una desertificación sin precedentes. Se producen daños graves a la naturaleza y los bosques, a la flora y la fauna, e innumerables especies podrían desaparecer para siempre. Todo esto amenaza el ecosistema entero y, en consecuencia, la supervivencia de la humanidad[125]. Exhorto a la Iglesia en África a alentar a los gobernantes a proteger los bienes fundamentales como la tierra y el agua para la vida humana de las generaciones actuales y las del futuro[126], así como para la paz entre los pueblos.
C. La buena gobernanza de los Estados
81. Un instrumento de primaria importancia al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz, puede ser la institución política, cuyo deber esencial es el establecimiento y la gestión del orden justo[127]. Este orden está a su vez al servicio de la «vocación a la comunión de las personas»[128]. Para alcanzar este ideal, la Iglesia en África debe ayudar a construir la sociedad en colaboración con las autoridades gubernamentales e instituciones públicas y privadas que participan en la construcción del bien común[129]. Los líderes tradicionales pueden desempeñar un papel muy positivo para el buen gobierno. La Iglesia, por su parte, se compromete a promover en su seno y en la sociedad una cultura muy atenta a la primacía del derecho[130]. A título de ejemplo, las elecciones son una ocasión en la que se expresa la opción política de un pueblo y son un signo de la legitimidad para ejercer el poder. Estas son el momento privilegiado para un debate público sano y sereno, caracterizado por el respeto de las diferentes opiniones y los diferentes grupos políticos. Favorecer el buen desarrollo de las elecciones, suscitará y alentará una participación real y activa de los ciudadanos en la vida política y social. La falta de respeto a la Constitución nacional, a la ley o al veredicto de las urnas allí dónde las elecciones han sido libres, ecuánimes y transparentes, manifestaría una grave disfunción de la gobernabilidad y significaría una falta de competencia en la gestión de los asuntos públicos[131].
82. Hoy en día, muchos de los que toman decisiones, tanto políticos como economistas, creen que no deben nada a nadie, sino sólo a sí mismos. «Piensan que sólo son titulares de derechos y con frecuencia les cuesta madurar en su responsabilidad respecto al desarrollo integral propio y ajeno. Por ello, es importante urgir una nueva reflexión sobre los deberes que los derechos presuponen, y sin los cuales éstos se convierten en algo arbitrario»[132].
83. El crecimiento de la tasa de criminalidad en las sociedades cada vez más urbanizadas es un motivo de gran preocupación para todos los responsables y para los gobernantes. Por tanto, hay una necesidad urgente de establecer sistemas independientes judiciales y penitenciarios, con el fin de restaurar la justicia y rehabilitar a los culpables. Se han de desterrar también los casos de errores judiciales y los malos tratos a los reclusos, así como las numerosas ocasiones en que no se aplica la ley, lo que comporta una violación de los derechos humanos[133], y también los encarcelamientos que sólo muy tarde, o nunca, terminan en un proceso. «La Iglesia en África [...] reconoce su misión profética respecto a todos los afectados por la delincuencia, así como la necesidad que tienen de reconciliación, justicia y paz»[134]. Los reclusos son seres humanos que merecen, no obstante su crimen, ser tratados con respeto y dignidad. Necesitan nuestra atención. Para ello, la Iglesia debe organizar la pastoral penitenciaria por el bien material y espiritual de los presos. Esta actividad pastoral es un servicio real que la Iglesia ofrece a la sociedad y que el Estado debe favorecer en aras del bien común. Junto con los miembros del Sínodo, llamo la atención de los responsables de la sociedad sobre la necesidad de hacer todo lo posible para llegar a la eliminación de la pena capital[135], así como para la reforma del sistema penal, para que la dignidad humana del recluso sea respetada. Corresponde a los agentes de pastoral la tarea de estudiar y proponer la justicia restitutiva como un medio y un proceso para favorecer la reconciliación, la justicia, y la paz, así como la reinserción en las comunidades de las víctimas y de los trasgresores[136].
D. Migrantes, desplazados y refugiados
84. Millones de migrantes, desplazados o refugiados buscan una patria y una tierra de paz en África o en otros continentes. La dimensión de este éxodo, que afecta a todos los países, pone de manifiesto la magnitud de tantas pobrezas, con frecuencia provocadas por fallos en la gestión pública. Miles de personas han tratado y tratan aún atravesar mares y desiertos en busca de un oasis de paz y prosperidad, de una mejor formación y una mayor libertad. Lamentablemente, muchos refugiados y desplazados vuelven a encontrar violencias de todo tipo, la explotación, e incluso la cárcel o, en demasiados casos, la muerte. Algunos estados han respondido a esta tragedia con una legislación represiva[137]. La precaria situación de estos pobres debería despertar la compasión y la solidaridad generosa de todos; por el contrario, a menudo suscita temor y ansiedad. Muchos consideran a los emigrantes como una carga, les miran con recelo, viendo en ellos peligro, inseguridad y amenaza. Esta percepción lleva a reacciones de intolerancia, xenofobia y racismo. Mientras tanto, estos inmigrantes se ven obligados por su precaria situación a realizar trabajos mal pagados, y a menudo ilegales, humillantes o denigrantes. Ante esta situación, la conciencia humana no puede dejar de sentirse indignada. La migración, tanto dentro como fuera del continente, se convierte así en un drama multidimensional, que afecta seriamente al capital humano de África, provocando la desestabilización y la destrucción de las familias.
85. La Iglesia recuerda que África fue una tierra de refugio para la Sagrada Familia, cuando huyó del poder político sanguinario de Herodes[138] en busca de una tierra que prometía paz y seguridad. Y la Iglesia seguirá haciendo oír su voz y comprometiéndose en la defensa de todos[139].
E. Globalización y ayuda internacional
86. Los Padres sinodales han expresado su perplejidad y preocupación ante la globalización. Ya he llamado la atención sobre este fenómeno, como un desafío que se ha de afrontar. «La verdad de la globalización como proceso y su criterio ético fundamental vienen dados por la unidad de la familia humana y su crecimiento en el bien. Por tanto, hay que esforzarse incesantemente para favorecer una orientación cultural personalista y comunitaria, abierta a la trascendencia, del proceso de integración planetaria»[140]. La Iglesia desea que la globalización de la solidaridad llegue a grabar «en las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad»[141], evitando la tentación de un pensamiento único sobre la vida, la cultura, la política o la economía, en beneficio de un constante respeto ético de las diversas realidades humanas, para lograr una solidaridad efectiva.
87. Esta globalización de la solidaridad se manifiesta ya en cierta medida en la ayuda internacional. Hoy en día, la noticia de una catástrofe da rápidamente la vuelta al mundo, y suscita con mucha frecuencia un movimiento de compasión y gestos concretos de generosidad. La Iglesia hace un gran servicio de caridad protegiendo las necesidades reales del destinatario. En nombre del derecho de los necesitados y de los sin voz, y en nombre del respeto y la solidaridad que les debe ofrecer, la Iglesia pide que «los organismos internacionales y las organizaciones no gubernamentales se esfuercen por una transparencia total»[142].
IV. Diálogo y comunión entre los creyentes
88. Como nos muestran muchos movimientos sociales, las relaciones interreligiosas condicionan la paz en África, como en otras partes. Por consiguiente, es importante que la Iglesia promueva el diálogo como una actitud espiritual, con el fin de que los creyentes aprendan a trabajar juntos, como por ejemplo, en las asociaciones orientadas hacia la paz y la justicia, con un espíritu de confianza y apoyo mutuo. Se ha de educar a las familias a escuchar, a la fraternidad y al respeto, sin miedo al otro[143]. Sólo una cosa es necesaria (cf. Lc 10,42) y capaz de satisfacer la sed de eternidad de todo ser humano, así como el deseo de unidad de la humanidad entera: el amor y la contemplación de Aquel ante el cual san Agustín exclamó: «¡Oh eterna verdad, y verdadera caridad, y amada eternidad»[144].
A. Diálogo ecuménico y desafío de los nuevos movimientos religiosos
89. Al invitar a participar en la Asamblea sinodal a nuestros hermanos cristianos ortodoxos, coptos ortodoxos, luteranos, anglicanos y metodistas –y, en particular, a Su Santidad Abuna Paulos, Patriarca de la Iglesia Ortodoxa Tewahedo de Etiopía, una de las más antiguas comunidades cristianas del continente africano–, he querido poner de manifiesto que el camino común hacia la reconciliación pasa ante todo por la comunión de los discípulos de Cristo. Un cristianismo dividido sigue siendo un escándalo, puesto que contradice de facto la voluntad del Divino Maestro (cf. Jn 17,21). El diálogo ecuménico apunta, pues, a orientar nuestro camino común hacia la unidad de los cristianos, siendo asiduos en la escucha de la Palabra de Dios, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a la oración (cf. Hch 2,42). Exhorto a toda la familia eclesial –las iglesias particulares, los institutos de vida consagrada, asociaciones y movimientos laicales– a proseguir este camino con mayor resolución, en el espíritu y sobre la base de las indicaciones del Directorio ecuménico, y través de las diversas asociaciones ecuménicas existentes. E invito también a formar otras nuevas allí donde puedan ser una ayuda para la misión. Que podamos emprender juntos obras de caridad y proteger el patrimonio religioso, gracias al cual los discípulos de Cristo encuentran la fuerza espiritual que necesitan para la construcción de la familia humana[145].
90. A lo largo de estas últimas décadas, la Iglesia en África se ha preguntado con insistencia sobre el nacimiento y la expansión de comunidades no católicas, llamadas a veces también autóctonas africanas (Independent African Churches). Con frecuencia se derivan de iglesias y comunidades eclesiales cristianas tradicionales que adoptan aspectos de las culturas tradicionales africanas. Estos grupos han aparecido recientemente en el panorama ecuménico. Los pastores de la Iglesia católica deberán tener en cuenta esta nueva realidad para promover la unidad entre los cristianos en África y, por tanto, encontrar una respuesta adecuada al contexto con vistas a una evangelización más profunda, para hacer llegar de modo eficaz la verdad de Cristo a los africanos.
91. En África han surgido también en los últimos decenios muchos movimientos sincretistas y sectas. A veces es difícil discernir si son de inspiración auténticamente cristiana o simplemente fruto del capricho de un líder que pretende poseer dones excepcionales. Su denominación y su vocabulario se prestan fácilmente a la confusión, y pueden inducir a error a los fieles de buena fe. Aprovechando estructuras estatales en elaboración, la erosión de la solidaridad familiar tradicional y una catequesis insuficiente, numerosas sectas explotan la credulidad y ofrecen un respaldo religioso a creencias religiosas multiformes y heterodoxas no cristianas. Destruyen la paz de los cónyuges y sus familias a causa de falsas profecías y visiones. Seducen incluso a los políticos. La teología y la pastoral de la Iglesia debe individuar las causas de este fenómeno, no sólo para frenar la «sangría» de fieles de las parroquias que se van a otros grupos, sino también para constituir la base para una respuesta pastoral apropiada, en vista de la atracción que estos movimientos ejercen sobre ellos. Esto significa, una vez más: evangelizar en profundidad el alma africana.
B. Diálogo interreligioso
1. Las religiones tradicionales africanas
92. La Iglesia convive cotidianamente con los seguidores de las religiones tradicionales africanas. Estas religiones, que hacen referencia a los antepasados y a una forma de mediación entre el hombre y la Inmanencia, son el terreno cultural y espiritual del que provienen la mayoría de los cristianos conversos, y con el que mantienen un contacto diario. Conviene elegir entre los convertidos algunos bien informados, con el fin de que puedan ser guías para la Iglesia en el conocimiento cada vez más profundo y preciso de las tradiciones, la cultura y las religiones tradicionales. Será así más fácil conocer los verdaderos puntos de ruptura. Además, se llegará también a la necesaria distinción entre lo cultural y lo cultual, descartando los elementos mágicos, causa de división y ruina en la familia y en la sociedad. En este sentido, el Concilio Vaticano II ha precisado que la Iglesia «exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y la colaboración con los seguidores de otras religiones, dando testimonio de fe y vida cristiana, reconozcan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socioculturales que se encuentran en ellos»[146]. Con el fin de que los tesoros de la vida sacramental y de la espiritualidad de la Iglesia se puedan descubrir en toda su profundidad y se transmitan mejor en la catequesis, la Iglesia podría examinar, con un estudio teológico, ciertos elementos de las culturas tradicionales africanas que son conformes con las enseñanzas de Cristo.
93. Puesto que se apoya en las religiones tradicionales, se percibe hoy un cierto recrudecer de la hechicería. Renacen los temores y se crean lazos de sujeción paralizante. Las preocupaciones sobre la salud, el bienestar, los niños, el clima, la protección contra los malos espíritus, llevan en ocasiones a recurrir a prácticas tradicionales de las religiones africanas que están en desacuerdo con la enseñanza cristiana. El problema de la «doble pertenencia» al cristianismo y a estas religiones sigue siendo un desafío. Para la Iglesia en África, es necesario guiar a las personas a descubrir la plenitud de los valores del Evangelio, mediante la catequesis y una profunda inculturación. Conviene determinar cuál es el significado profundo de las prácticas de brujería, identificando las implicaciones teológicas, sociales y pastorales que conlleva este flagelo.
2. El Islam
94. Los Padres sinodales han subrayado la complejidad de la realidad musulmana en el continente africano. En algunos países, hay un buen entendimiento entre cristianos y musulmanes; en otros, los cristianos no son más que ciudadanos de segunda clase, y los católicos extranjeros, religiosos o laicos, tiene dificultades para obtener visados y permisos de residencia; hay países donde no se distingue suficientemente entre los elementos religiosos y políticos; y otros, en fin, en los que se produce agresividad. Exhorto a la Iglesia a perseverar en cualquier situación en la estima de los «musulmanes, que adoran un Dios único, vivo y subsistente, misericordioso y omnipotente, Creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres»[147]. Si todos nosotros, creyentes en Dios, deseamos servir a la reconciliación, la justicia y la paz, hemos de trabajar juntos para impedir toda forma de discriminación, intolerancia y fundamentalismo confesional. En su obra social, la Iglesia no hace distinción alguna por la religión. Ayuda a los necesitados, sean cristianos, musulmanes o animistas. Da testimonio así del amor de Dios, el Creador de todos, y anima a los seguidores de otras religiones a una actitud respetuosa y a una reciprocidad en la estima. Animo a toda la Iglesia a buscar, mediante un diálogo paciente con los musulmanes, el reconocimiento jurídico y práctico de la libertad religiosa, de modo que todo ciudadano disfrute en África, no sólo del derecho a elegir libremente su religión[148] y a practicar su culto, sino también del derecho a la libertad de conciencia[149]. La libertad religiosa es el camino de la paz[150].
C. Convertirse en «sal de la tierra» y «luz del mundo»
95. La misión evangelizadora de la Iglesia en África se nutre de varias fuentes, la Escritura, la Tradición y la vida sacramental. Como han subrayado muchos Padres sinodales, el ministerio de la Iglesia se apoya eficazmente en el Catecismo de la Iglesia Católica. Además, el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia es una guía para la misión de la Iglesia como «Madre y Educadora» en el mundo y la sociedad y, por eso, un instrumento pastoral de primer orden[151]. Un cristiano que acude a la fuente genuina, Cristo, es transformado por Él en «luz del mundo» (Mt 5,14), y transmite a Aquel que es «la luz del mundo» (Jn8,12). Su conocimiento debe estar animado por la caridad. En efecto, el saber, «si quiere ser sabiduría capaz de orientar al hombre a la luz de los primeros principios y de su fin último, ha de ser “sazonado” con la “sal” de la caridad»[152].
96. Para llevar a cabo la tarea que estamos llamados a cumplir, hagamos nuestra la exhortación de san Pablo: «Estad firmes; ceñid la cintura con la verdad, y revestid la coraza de la justicia; calzad los pies con la prontitud para el evangelio de la paz. Embrazad el escudo de la fe, donde se apagarán las flechas incendiadas del maligno. Poneos el casco de la salvación y empuñad la espada del Espíritu que es la palabra de Dios. Siempre en oración y súplica, orad en toda ocasión en el Espíritu» (Ef 6,14-18).
SEGUNDA PARTE
ACTUAR BAJO LA ACCIÓN TRANSFORMADORA DEL ESPÍRITU SANTO
97. Las orientaciones de la misión que he mencionado sólo se convierten en realidad si la Iglesia actúa, por un lado, bajo la guía del Espíritu Santo y, por otro, como un solo cuerpo, por utilizar la imagen de san Pablo, que presenta estas dos condiciones de forma articulada. En efecto, en un África marcada por los contrastes, la Iglesia debe indicar claramente el camino hacia Cristo. Ha de mostrar cómo se vive, en fidelidad a Jesucristo, la unidad en la diversidad, tal como enseña el Apóstol: «Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común» (1 Co 12,4-7). Al exhortar a todos los miembros de la familia eclesial a ser «la sal de la tierra» y «la luz del mundo» (Mt 5,13.14), deseo insistir en ese «ser» que, por el Espíritu, debería actuar con vistas al bien común. Nunca se puede ser cristiano aisladamente. Los dones que el Señor concede a cada uno –a obispos, presbíteros, diáconos, religiosos y religiosas, catequistas, laicos– han de contribuir a la armonía, la comunión y la paz en la Iglesia misma y en la sociedad.
98. Conocemos bien el episodio del paralítico que trajeron a Jesús para que lo sanara (cf. Mc 2,1-12). Este hombre simboliza hoy para nosotros todos nuestros hermanos y hermanas de África y de otras partes, paralizados de diferentes maneras y, por desgracia, sumidos a menudo en una profunda postración. Ante los desafíos que he mencionado muy brevemente siguiendo las comunicaciones de los Padres sinodales, meditemos sobre la actitud de los que llevaban al paralítico. Éste no podía acceder a Jesús si no era con la ayuda de cuatro personas de fe, que desafiaron la barrera física de la multitud haciendo gala de solidaridad y de absoluta confianza en Jesús. Cristo, nos dice el Evangelio, «vio la fe que tenían». A continuación, remueve el obstáculo espiritual diciendo al paralítico: «Tus pecados te son perdonados». Le libera de lo que impide a este hombre levantarse. Este ejemplo nos obliga a crecer en la fe y a dar muestra también nosotros de solidaridad y creatividad para ayudar a quienes llevan pesadas cargas, abriéndolos así a la plenitud de la vida en Cristo (cf. Mt 11,28). Ante los obstáculos físicos y espirituales que se nos presentan, movilicemos las energías espirituales y materiales de todo el cuerpo, de la Iglesia, seguros de que Cristo actuará por el Espíritu Santo en cada uno de sus miembros.
CAPÍTULO I Los miembros de la Iglesia
99. Queridos hijos e hijas de la Iglesia, especialmente vosotros, queridos fieles de África, el amor de Dios os ha colmado de toda clase de bendiciones y hecho capaces de actuar como la sal de la tierra. Todos vosotros, como miembros de la Iglesia, debéis ser consciente de que la paz y la justicia son fruto ante todo de la reconciliación del ser humano consigo mismo y con Dios. Que sólo Cristo es el único y verdadero «Príncipe de la Paz». Su nacimiento es prenda de la paz mesiánica, como anunciaron los profetas (cf. Is 9,5-6; 57,19; Mi 5, 4; Ef 2,14-17). Esta paz no viene de los hombres sino de Dios. Es el don mesiánico por excelencia. Esta paz lleva a la justicia del Reino, que se ha de buscar a tiempo y a destiempo en todo lo que se hace (cf. Mt 6,33), de modo que en todas las circunstancias se dé gloria a Dios (cf. Mt 5,16). Ahora bien, sabemos que el justo es fiel a la ley de Dios, pues se ha convertido (cf. Lc 15,7; 18,14). Cristo ha traído esta nueva fidelidad para hacernos «irreprochables e inocentes» (Flp 2,15).
I. Los obispos
100. Queridos hermanos en el Episcopado, la santidad a la que está llamado el obispo exige el ejercicio de las virtudes –las virtudes teologales en primer lugar– y de los consejos evangélicos[153]. Vuestra santidad personal debe repercutir en beneficio de los que han sido confiados a vuestro cuidado pastoral, y a los que debéis servir. La vida de oración fecundará desde dentro vuestro apostolado. Un obispo debe ser amante de Cristo. Vuestra distinción y autoridad moral que sustentan el ejercicio de vuestra potestad jurídica, sólo pueden venir de vuestra santidad de vida.
101. Como decía san Cipriano a mediados del siglo III en Cartago, «la Iglesia se apoya sobre los obispos, y todos sus actos son gobernados por ellos mismos, que la presiden»[154]. La comunión, la unidad y la cooperación con el presbiterium será el antídoto a los gérmenes de división y que os ayudará a poneros todos juntos a la escucha del Espíritu Santo. Él os guiará por el sendero justo (cf. Sal 22,3). Amad y respetad a vuestros sacerdotes. Son los colaboradores preciosos de vuestro ministerio episcopal. Imitad a Cristo. Él creó a su alrededor un ambiente de amistad, de amor fraterno y de comunión, tomado de las entrañas del misterio trinitario. «Os invito a seguir solícitos para ayudar a vuestros sacerdotes a vivir en íntima unión con Cristo. Su vida espiritual es el fundamento de su vida apostólica. Exhortadles con dulzura a la oración cotidiana y a la celebración digna de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía y la Reconciliación, como lo hacía san Francisco de Sales con sus sacerdotes [...] Los sacerdotes necesitan vuestro afecto, vuestro aliento y vuestra solicitud»[155].
102. Estad unidos al Sucesor de Pedro, con vuestros sacerdotes y todos vuestros fieles. No gastéis energías humanas y pastorales en la búsqueda vana de responder a cuestiones que no son de vuestra directa competencia, o en derroteros de un nacionalismo que puede ofuscar. Seguir a este ídolo, así como absolutizar la cultura africana, es más fácil que seguir las exigencias de Cristo. Estos ídolos son señuelos. Más aún, son una tentación de creer que el reino de la felicidad eterna en la tierra puede llegar sólo como fruto del esfuerzo humano.
103. Vuestro primer deber es llevar a todos la Buena Nueva de salvación y ofrecer a los fieles una catequesis que contribuya a un conocimiento más profundo de Jesucristo. Poned cuidado en dar a los laicos una verdadera conciencia de su misión en la Iglesia, y animadles a llevarla a cabo con sentido de responsabilidad, teniendo siempre en cuenta el bien común. Los programas de formación permanente de los laicos, especialmente para los líderes políticos y económicos, deberán insistir en la conversión como condición necesaria para transformar el mundo. Conviene comenzar siempre con la oración, siguiendo luego con la catequesis, que llevará a actuaciones concretas. La creación de estructuras vendrá posteriormente, si realmente es necesario, pues éstas nunca podrán reemplazar el poder de la oración.
104. Queridos hermanos en el Episcopado, siguiendo a Cristo, Buen Pastor, sed buenos guías y servidores de la grey que se os ha confiado, ejemplares en vuestra vida y conducta. La buena administración de vuestras diócesis requiere vuestra presencia. Para que vuestro mensaje sea creíble, haced que vuestras diócesis sean modélicas, tanto en el comportamiento de las personas como en la transparencia y buena gestión financiera. No tengáis miedo de recurrir a la experiencia de los auditores contables para dar ejemplo también a los fieles y a la sociedad en su conjunto. Promoved el buen funcionamiento de los organismos de la iglesia diocesana y parroquial, según lo dispuesto por el derecho de la Iglesia. Como responsables de la Iglesia particular, os corresponde ante todo la búsqueda de la unidad, la justicia y la paz.
105. El Sínodo ha recordado que «la Iglesia es una comunión que comporta una solidaridad pastoral orgánica. Los obispos, en comunión con el Obispo de Roma, son los primeros promotores de comunión y colaboración en el apostolado de la Iglesia»[156]. Las Conferencias Episcopales nacionales y regionales tienen el cometido de consolidar esta comunión eclesial y de promover esta solidaridad pastoral.
106. Para que la pastoral social de la Iglesia sea más visible, consistente y eficaz, el Sínodo ha sentido la necesidad de una acción más solidaria en todos los ámbitos. Convendría que las Conferencias Episcopales nacionales y regionales, así como la Asamblea de la Jerarquía Católica de Egipto (ahce), renueven su compromiso de solidaridad colegial[157]. Esto implica en concreto una participación tangible en las actividades de estas estructuras, tanto en lo que respecta al personal como a los recursos financieros. La Iglesia dará así testimonio de esa unidad, por la que Cristo ha suplicado (cf. Jn 17,20-21).
107. También parece conveniente que los Obispos se comprometan ante todo a promover y sostener efectiva y afectivamente el Simposium de las Conferencias Episcopales de África y Madagascar (SECEAM) como una estructura continental de solidaridad y comunión eclesial[158]. Es oportuno, además, mantener buenas relaciones con la Confederación de las Conferencias de Superiores Mayores de África y Madagascar (CO.SMAM), las asociaciones de universidades católicas y otras estructuras eclesiales continentales.
II. Los sacerdotes
108. Como estrechos e indispensables colaboradores del Obispo, los sacerdotes[159] tienen la responsabilidad de continuar la obra de la evangelización. La Segunda Asamblea del Sínodo para África se celebró durante el año sacerdotal, haciendo un llamamiento especial a la santidad. Queridos sacerdotes, recordad que vuestro testimonio de vida pacífica, por encima de los confines tribales y raciales, puede tocar los corazones[160]. La llamada a la santidad nos invita a ser pastores según el corazón de Dios[161], que apacientan la grey con justicia (cf. Ez 34,16). Ceder a la tentación de convertiros en guías políticos[162] o trabajadores sociales, traicionaría vuestra misión sacerdotal y frustraría a la sociedad, que espera de vosotros palabras y gestos proféticos. Ya lo decía san Cipriano: «Los que honran el sacerdocio divino [...] no deben ejercer su ministerio mas que en el sacrificio y el altar, y no asistir mas que a la oración»[163].
109. Al consagraros sobre todo a los que el Señor os confía para formarlos en las virtudes cristianas y guiarlos hacia la santidad, no sólo los ganaréis para Cristo, sino que los haréis también protagonistas de una sociedad africana renovada. Dada la complejidad de las situaciones que debéis afrontar, os invito a profundizar en la vida de oración y en la formación permanente: que ésta sea tanto espiritual como intelectual. Familiarizaros con las Escrituras, con la Palabra de Dios que meditáis cada día para explicársela a los fieles. Desarrollad también vuestro conocimiento del Catecismo y de los documentos del Magisterio, así como de la Doctrina Social de la Iglesia. De este modo podréis, por vuestra parte, formar a los miembros de la comunidad cristiana de los que sois responsables inmediatos, para que lleguen a ser auténticos discípulos y testigos de Cristo.
110. Vivid con sencillez, humildad y amor filial la obediencia al Obispo de vuestra diócesis. «Por respeto a quien nos amó, se ha de obedecer sin hipocresía alguna; porque no se engaña al obispo visible, sino que se miente al invisible. Pues en este caso no se habla de la carne, sino de Dios que conoce lo invisible»[164]. En el marco de la formación permanente, parece apropiado que se vuelvan a leer y meditar algunos documentos, como el Decreto conciliar sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, Presbyterorum ordinis, la Exhortación apostólica postsinodal, del Papa Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, de 1992, o el Directorio para el Ministerio y la Vida de los Presbíteros, de 1994 o, también, la Instrucción El Presbítero, pastor y guía de la Comunidad parroquial, de 2002.
111. Edificad las comunidades cristianas con el ejemplo, viviendo con verdad y alegría vuestros compromisos sacerdotales: el celibato en castidad y el desapego de los bienes materiales. Vividos con madurez y serenidad, estos signos son particularmente conformes al estilo de vida de Jesús, expresando «la dedicación total y exclusiva a Cristo, a la Iglesia y al Reino de Dios»[165]. Dedicaros intensamente a poner en práctica la pastoral diocesana de la reconciliación, la justicia y la paz, especialmente mediante los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía, la catequesis, la formación de los laicos y el acompañamiento de los responsables de la sociedad. Todo sacerdote debe sentirse feliz de servir a la Iglesia.
112. Seguir a Cristo en el camino del sacerdocio requiere tomar decisiones. No siempre son fáciles de vivir. Las exigencias del Evangelio, formuladas durante siglos por la enseñanza del Magisterio, son radicales a los ojos del mundo. A veces es difícil seguirlas, pero no imposible. Cristo nos enseña que no podemos servir a dos señores a la vez (cf. Mt 6,24). Él se refiere ciertamente al dinero, ese tesoro temporal que puede ocupar nuestro corazón (cf. Lc 12,34), pero alude también a tantos otros bienes que poseemos: por ejemplo, nuestra vida, nuestra familia, nuestra educación, nuestras relaciones personales. Se trata de bienes preciosos y estupendos que son constitutivos de nuestra persona. Pero Cristo pide a quien llama que se abandone totalmente a la providencia. Le pide una decisión radical (cf. Mt 7,13-14), que a veces nos resulta difícil de comprender y vivir. Pero si Dios es nuestro verdadero tesoro –esa perla fina que se desea adquirir a toda costa, aunque haya que hacer grandes sacrificios (cf. Mt 13,45-46)–, entonces desearemos que nuestro corazón y nuestro cuerpo, nuestro espíritu y nuestra mente, sean sólo para Él. Este acto de fe nos permitirá ver con otros ojos lo que nos parece importante, y vivir respecto a nuestro cuerpo, a nuestras relaciones humanas con la familia o los amigos, a la luz de la llamada de Dios y de sus exigencias al servicio de la Iglesia. Conviene reflexionar profundamente sobre esto. Y esta reflexión comenzará desde el seminario para continuarla a lo largo de toda la vida sacerdotal. Cristo, conociendo las fuerzas debilidades de nuestro corazón, nos dice, como para darnos ánimo: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura» (Mt 6,33).
III. Los misioneros
113. Los misioneros no africanos han de responder generosamente a la llamada del Señor con un ardiente celo apostólico, han venido a compartir la dicha de la Revelación. A su vez, hay misioneros africanos en otros continentes. ¿Cómo no rendirles en este momento un homenaje especial? Los misioneros venidos a África –sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos– han construido iglesias, escuelas y hospitales, y contribuido mucho a que las culturas africanas sean conocidas; pero han edificado sobre todo el cuerpo de Cristo y enriquecido la casa de Dios. Ellos han sabido compartir el sabor de «la sal» de la Palabra y hacer brillar la luz de los sacramentos. Y, por encima de todo, han dado a África lo más precioso que tenían: Cristo. Gracias a ellos, muchas culturas tradicionales fueron liberadas de los miedos ancestrales y los espíritus impuros (cf. Mt 10,1). De la buena semilla que han sembrado (cf. Mt 13,24) han surgido muchos santos africanos, que son aún hoy modelos en los que se han de inspirar mayormente. Es de desear que se renueve y promueva su culto. Su compromiso con la causa del Evangelio ha sido a veces heroico, y a precio incluso de sus vidas. Una vez más se ha verificado la afirmación de Tertuliano, según la cual «la sangre de los mártires es semilla de cristianos»[166]. Doy gracias al Señor por estos santos, signos de la vitalidad de la Iglesia en África.
114. Animo a los pastores de las iglesias particulares a identificar aquellos siervos africanos del Evangelio que pueden ser canonizados según las normas de la Iglesia, no sólo para aumentar el número de los santos africanos, sino también para tener nuevos intercesores en el cielo, con el fin de que acompañen a la Iglesia en su peregrinación terrena e intercedan ante Dios por el continente africano. Encomiendo a Nuestra Señora de África y a los santos de este continente tan amado la Iglesia que peregrina en él.
IV. Los diáconos permanentes
115. Merece subrayarse la grandeza de la llamada recibida por los diáconos permanentes. Fieles a la misión recibida hace siglos, les invito a trabajar con humildad en estrecha colaboración con los obispos[167]. Les pido con afecto que prosigan ofreciendo lo que Cristo nos enseña en el Evangelio: la seriedad en el trabajo bien hecho[168], la fuerza moral en el respeto de los valores, la honestidad, la lealtad a la palabra dada, la alegría de aportar su parte en la edificación de la sociedad y de la Iglesia, la protección de la naturaleza, el sentido del bien común. Queridos diáconos, ayudad a la sociedad africana en todos sus componentes a mejorar la responsabilidad de los hombres como maridos y padres, a respetar a la mujer, que es igual al hombre en dignidad, y a cuidar de los niños abandonados a su propia suerte y sin educación.
116. No dejéis de prestar una atención particular a los enfermos mentales o físicos,[169] a los más débiles y más pobres de vuestras comunidades. Que vuestra caridad sea creativa. En la pastoral parroquial, recordad que una sana espiritualidad permite al Espíritu de Cristo liberar al ser humano para que actúe con eficacia en la sociedad. Los obispos velarán por completar vuestra formación, para que ella contribuya al desempeño de vuestro carisma[170]. Como san Esteban, san Lorenzo y san Vicente, diáconos y mártires, esforzaos en reconocer y encontrar a Cristo en la Eucaristía y en los pobres. Este servicio del altar y de la caridad, os hará amar el encuentro con el Señor, presente en el altar y en los pobres. Entonces estaréis dispuestos a dar la vida por Él hasta la muerte.
V. Las personas consagradas
117. Por los votos de castidad, pobreza y obediencia, la vida de las personas consagradas se ha convertido en un testimonio profético. Pueden ser así ejemplo para la reconciliación, la justicia y la paz, incluso en circunstancias de gran tensión[171]. La vida de comunidad muestra que es posible vivir fraternamente estando unidos, aun cuando sea diferente el origen étnico o racial (cf. Sal 133,1). Ella puede y debe hacer ver y creer que hoy en día, en África, quienes siguen a Cristo Jesús encuentran en Él el secreto de la alegría de vivir juntos, en el amor mutuo y la comunión fraterna, consolidada cada día en la Eucaristía y la Liturgia de las Horas.
118. Queridos consagrados, seguid viviendo vuestro carisma con un celo verdaderamente apostólico en los diversos campos indicados por vuestros fundadores. Así pondréis más cuidado en mantener encendida vuestra lámpara. Vuestros fundadores han querido seguir a Cristo de verdad, respondiendo a su llamada. Las diferentes obras en las que se ha plasmado, son joyas que adornan la Iglesia[172]. Conviene, pues, desarrollarlas siguiendo lo más fielmente posible el carisma de vuestros fundadores, sus ideales y proyectos. Quisiera subrayar aquí la parte importante de personas consagradas en la vida eclesial y misionera. Son una ayuda necesaria y preciosa para la actividad pastoral, pero también una manifestación de la naturaleza íntima de la vocación cristiana[173]. Por eso os invito, queridas personas consagradas, a permanecer en estrecha comunión con la Iglesia particular y su primer responsable, el obispo. Y os invito también a fortalecer vuestra comunión con el Obispo de Roma.
119. África es la cuna de la vida contemplativa cristiana. Siempre presente en el norte de África, y particularmente en Egipto y Etiopía, ha echado raíces en el África subsahariana en el siglo pasado. Que el Señor bendiga a los hombres y mujeres que han decidido seguirlo sin condiciones. Su vida oculta es como la levadura en la masa. Su oración constante sostendrá el esfuerzo apostólico de los obispos, sacerdotes, de otras personas consagrada, de los catequistas y de toda la Iglesia.
120. Las reuniones de las distintas Conferencias Nacionales de Superiores Mayores y las de la CO.SMAM, permiten compartir las reflexiones y las fuerzas, no sólo para asegurar la finalidad de cada uno de los Institutos, preservando siempre su autonomía, su carácter y su espíritu propio, sino también para tratar cuestiones comunes en un clima de hermandad y solidaridad. Conviene cultivar un espíritu eclesial asegurando una sana coordinación y una adecuada cooperación con las Conferencias Episcopales.
VI. Los seminaristas
121. Los Padres sinodales han prestado una atención especial a los seminaristas. Sin descuidar la formación teológica y espiritual, obviamente prioritaria, se ha destacado la importancia del crecimiento psicológico y humano de cada candidato. Los futuros sacerdotes deben desarrollar en ellos una adecuada comprensión de sus propias culturas sin quedar atrapados dentro de sus confines étnicos y culturales[174]. Han de enraizarse igualmente en los valores evangélicos para reforzar su compromiso, en fidelidad y lealtad a Cristo. La fecundidad de su futura misión dependerá mucho de su profunda unión con Cristo, de la calidad de su vida de oración y vida interior, de los valores humanos, morales y espirituales que han asimilado durante su formación. Todo seminarista ha de llegar a ser un hombre de Dios, buscando y viviendo «la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre» (1 Tm 6,11).
122. «Los seminaristas han de aprender la vida comunitaria, de manera que la vida fraterna entre ellos se convierta más tarde en fuente de una auténtica experiencia del sacerdocio como íntima fraternidad sacerdotal»[175]. Los directores y formadores del seminario trabajarán juntos, siguiendo las instrucciones de los obispos, con el fin de asegurar una formación integral de los seminaristas a ellos confiados. En la selección de candidatos, será necesario un discernimiento minucioso y un acompañamiento esmerado, para que los admitidos al sacerdocio sean verdaderos discípulos de Cristo y auténticos servidores de la Iglesia. Se pondrá suma atención en iniciarles a la inmensa riqueza del patrimonio bíblico, teológico, espiritual, moral, litúrgico y jurídico de la Iglesia.
123. Me he dirigido a los seminaristas con una Carta después del año sacerdotal, clausurado en junio de 2010[176]. He insistido allí en la identidad, la espiritualidad y el apostolado del sacerdote. Recomiendo vivamente a todos los seminaristas a leer y meditar este breve documento, que está dirigido a cada uno de ellos personalmente y que los formadores pondrán a su disposición. El seminario es un tiempo de preparación para el sacerdocio, un tiempo de estudio. Un tiempo de discernimiento, formación y maduración humana y espiritual. Que los seminaristas utilicen sensatamente este tiempo que se les ofrece para acumular reservas espirituales y humanas de las que podrán sacar provecho durante su vida sacerdotal.
124. Queridos seminaristas, sed apóstoles entre los jóvenes de vuestra generación, invitándolos a seguir a Cristo en la vida sacerdotal. No tengáis miedo. Hay muchas personas que os acompañan, y os sostienen con la oración (cf. Mt 9,37-38).
VII. Los catequistas
125. Los catequistas son agentes de pastoral valiosos en la misión de evangelizar. Su papel ha sido muy importante en la primera evangelización, el acompañamiento catecumenal, la animación y la ayuda a las comunidades. «Con toda naturalidad, llevaron a cabo una inculturación eficaz, que produjo excelentes frutos (cf. Mc 4,20). Fueron los catequistas quienes consiguieron que la “luz brille ante los hombres” (Mt 5,16), porque, viendo el bien que hacían, poblaciones enteras pudieron dar gloria a nuestro Padre que está en los cielos. Africanos que evangelizaron a africanos»[177]. Este papel importante en el pasado, sigue siendo crucial para el presente y el futuro de la Iglesia. Les doy las gracias por su amor a la Iglesia.
126. Exhorto a los Obispos y sacerdotes a cuidar de la formación humana, intelectual, doctrinal, moral, espiritual y pastoral de los catequistas, prestando mucha atención a sus condiciones de vida para salvaguardar su dignidad. Que no olviden sus legítimas necesidades materiales[178], porque, como el trabajador fiel en la viña del Señor, tienen derecho a una retribución justa (cf. Mt 20, 1-16), en espera de aquella que el Señor les dará de manera equitativa, pues solo Él es justo y conoce su corazón.
127. Queridos catequistas, recordad que, para muchas comunidades, sois el rostro concreto e inmediato del discípulo diligente y el modelo de vida cristiana. Os animo a proclamar, por ejemplo, que la vida familiar merece una gran consideración, que la educación cristiana prepara a los hijos a ser en la sociedad honestos y fiables en sus relaciones con los demás. Acoged a todos sin discriminación: ricos y pobres, indígenas y extranjeros, católicos y no católicos (cf. St 2,1). No hagáis acepción de personas (cf. Hch 10,34, Rm 2,11, Ga 2,6, Ef 6,9). Al asimilar vosotros mismos las Sagradas Escrituras y las enseñanzas del Magisterio, podréis ofrecer una catequesis sólida, animar los grupos de oración y proponer la lectio divina a las comunidades que cuidáis. Vuestra actuación será entonces coherente, constante y fuente de inspiración. Al evocar con reconocimiento el recuerdo glorioso de vuestros predecesores, os saludo y animo a trabajar hoy con la misma abnegación, el mismo ardor apostólico y la misma fe. Si tratáis de ser fieles a vuestra misión, contribuiréis no sólo a vuestra santificación personal, sino también a la construcción eficaz del Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia.
VIII. Los laicos
128. La Iglesia se hace presente y activa en la vida del mundo a través de sus miembros laicos. Ellos tienen un gran papel que desempeñar en la Iglesia y en la sociedad. Para que puedan cumplir bien esta función, conviene que se organicen en las diócesis escuelas o centros de formación bíblica, espiritual, litúrgica y pastoral. Deseo de todo corazón que se dote a los laicos con responsabilidades en el orden político, económico y social, de un conocimiento sólido de la Doctrina Social de la Iglesia, que ofrece principios de acción conformes al Evangelio. En efecto, los fieles laicos son «enviados de Cristo» (2 Co 5,20) en el ámbito público en el corazón del mundo[179]. Su testimonio cristiano sólo será creíble si son profesionales competentes y honestos.
129. Los laicos, hombres y mujeres, están llamados ante todo a la santidad, y a vivir esta santidad en el mundo. Queridos fieles, cultivad con esmero la vida interior y la relación con Dios, de modo que el Espíritu Santo os ilumine en cada circunstancia. Para que la persona humana y el bien común permanezca efectivamente en el centro de la acción humana, política, económica o social, uniros profundamente a Cristo para conocerlo y amarlo, consagrando tiempo a Dios en la oración y recibiendo los sacramentos. Dejaos iluminar e instruir por Él y su Palabra.
130. Quisiera volver sobre la peculiaridad de la vida profesional del cristiano. En pocas palabras, se trata de testimoniar a Cristo en el mundo, mostrando mediante el ejemplo que el trabajo puede ser un lugar de realización personal muy positivo, en vez de ser por encima de todo un medio de lucro. El trabajo le permite participar en la obra de la creación y estar al servicio de sus hermanos y hermanas. Al hacerlo así, será «sal de la tierra» y «luz del mundo», como nos pide el Señor. En su vida diaria, pondrá en práctica la opción preferencial por los pobres, independientemente de su posición en la sociedad, según el espíritu de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-12), para ver en ellos el rostro concreto de Jesús, que le llama a servir (cf. Mt 25,31-46).
131. Puede ser útil organizarse en asociaciones para seguir formando vuestra conciencia cristiana y ayudaros mutuamente en la lucha por la justicia y la paz. Las pequeñas Comunidades Eclesiales Vivas (CEV) o las Small Christian Communities (SCC), así como las «nuevas comunidades»[180] son instituciones útiles para mantener la llama viva de vuestro bautismo. Contribuid también con vuestra competencia a la animación de las universidades católicas que no dejan de desarrollarse a partir de las recomendaciones de la Exhortación apostólica Ecclesia in Africa[181]. Asimismo, quisiera animaros a tener una presencia activa y valiente en el mundo de la política, la cultura, las artes, los medios de comunicación y las diversas asociaciones. Que sea una presencia sin complejos ni miedos, sino orgullosa y consciente de la preciosa contribución que puede aportar al bien común.
CAPÍTULO II Principales campos de apostolado
132. El Señor nos ha confiado una misión particular y nunca nos deja sin los medios necesarios para cumplirla. No sólo ha concedido a cada uno dones personales para la edificación de su Cuerpo, que es la Iglesia, sino que ha confiado también a toda la comunidad eclesial unos dones particulares para que pueda continuar su misión. El don por excelencia es el Espíritu Santo. Gracias a él formamos un solo cuerpo y «sólo con la fuerza del Espíritu Santo podemos percibir lo que es recto y después ponerlo en práctica»[182]. Los medios son necesarios para nuestra acción, pero se vuelven insuficientes si Dios mismo no nos dispone a colaborar en su obra de reconciliación a través de «nuestras capacidades de pensar, hablar, sentir, actuar»[183]. Gracias al Espíritu Santo nos convertimos verdaderamente en «sal de la tierra» y «luz del mundo» (Mt 5,13.14).
I. La Iglesia como presencia de Cristo
133. «La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»[184]. En cuanto comunidad de discípulos de Cristo, podemos hacer visible y comunicar el amor de Dios. «El amor es una luz –en el fondo la única– que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar»[185]. Esta realidad se manifiesta en la Iglesia universal, diocesana, parroquial, en las CEV/SCC[186], en los movimientos y asociaciones, y hasta en la familia cristiana, «llamada a ser una “iglesia doméstica”, un lugar de fe, de oración y de solicitud amorosa por el bien verdadero y duradero de cada uno de sus miembros»[187], una comunidad donde se viven los gestos de paz.[188] Las CEV/SCC, los movimientos y las asociaciones pueden ser, en el seno de las parroquias, lugares propicios para acoger y vivir el don de la reconciliación ofrecido por Cristo, nuestra paz. Cada miembro de la comunidad debe convertirse en custodio del otro: este es uno de los significados del gesto de la paz en la celebración de la Eucaristía.[189]
II. El mundo de la educación
134. Las escuelas católicas son instrumentos preciosos para aprender a tejer en la sociedad, desde la infancia, lazos de paz y armonía para la educación en los valores africanos asumidos de los del Evangelio. Animo a los Obispos y los Institutos de personas consagradas a trabajar para que los niños en edad escolar puedan asistir a la escuela: es una cuestión de justicia hacia todo niño y, además, el futuro de África depende de ello. Que los cristianos, en particular los jóvenes, se dediquen a las ciencias de la educación con vistas a transmitir un saber imbuido de la verdad, un saber hacer y un saber ser animados por una conciencia cristiana formada a la luz de la doctrina social de la Iglesia. Se debería poner también atención para asegurar una remuneración justa al personal de las instituciones educativas de la Iglesia y al conjunto del personal de las estructuras eclesiales para fortalecer la credibilidad de la Iglesia.
135. En el contexto actual de gran mezcla de poblaciones, culturas y religiones, el papel de las universidades e instituciones académicas católicas es esencial para la búsqueda paciente, rigurosa y humilde de la luz que viene de la Verdad. Solo una verdad que trascienda la medida humana, condicionada por limitaciones, da serenidad a las personas y reconcilia a las sociedades entre sí. En este sentido, es oportuno crear nuevas universidades católicas donde no existan todavía. Queridos hermanos y hermanas comprometidos en las universidades e instituciones académicas católicas, a vosotros os corresponde, por una parte, educar la inteligencia y el espíritu de las jóvenes generaciones a la luz del Evangelio y, por otra, ayudar a las sociedades africanas a comprender mejor los desafíos que hoy afronta África, ofreciendo la luz necesaria mediante vuestras investigaciones y análisis.
136. La misión confiada por la Exhortación apostólica Ecclesia in Africa a las instituciones universitarias católicas conserva todo su valor. Mi beato Predecesor ha escrito: «Las Universidades e Institutos Superiores católicos en África tienen un papel importante en la proclamación de la Palabra salvífica de Dios. Son un signo del crecimiento de la Iglesia cuando incorporan en sus investigaciones las verdades y las experiencias de la fe y ayudan a interiorizarlas. Estos centros de estudio están así al servicio de la Iglesia, ofreciéndole personal bien preparado; estudiando importantes cuestiones teológicas y sociales; desarrollando la teología africana; promoviendo el trabajo de inculturación [...]; publicando libros y difundiendo el pensamiento católico; emprendiendo las investigaciones que les encargan los Obispos y contribuyendo a un estudio científico de las culturas […] Los centros culturales católicos ofrecen a la Iglesia singulares posibilidades de presencia y acción en el campo de los cambios culturales. En efecto, éstos son unos foros públicos que permiten, mediante el diálogo creativo, una amplia difusión de convicciones cristianas sobre el hombre, la mujer, la familia, el trabajo, la economía, la sociedad, la política, la vida internacional y el ambiente. Son así un lugar de escucha, de respeto y tolerancia»[190]. Los Obispos han de velar para que estos centros universitarios conserven su naturaleza católica, asumiendo siempre orientaciones fieles a las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia.
137. Para contribuir de una manera decidida y cualificada a la sociedad africana, es indispensable ofrecer a los estudiantes una formación en la Doctrina Social de la Iglesia. Esto ayudará así a la Iglesia en África a preparar con serenidad una pastoral que llegue al ser del africano y lo reconcilie consigo mismo en la adhesión a Cristo. Corresponde a los obispos también apoyar una pastoral de la inteligencia y la razón que cree el hábito de un diálogo racional y de un análisis crítico en la sociedad y en la Iglesia. Como dije en Yaundé: «Tal vez este siglo permita, con la gracia de Dios, un renacer en vuestro continente, aunque ciertamente de una forma diversa y nueva, de la prestigiosa Escuela de Alejandría. ¿Por qué no esperar que pueda ofrecer a los africanos de hoy y a la Iglesia universal grandes teólogos y maestros espirituales que contribuyan a la santificación de los habitantes de este continente y de toda la Iglesia?»[191].
138. Conviene que los Obispos apoyen las capellanías en las universidades e instituciones educativas de la Iglesia, y las creen en las estructuras educativas públicas. La capilla será como su corazón. Permitirá a los estudiantes encontrar a Dios y ponerse bajo su mirada. Y dará también la posibilidad al capellán, que será cuidadosamente escogido por sus virtudes sacerdotales, de ejercer su ministerio pastoral de enseñanza y santificación.
III. El mundo de la salud
139. La Iglesia de todas la épocas se ha preocupado por la salud. Sigue el ejemplo de Cristo mismo quien, tras haber proclamado la Palabra y curado a los enfermos, dio a sus discípulos la autoridad para «curar toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 10,1; cf. 14,35; Mc 1,32.34; 6,13.55). La Iglesia manifiesta a los que sufren esta misma preocupación por los enfermos a través de sus instituciones sanitarias. Como han señalado los Padres sinodales, la Iglesia está firmemente comprometida en la lucha contra las dolencias, enfermedades y las grandes pandemias[192].
140. Que las instituciones sanitarias de la Iglesia y todas las personas que a diverso título trabajan en ellas, se esfuercen en ver en cada enfermo un miembro sufriente del Cuerpo de Cristo. Son muchas las dificultades que surgen en vuestro camino: el número creciente de enfermos, la falta de medios materiales y financieros, la deserción de organismos que durante mucho tiempo os han ayudado y que os abandonan; todo esto os provoca a veces la impresión de un trabajo sin resultados tangibles. Queridos operadores sanitarios, sed portadores de la compasión de Jesús a quienes sufren. Sed pacientes, sed fuertes y tened ánimo. En lo que respecta a las pandemias, los medios financieros y materiales son indispensables, pero insistid también sin descanso en informar y educar a la población y, sobre todo, a los jóvenes[193].
141. Es preciso que las instituciones sanitarias se regulen según las normas éticas de la Iglesia, asegurando los servicios de acuerdo con su enseñanza y exclusivamente en favor de la vida. Que no se conviertan en una fuente de enriquecimiento para los privados. La gestión de los fondos concedidos ha de ser transparente y servir sobre todo al bien del enfermo. Cada institución sanitaria, en fin, debe contar con una capilla. Su presencia recordará al personal (dirección, gestores, médicos, enfermeras...) y al enfermo que sólo Dios es el Señor de la vida y de la muerte. Conviene asimismo multiplicar, en la medida de lo posible, pequeños dispensarios que aseguren en las cercanías una atención de primeros auxilios.
IV. El mundo de la información y de la comunicación
142. La Exhortación apostólica Ecclesia in Africa consideraba que los medios modernos no son solamente instrumentos de comunicación, sino también un mundo que se ha de evangelizar[194]. Deben ofrecer una comunicación auténtica, que es una prioridad en África, pues son un importante instrumento para la evangelización y el desarrollo del continente[195]. «Los medios pueden ofrecer una valiosa ayuda al aumento de la comunión en la familia humana y al ethos de la sociedad, cuando se convierten en instrumentos que promueven la participación universal en la búsqueda común de lo que es justo»[196].
143. Todos sabemos que las nuevas tecnologías de la información pueden llegar a ser potentes instrumentos de cohesión y de paz o, por el contrario, promotores eficaces de destrucción y división. Pueden ayudar o perjudicar en el plano moral, propagar tanto lo verdadero como lo falso, proponer lo bello o lo indecoroso. La masa de noticias o de anti-noticias, así como del gran volumen de imágenes, pueden ser interesantes, pero pueden llevar también a una fuerte manipulación. La información puede convertirse muy fácilmente en desinformación, y la formación en deformación. Los medios pueden promover una humanización auténtica, pero pueden comportar al mismo tiempo una deshumanización.
144. Los medios evitarán este escollo si «se organizan y se orientan bajo la luz de una imagen de la persona y el bien común que refleje sus valores universales. El mero hecho de que los medios de comunicación social multipliquen las posibilidades de interconexión y de circulación de ideas no favorece la libertad ni globaliza el desarrollo y la democracia para todos. Para alcanzar estos objetivos se necesita que los medios de comunicación estén centrados en la promoción de la dignidad de las personas y de los pueblos, que estén expresamente animados por la caridad y se pongan al servicio de la verdad, del bien y de la fraternidad natural y sobrenatural»[197].
145. La Iglesia debe estar más presente en los medios, no solamente para hacer de ellos un instrumento de difusión del Evangelio, sino también una herramienta para formar a los pueblos africanos en la reconciliación en la verdad, en la promoción de la justicia y la paz. Para ello, una sólida formación ética y de respeto a la verdad ayudará a los periodistas a evitar la atracción del sensacionalismo, así como la tentación de la manipulación de la información y del dinero fácil. Que los periodistas cristianos no tengan miedo de manifestar su fe. Que se sientan ufanos de ella. Es bueno también animar la presencia y la actividad de fieles laicos competentes en el mundo de las comunicaciones públicas y privadas. Como la levadura en la masa, seguirán dando testimonio de la aportación positiva y constructiva que la enseñanza de Cristo y de su Iglesia ofrece al mundo.
146. Además, la opción tomada por la Primera Asamblea especial para África de considerar la comunicación como uno de los ejes principales de la evangelización se ha mostrado fructífera para el desarrollo de los medios católicos. Convendrá también, tal vez, coordinar las estructuras existentes, como ya se hace en ciertos lugares. La mejora en este sentido del uso de los medios contribuirá a una mayor promoción de los valores defendidos por el Sínodo: la paz, la justicia y la reconciliación en África[198], y permitirá a este continente participar en el desarrollo actual del mundo.
CAPÍTULO III «Levántate, toma tu camilla y echa a andar» (Jn 5,8)
I. Jesús en la piscina de Betesda
147. Queridos hermanos en el Episcopado, queridos hijos e hijas de África, después de haber repasado las principales acciones y algunos medios propuestos por la Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos para cumplir la misión de la Iglesia, quisiera volver sobre ciertos puntos ya abordados precedentemente de manera general.
148. El Evangelio de san Juan, nos presenta en el capítulo 5 una escena junto a la piscina de Betesda que impresiona. Bajo los soportales «estaban echados muchos enfermos, ciegos, cojos, paralíticos», que esperaban el movimiento del agua (v. 3), es decir, la ocasión de ser curados. Se encontraba también entre ellos «un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo» (v. 5), pero que no tenía a nadie que le ayudara a meterse en la piscina. Y aquí entra Jesús en su vida. Todo cambia cuando le dice: «levántate, toma tu camilla y echa a andar» (v. 8). «Y al momento, dice el evangelista, el hombre quedó sano» (v. 9). Ya no necesitaba el agua de la piscina.
149. La acogida de Jesús ofrece a África una curación más eficaz y más profunda que cualquier otra. Como el apóstol Pedro declaró en los Hechos de los Apóstoles (3,6), repito que no es oro o plata lo que África necesita en primer lugar; desea ponerse en pie como el hombre de la piscina de Betesda; desea tener confianza en sí misma, en su dignidad de pueblo amado por su Dios. Este encuentro con Jesús, pues, es lo que la Iglesia debe ofrecer a los corazones afligidos y heridos, anhelantes de reconciliación y de paz, sedientos de justicia. Debemos ofrecer y anunciar la Palabra de Cristo que sana, libera y reconcilia.
II. Palabra de Dios y Sacramentos
A. La Sagrada Escritura
150. Según san Jerónimo, «quien no conoce las Escrituras no conoce a Cristo»[199]. La lectura y meditación de la Palabra de Dios no sólo nos proporciona la «excelencia del conocimiento de Cristo» (Flp 3,8), sino que también nos arraiga más profundamente en Cristo y orienta nuestro servicio de reconciliación, justicia y paz. La celebración de la Eucaristía, cuya primera parte es la liturgia de la Palabra, constituye la fuente y la cima. Así, pues, recomiendo que se promueva el apostolado bíblico en toda comunidad cristiana, en la familia y en los movimientos eclesiales.
151. Que todo fiel de Cristo adquiera el hábito de la lectura cotidiana de la Biblia. Una lectura atenta de la reciente Exhortación apostólica Verbum Domini ofrecerá indicaciones pastorales útiles. Se procurará iniciar a los fieles en la venerable y fructífera tradición de la lectio divina. La Palabra de Dios puede ayudar a conocer a Jesucristo y suscitar conversiones que lleven a la reconciliación, ya que ella juzga «los deseos e intenciones del corazón» (Hb 4,12). Los Padres sinodales han animado a las comunidades cristianas parroquiales, las CEV/SCC, las familias y las asociaciones y movimientos eclesiales, a tener momentos para compartir la Palabra de Dios[200]. Así se convertirán cada vez más en ámbitos en los que la Palabra de Dios, que edifica la comunidad de los discípulos de Cristo, se lee juntos, se meditada y se celebra. Esta Palabra regenera sin cesar la comunión fraterna (cf. 1 P 1,22-25).
B. La Eucaristía
152. Para edificar una sociedad reconciliada, justa y pacífica, el medio más eficaz es una vida de íntima comunión con Dios y con los demás. En efecto, alrededor de la mesa del Señor se congregan hombres y mujeres de diferente origen, cultura, raza, lengua y etnia. Forman una sola y misma unidad gracias al Cuerpo y a la Sangre de Cristo. A través de Cristo-Eucaristía, se hacen consanguíneos y, por tanto, auténticamente hermanos y hermanas, gracias a la Palabra, al Cuerpo y a la Sangre del mismo Jesucristo. Este vínculo de fraternidad es más fuerte que el de nuestras familias humanas, de nuestras tribus. «Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). El ejemplo de Jesús los hace capaces de amarse, de dar la vida unos por otros, pues el amor con el que cada uno es amado se debe comunicar con obras y en verdad[201]. Es indispensable, por tanto, celebrar en comunidad el domingo, Día del Señor, así como también las fiestas de precepto.
153. No es mi intención hacer aquí una exposición teológica sobre la Eucaristía. La he esbozado a grandes líneas en la Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis. Exhorto aquí a toda la Iglesia en África a cuidar muy particularmente la celebración de la Eucaristía, memorial del Sacrificio de Cristo Jesús, signo de unidad y vínculo de caridad, banquete pascual y prenda de la vida eterna. La Eucaristía se ha de celebrar con dignidad y belleza, siguiendo las normas establecidas. La adoración eucarística, personal y comunitaria, permite profundizar este gran misterio. En este sentido, se podría celebrar un congreso eucarístico continental. Ayudaría a sostener el trabajo de los cristianos en su esfuerzo por testimoniar valores fundamentales de comunión en todas las sociedades africanas[202].
154. Para que se respete el misterio eucarístico, los Padres sinodales recuerdan que las iglesias y capillas son lugares sagrados, que se han de reservar únicamente a las celebraciones litúrgicas, evitando en cuanto sea posible que se conviertan en simples espacios culturales o de socialización. Conviene promover su función primordial de ser lugar privilegiado de encuentro entre Dios y su pueblo, entre Dios y su criatura fiel. Conviene, además, velar para que la arquitectura de estos edificios de culto sea digna del misterio que se celebra en ellos y conforme a la legislación eclesiástica y al estilo local. Estas construcciones deben realizarse bajo la responsabilidad de los obispos, después de haber oído el consejo de personas competentes en liturgia y arquitectura. Que, al franquear el umbral, pueda decirse: «Realmente el Señor está en este lugar […], no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo» (Gn 28,16-17). Y también lograrán su cometido si son una ayuda a la comunidad, regenerada en la Eucaristía y en los demás sacramentos, para prolongar la celebración en la vida social, perpetuando el ejemplo de Cristo mismo (cf. Jn 13,15)[203]. Esta «coherencia eucarística»[204] interpela a toda conciencia cristiana (cf. 1 Co 11,17-34).
C. La reconciliación
155. Para ayudar a las sociedades africanas a sanar las heridas de la división y el odio, los Padres sinodales han invitado a la Iglesia a recordar que ella misma lleva en seno las mismas heridas y amarguras. Por tanto, necesita que el Señor la cure para dar un testimonio creíble de que el Sacramento de la Reconciliación cuida y sana los corazones heridos. Este Sacramento renueva los lazos rotos entre la persona humana y Dios, y restaura los vínculos en la sociedad. Educa así nuestros corazones y espíritus para que aprendamos a vivir «en espíritu de unión, con compasión, amor fraternal, misericordia, espíritu de humildad» (cf. 1 P 3,8).
156. Recuerdo la importancia de la confesión individual, que no puede ser reemplazada por ningún otro acto de reconciliación o alguna otra paraliturgia. Animo, pues, a todos los fieles de la Iglesia, sacerdotes, personas consagradas y laicos, a poner de nuevo el sacramento de la Penitencia en su verdadero lugar, en su doble dimensión personal y comunitaria[205]. Las comunidades que no tienen sacerdote, por las distancias u otras razones, pueden vivir el carácter eclesial de la penitencia y la reconciliación mediante formas no sacramentales. También los cristianos en situación irregular pueden unirse así al camino penitencial de la Iglesia. Como han indicado los Padres sinodales, la forma no sacramental puede ser considerada como un medio de preparación de los fieles para una recepción fructífera del sacramento[206], pero no puede convertirse en una norma habitual ni mucho menos sustituir al sacramento mismo. Exhorto de todo corazón a los sacerdotes a vivir personalmente este sacramento, y a estar verdaderamente disponibles para su celebración.
157. Para alentar la reconciliación con espíritu comunitario, recomiendo vivamente, como han deseado los Padres sinodales, celebrar todos los años en cada país africano «un día o una semana de reconciliación, particularmente durante el Adviento o la Cuaresma»[207]. La SCEAM podrá contribuir a su realización y, de acuerdo con la Santa Sede, promover un Año de la reconciliación de alcance continental, para pedir a Dios un perdón especial por todos los males y ofensas que los seres humanos se han infligido en África unos a otros, y para que se reconcilien las personas y los grupos que han sido heridos en la Iglesia y en el conjunto de la sociedad[208]. Se trataría de un Año jubilar extraordinario «durante el cual la Iglesia en África y en las islas vecinas den gracias con la Iglesia universal y recen para recibir los dones del Espíritu Santo»[209], especialmente el don de la reconciliación, de la justicia y la paz.
158. Será útil seguir el consejo de los Padres sinodales para estas celebraciones: «Que se guarde y recuerde fielmente la memoria de los grandes testigos que han dado su vida al servicio del Evangelio y del bien común, o por la defensa de la verdad y de los derechos humanos».[210] A este propósito, los santos son las verdaderas estrellas de nuestra vida, los «que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía»[211].
III. La nueva evangelización
159. Antes de concluir este documento, deseo volver de nuevo sobre la tarea de la Iglesia en África, que es la de esforzarse en la evangelización, en la missio ad gentes, así como en la nueva evangelización, para que la fisonomía del continente africano sea modelada cada vez más por la enseñanza siempre actual de Cristo, verdadera «luz del mundo» y auténtica «sal de la tierra».
A. Portadores de Cristo «Luz del mundo»
160. La obra urgente de la evangelización se lleva a cabo de manera diferente según las diversas situaciones de cada país. «En sentido estricto se habla de missio ad gentes dirigida a los que no conocen a Cristo. En sentido amplio se habla de “evangelización” para referirse al aspecto ordinario de la pastoral, y de “nueva evangelización” en relación a los que han abandonado la vida cristiana».[212] Solo la evangelización que está animada por la fuerza del Espíritu Santo se convierte en la «ley nueva del Evangelio» y da frutos espirituales[213]. El corazón de toda actividad evangelizadora es el anuncio de la persona de Jesús, el Verbo de Dios encarnado (cf. Jn 1,14), muerto y resucitado, siempre presente en la comunidad de los fieles, en su Iglesia (cf. Mt 28,20). Se trata de una tarea urgente, no solamente para África, sino para todo el mundo, puesto que la misión que Cristo redentor confió a su Iglesia todavía no se ha cumplido plenamente.
161. El «Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1) es el camino seguro para encontrar a la persona del Señor Jesús. Escrutar las Escrituras nos permite descubrir cada vez más el verdadero rostro de Jesús, revelación de Dios Padre (cf. Jn 12,45), y su obra de salvación. «Redescubrir el puesto central de la Palabra divina en la vida cristiana nos hace reencontrar de nuevo así el sentido más profundo de lo que el Papa Juan Pablo II había pedido con vigor: continuar la missio ad gentes y emprender con todas las fuerzas la nueva evangelización»[214].
162. La Iglesia en África, guiada por el Espíritu Santo, debe anunciar –viviéndolo– el misterio de la salvación a los que todavía no lo conocen. El Espíritu Santo, que los cristianos han recibido en el bautismo, es el fuego de amor que impulsa la acción evangelizadora. Los discípulos, después de Pentecostés, «llenos del Espíritu Santo» (Hch 2,4), salieron del Cenáculo, donde se encontraban encerrados por miedo, para proclamar la Buena Nueva de Jesucristo. El acontecimiento de Pentecostés nos permite comprender mejor la misión de los cristianos, «luz del mundo» y «sal de la tierra», en el continente africano. Es propio de la luz difundirse e iluminar a muchos hermanos y hermanas que están todavía en la oscuridad. La missio ad gentes compromete a todos los cristianos de África. Animados por el Espíritu, deben ser portadores de Jesucristo, «luz del mundo», en todo el continente, en todos los ámbitos de la vida personal, familiar y social. Los Padres sinodales han señalado «la urgencia y necesidad de la evangelización, que es la misión y la verdadera identidad de la Iglesia»[215].
B. Testigos de Cristo resucitado
163. El Señor Jesús exhorta también hoy a los cristianos de África a predicar en su nombre «la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos» (Lc 24,47). Para ello, están llamados a ser testigos del Señor resucitado (cf. Lc 24,48). Los Padres sinodales han señalado que la evangelización «consiste esencialmente en dar testimonio de Cristo con el poder del Espíritu, a través de la vida, después por la palabra, en un espíritu de apertura a los demás, de respeto y de diálogo con ellos, ateniéndose a los valores del Evangelio»[216]. Por cuanto respecta a la Iglesia en África, este testimonio debe estar al servicio de la reconciliación, de la justicia y la paz.
164. El anuncio del Evangelio debe reencontrar el ardor de los comienzos de la evangelización del continente africano, atribuido al evangelista Marcos, seguido por una «pléyade innumerable de santos, mártires, confesores y vírgenes»[217]. Hay que acudir con gratitud a la escuela de tantos misioneros que, durante muchos siglos y con entusiasmo, han sacrificado sus vidas para llevar la Buena Nueva a sus hermanos y hermanas africanos. A lo largo de estos últimos años, la Iglesia ha conmemorado en diferentes países el centenario de la evangelización. Ella se ha comprometido a difundir el Evangelio a los que no conocen todavía el nombre de Jesucristo.
165. Con el fin de que este esfuerzo sea cada vez más eficaz, la missio ad gentes debe ir a la par con la nueva evangelización. También en África, hay muchas situaciones que reclaman una nueva presentación del Evangelio, «nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión»[218]. En particular, la nueva evangelización debe integrar la dimensión intelectual de la fe con la experiencia viva del encuentro con Jesucristo, que está presente y activo en la comunidad eclesial, porque el origen del ser cristiano no reside en una decisión ética o una gran idea, sino en el encuentro con un acontecimiento, con una persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. La catequesis, pues, debe integrar la parte teórica, constituida por nociones aprendidas de memoria, con la práctica vivida en el ámbito litúrgico, espiritual, eclesial, cultural y caritativo, para que la semilla de la Palabra de Dios, al caer sobre una tierra fértil, eche raíces profundas, crezca y madure.
166. Para que eso suceda, es indispensable emplear los nuevos métodos que hoy están a nuestra disposición. Por cuanto respecta a los medios de comunicación social, de los que ya he hablado, no hay que olvidar lo que ya he subrayado recientemente en la Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini: «Insiste con fuerza santo Tomás de Aquino, mencionando a san Agustín: “También la letra del evangelio mata si falta la gracia interior de la fe que sana”»[219]. Conscientes de esta exigencia, hay que recordar siempre que no hay ningún medio que pueda ni deba sustituir al contacto personal, al anuncio verbal, así como al testimonio de una vida cristiana auténtica. Este contacto personal y este anuncio verbal deben expresar la fe viva que compromete y transforma la existencia, el amor de Dios que alcanza y toca a cada uno tal como es.
C. Misioneros seguidores de Cristo
167. La Iglesia que camina en África está llamada a contribuir a la nueva evangelización también en los países secularizados, de donde provenían antes numerosos misioneros y en los que hoy lamentablemente hay falta de vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Entretanto, un gran número de africanos y africanas han acogido la invitación del dueño de la mies (cf. Mt 9,37-38) a trabajar en su viña (cf. Mt 20,1-16). Sin disminuir el impulso misionero ad gentes en los diferentes países, y también en todo el continente, los obispos de África han de acoger con generosidad la invitación de sus hermanos en los países en los que escasean las vocaciones, y ayudar a los fieles que no tienen sacerdotes. Esta colaboración, que debe estar ordenada por acuerdos entre la Iglesia que envía y la que recibe, se convierte en un signo concreto de fecundidad de la missio ad gentes. Bendecida por el Señor, Buen Pastor (cf. Jn 10,11-18), sostiene así de forma preciosa la nueva evangelización en los países de antigua tradición cristiana.
168. El anuncio de la Buena Nueva hizo nacer en la Iglesia nuevas expresiones, apropiadas a las necesidades de los tiempos, de las culturas y de las esperanzas de los hombres. El Espíritu Santo no deja de suscitar también en África hombres y mujeres que, reunidos en diferentes asociaciones, movimientos y comunidades, consagran su vida a la difusión del Evangelio de Jesucristo. Según la exhortación del Apóstol de los gentiles, «no apaguéis el espíritu, no despreciéis las profecías. Examinadlo todo; quedaos con lo bueno. Guardaos de toda clase de mal» (1 Ts 5,19-22), los Pastores deben vigilar para que estas nuevas expresiones de la perenne fecundidad del Evangelio se integren en la acción pastoral de las parroquias y las diócesis.
169. Queridos hermanos y hermanas, a la luz del tema de la Segunda Asamblea especial para África, la nueva evangelización está particularmente relacionada con el servicio de la Iglesia con vistas a la reconciliación, la justicia y la paz. Por consiguiente, es necesario acoger la gracia del Espíritu Santo que nos hace esta invitación: «Os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,20). Por tanto, se invita a todos los cristianos a reconciliarse con Dios. Estaréis entonces en condiciones de convertiros en artífices de la reconciliación en el seno de las comunidades eclesiales y sociales en las que vivís y trabajáis. La nueva evangelización supone la reconciliación de los cristianos con Dios y entre ellos mismos Exige la reconciliación con el prójimo, la superación de todo género de barreras, como las provenientes de la lengua, la cultura o la raza. Todos somos hijos de un mismo Dios y Padre «que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos» (Mt 5,45).
170. Dios bendecirá un corazón reconciliado concediéndole su paz. Así pues, el cristiano será artífice de paz (cf. Mt 5,9) en la medida en que, enraizado en la gracia divina, colabore con el Creador en la construcción y la promoción del don de la paz. El fiel reconciliado será también promotor de la justicia en todo lugar, sobre todo en las sociedades africanas divididas, víctimas de la violencia y la guerra, que tienen hambre y sed de la justicia verdadera. El Señor nos invita: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura» (Mt 6,33).
171. La nueva evangelización es una empresa urgente para los cristianos en África, ya que también ellos deben renovar su entusiasmo por pertenecer a la Iglesia. Inspirados por el Espíritu del Señor resucitado, están llamados a vivir, en el ámbito personal, familiar y social, la Buena Nueva y a anunciarla con renovado celo a las personas cercanas y lejanas, empleando para su difusión los nuevos métodos que la providencia divina pone a nuestra disposición. Alabando a Dios Padre por las maravillas que sigue realizando en cada uno de los miembros de su Iglesia, los fieles están invitados a vivificar su vocación cristiana en fidelidad a la Tradición viva de la Iglesia. Abiertos a la inspiración del Espíritu Santo, que sigue suscitando diferentes carismas en la Iglesia, los cristianos deben continuar o emprender con determinación el camino de la santidad para llegar a ser cada día más apóstoles de la reconciliación, la justicia y la paz.
CONCLUSIÓN «Ánimo, levántate, que te llama» (Mc 10,49)
172. Queridos hermanos y hermanas, la última palabra del Sínodo ha sido una llamada de esperanza dirigida a África. Esta llamada será vana si no se radica en el amor trinitario. De Dios, Padre de todos, recibimos la misión de transmitir a África el amor con el que nos ama Cristo, el Hijo primogénito, para que nuestra acción, animada por el Espíritu Santo, sea impregnada por la esperanza y se convierta, a su vez, en fuente de esperanza. Con el fin de facilitar la puesta en práctica de las orientaciones del Sínodo sobre temas tan candentes como la reconciliación, la justicia y la paz, desearía que los «teólogos siguieran estudiando hoy la hondura del misterio trinitario y su significado para el día a día africano»[220]. Puesto que la vocación del hombre es única, no dejemos que decaiga en nosotros el impulso vital de la reconciliación de la humanidad con Dios, gracias al misterio de nuestra salvación en Cristo. La redención es la razón de la fiabilidad y firmeza de nuestra esperanza «gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino»[221].
173. Lo repito: «Levántate, Iglesia en África, familia de Dios, porque te llama el Padre celestial a quien tus antepasados invocaban como Creador antes de conocer su cercanía misericordiosa, que se reveló en su Hijo unigénito, Jesucristo. Emprende el camino de una nueva evangelización con la valentía que procede del Espíritu Santo»[222].
174. El rostro de la evangelización lleva hoy el nombre de reconciliación, «condición indispensable para instaurar en África relaciones de justicia entre los hombres y para construir una paz justa y duradera en el respeto de cada individuo y de cada pueblo; una paz que […] se abre a la aportación de todas las personas de buena voluntad más allá de sus respectivas pertenencias religiosas, étnicas, lingüísticas, culturales y sociales»[223]. Que toda la Iglesia católica acompañe con su afecto a los hermanos y hermanas del continente africano. Que los santos de África los sostengan con su plegaria de intercesión[224].
175. Que «el buen señor de la casa, san José, que personalmente conoce bien lo que significa ponderar, con actitud de solicitud y de esperanza, los caminos futuros de la familia, [y que] nos escuchó con amor y nos acompañó hasta el interior del mismo Sínodo»[225], proteja y acompañe a la Iglesia en su misión al servicio de África, tierra en la que encontró para la Sagrada Familia refugio y protección (cf. Mt 2,13-15). Que la Santísima Virgen María, Madre del Verbo de Dios y Nuestra Señora de África, siga acompañando a toda la Iglesia con su intercesión y su invitación a hacer todo lo que su Hijo nos diga (cf. Jn 2,5). Que la oración de María, Reina de la Paz, cuyo corazón atiende siempre a la voluntad de Dios, sostenga todo esfuerzo de conversión, que consolide cada iniciativa de reconciliación, y haga eficaces todos los esfuerzos en favor de la paz, en un mundo que tiene hambre y sed de justicia (cf. Mt 5,6).[226]
176. Queridos hermanos y hermanas, a través de la Segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos, el Señor bueno y misericordioso os recuerda encarecidamente que «vosotros sois la sal de la tierra… la luz del mundo» (Mt 5,13.14). Que estas palabras rememoren la dignidad de vuestra vocación de hijos de Dios, miembros de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Esta vocación consiste en difundir, en un mundo a veces oscurecido, la claridad del Evangelio, el esplendor de Jesucristo, luz verdadera que «ilumina a todo hombre» (Jn1,9). Los cristianos, además, han de ofrecer a los hombres el gusto por Dios Padre, el gozo de su presencia creadora en el mundo. Están llamados también a colaborar con la gracia del Espíritu Santo, para que el milagro de Pentecostés prosiga en el continente africano, y todo hijo de la Iglesia sea cada vez más apóstol de la reconciliación, la justicia y la paz.
177. Que la Iglesia católica en África sea siempre uno de los pulmones espirituales de la humanidad y se convierta cada día más en una bendición para el noble continente africano y para todo el mundo.
Ouidah, Benín, 19 de noviembre de 2011, séptimo año de mi Pontificado.
BENEDICTUS PP. XVI
[1] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre 1995), 1: AAS 88 (1996), 5.
[2] Cf. Primera Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos, Mensaje final (6 mayo 1994), 24-25; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre 1995), 63: AAS 88(1996), 39-40.
[3] Cf. Segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos, Propositio 1.
[4] Cf. Propositio 2.
[5] Discurso a los miembros del Consejo especial para África del Sínodo de los Obispos (Yaundé, 19 marzo 2009): AAS 101 (2009), 310.
[6] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre 1995), 63: AAS 88 (1996), 39-40.
[7] Cf. n. 92: AAS 88 (1996), 57-58; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11; Id., Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 11; Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 21: AAS 74 (1982), 104-106.
[8] Cf. n. 63: AAS 88 (1996), 57-58.
[9] Quis dives salvetur29: PG 9, 633.
[10] Discurso a la Curia Romana (21 diciembre 2009): AAS 102 (2010), 35.
[11] N. 79: AAS 88 (1996), 51.
[12] Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 1: AAS 101 (2009) 641.
[13] Homilía en la apertura de la Segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos (4 octubre 2009): AAS 101 (2009), 907.
[14] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 3: AAS 93 (2001), 267.
[15] Ibíd., 29: AAS 93 (2001), 286.
[16] Adversus haereses, IV, 20, 7: PG 7, 1037.
[17] Propositio 34.
[18] Homilía en la clausura de la Segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos (25 octubre 2009): AAS 101 (2009), 918.
[19] Propositio 46.
[20] XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, Mensaje final (24 octubre 2008), 10.
[21] Discurso a la Curia Romana (21 diciembre 2009): AAS 102 (2010), 35.
[22] Cf. Carta enc. Caritas in veritate, 5-9: AAS 101 (2009), 643-647.
[23] Discurso a la Curia Romana (21 diciembre 2009): AAS 102 (2010), 35.
[24] Mensaje para la celebración de la Jornada mundial de la Paz 2008: AAS 100 (2008), 38-45.
[25] Discurso a la Curia Romana (21 diciembre 2009): AAS 102 (2010), 37.
[26] Cf. Propositio 5.
[27] Relatio ante disceptationem, II, a.
[28] Ibíd.
[29] Discurso a la Curia Romana (21 diciembre 2009): AAS 102 (2010), 35.
[30] Cf. Homilía en la clausura de la Segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos (25 octubre 2009): AAS 101 (2009), 916.
[31] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la celebración de la Jornada mundial de la Paz 1997, 1: AAS 89 (1997), 1.
[32] Propositio 5.
[33] Cf. Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 28: AAS 98 (2006), 238-240.
[34] Cf. Propositio 14.
[35] Cf. Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 9: AAS 101 (2009), 646-647.
[36] Cf. Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 28-29: AAS 98 (2006), 238-240; Comisión teológica internacional, Algunas cuestiones sobre la teología de la Redención (29 noviembre 1994), 14-20.
[37] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 40; Consejo Pontifico Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 49-51.
[38] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 58, a. 1.
[39] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 35: AAS 83 (1991), 837.
[40] Catecismo de la Iglesia Católica, 1894.
[41] Lineamenta, 44.
[42] San Agustín, De civitate Dei, XIX, 21, 1: PL 41, 649.
[43] Cf. Mensaje para la Cuaresma 2010 (30 octubre 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (7 febrero 2010), 11.
[44] Cf. ibíd.
[45] Cf. Propositio 17.
[46] Cf. Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 6: AAS 101 (2009), 644.
[47] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 28: AAS 98 (2006), 240.
[48] Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 53. 80: AAS 68 (1976), 41-42. 73-74; Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990), 46: AAS 83 (1991), 293.
[49] Cf. Mensaje final, 36.
[50] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 1.
[51] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la Evangelización (3 diciembre 2007), 9: AAS 100 (2008), 497-498.
[52] Lineamenta, 48.
[53] Propositio 43.
[54] Ibíd.
[55] Cf. Discurso al Consejo Pontificio para los Laicos (21 mayo 2010): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (30 mayo 2010), 3.
[56] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes divinitus, sobre la actividad misionera en la Iglesia, 15.
[57] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 22: AAS 68 (1976), 20.
[58] Cf. Propositio 9.
[59] Cf. Propositio 8.
[60] Cf. nn. 28-34: AAS 77 (1985), 250-273. Esta enseñanza ha sido confirmada por la Carta apostólica en forma de Motu proprio Misericordia Dei (2 mayo 2002): AAS 94 (2002), 452-459.
[61] Cf. Propositio 7.
[62] Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 43: AAS 93 (2001), 297.
[63] Ibíd.
[64] Ibíd.
[65] Cf. Propositio 9.
[66] Cf. Propositio 33.
[67] Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización (3 diciembre 2007), 6: AAS (2008), 494.
[68] Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 19-20: AAS 68 (1976), 18-19.
[69] Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 40: AAS 93 (2001), 295.
[70] Cf. Propositio 32.
[71] Meditación al inicio de la Segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos (5 octubre 2009): AAS 101 (2009), 924.
[72] N. 55: AAS 102 (2010), 734-735.
[73] Cf. Propositio 45.
[74] Discurso a los miembros del Consejo especial para África del Sínodo de los Obispos (Yaundé, 19 marzo 2009): AAS 101 (2009), 313.
[75] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007), 51: AAS 99 (2007), 144.
[76] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y el mundo (31 mayo 2004), 13: AAS 96 (2004), 682.
[77] Mensaje para la celebración de la Jornada mundial de la Paz 2008, 3: AAS 100 (2008), 38-39.
[78] Cf. Propositio 38.
[79] Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007), 79: AAS 99 (2007), 165-166.
[80] Cf. ibíd., 73.
[81] Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 38-39: AAS 93 (2001) 293-294.
[82] Id., Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 39: AAS 74 (1982), 130-131; cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 71: AAS 68 (1976), 60-61.
[83] Juan Pablo II, Homilía en el Jubileo para la tercera edad (17 septiembre 2000), 5: AAS 92 (2000), 876; cf. Id., Carta a los ancianos (1 octubre 1999): AAS 92 (2000), 186-204.
[84] Cf. Mensaje final, 26.
[85] Epistula1, 11: PL 65, 306C.
[86] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 25.43: AAS 74 (1982), 110-111. 134-135.
[87] Cf. Propositio 45.
[88] Cf. Mensaje final, 26.
[89] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 67.
[90] Orígenes, De principiis, IV, 4, 10: SC 268 (1980), 427.
[91] Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 29: AAS 80 (1988), 1722; cf. Benedicto XVI, Encuentro con los movimientos católicos para la promoción de la mujer (Luanda, 22 marzo 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (3 abril 2009), 16.
[92] Encuentro con los movimientos católicos para la promoción de la mujer (Luanda, 22 marzo 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (3 abril 2009), 16.
[93] Cf. Propositio 47.
[94] Encuentro con los movimientos católicos para la promoción de la mujer (Luanda, 22 marzo 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (3 abril 2009), 16.
[95] Segunda Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, Doc. Justitia in mundo (30 noviembre 1971), 45: AAS 63 (1971), 933; cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre 1995), 121: AAS 88 (1996), 71-72.
[96] Mensaje final, 25.
[97] Mensaje para la Jornada mundial de la Paz 2010, 11: AAS 102 (2010), 49; cf. Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 51: AAS 101 (2009), 687.
[98] Cf.Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 31: AAS 80 (1988), 1727-1729; Id. Carta a las mujeres (29 junio 1995), 12: AAS 87 (1995), 812.
[99] Cf. Mensaje final, 27-28.
[100] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 9: AAS 93 (2001), 271-272.[101] N. 104: AAS (2010), 772.
[102] Regla, III, 3; cf. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 45: AAS 93 (2001), 298-299.
[103] Cf. Propositio 48.
[104] Cf. Mensaje para la XXVJornada mundial de la Juventud (22 febrero 2010), 7: AAS 102 (2010), 253-254; Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30 septiembre 210), 104: AAS 102 (2010), 772-773.
[105] AAS 97 (2005), 712.
[106] Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), 57: AAS 87 (1995), 466.
[107] Los Padres sinodales se han referido a diversas situaciones, como, por ejemplo, a los niños sacrificados antes de nacer, los no deseados, los huérfanos, los albinos, los niños de la calle, los abandonados, los niños soldados, los niños prisioneros, los forzados a trabajar, los maltratados a causa de una discapacidad física o mental, los considerados como brujos, los llamados niños serpiente, los vendidos como esclavos del sexo, los traumatizados, los que no tienen perspectivas de provenir...: cf. Propositio 49.
[108] Cf.Juan Pablo II, Carta a los niños (13 diciembre 1994): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (16 diciembre 1994), 6.
[109] Cf. Mensaje final, 30.
[110] Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 14: AAS 59 (1967), 264; cf. Benedicto XVI, Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 18: AAS 101 (2009), 653-654.
[111] Cf. Propositio 20.
[112] Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), 82: AAS 87 (1995), 495.
[113] Cf. Propositio 53.
[114] Cf. Propositio 52.
[115] Cf. Propositio 51.
[116] Cf. Mensaje final, 31.
[117] Cf. Propositio 19.
[118] Cf. Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 21: AAS 101 (2009), 655-656.
[119] Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 13.
[120] Cf. Propositiones 17. 29.
[121] Cf. Mensaje final, 32.
[122] Cf. Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 42: AAS 101 (2009), 677-678; Propositio 15.
[123] Segunda Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, Doc. Justitia in mundo (30 noviembre 1971), Prop., 8a: AAS 63 (1971), 941.
[124] Ibíd. Prop., 8b. 8c: AAS 63 (1971), 941.
[125] Cf. Propositio 22.
[126] Cf. Propositio 30.
[127] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política (24 noviembre 2002): AAS 96 (2004), 359-370.
[128] Catecismo de la Iglesia Católica, 2419.
[129] Cf. Propositio 24; Benedicto XVI, Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 58, 60. 67: AAS 101 (2009), 693-694, 695, 700-701; Catecismo de la Iglesia Católica, 1883. 1885.
[130] Cf. Propositio 25.
[131] Cf. Propositio 26.
[132] Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 43: AAS 101 (2009), 679.
[133] Cf. Propositio 54.
[134] Ibíd.
[135] Cf. Propositio 55.
[136] Cf. Propositio 54.
[137] Cf. Propositio 28.
[138] Cf. Discurso a los miembros del Consejo especial para África del Sínodo de los Obispos (Yaundé, 19 marzo 2009): AAS 101 (2009), 310.
[139] Cf. Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 62: AAS 101 (2009), 696-697
[140] Ibíd., 42: AAS 101 (2009), 677.
[141] Ibíd., 36: AAS 101 (2009), 672.
[142] Ibíd., 47: AAS 101 (2009), 684; cf, propositio 31.
[143] Cf. Propositiones 10. 11. 12. 13.
[144] Confesiones, VII, 10, 16: PL 32, 742.
[145] Cf. Propositio 10.
[146] Decl. Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, 2; cf. Propositio 13.
[147] Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, 3.
[148] Cf. Mensaje final, 41.
[149] Cf. Propositio 12.
[150] Cf. Mensaje para la celebración de la Jornada mundial de la Paz 2011: AAS 103 (2011), 46-58.
[151] Cf. Propositio 18.
[152] Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 30: AAS 101 (2009), 665.
[153] Cf. Congregación para los Obispos, Directorio para el Ministerio pastoral de los Obispos (22 febrero 2004), 33-48.
[154] Epistula 33, 1: PL 4, 297.
[155] Discurso a los Obispos de Francia (Lourdes, 14 septiembre 2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (26 septiembre 2008), 7.
[156] Propositio 3.
[157] Cf. Propositio 4.
[158] Cf. ibíd.
[159] Cf. Propositio 39.
[160] Cf. Mensaje final, 20.
[161] Cf. Propositio 39.
[162] Cf. Discurso a la Curia Romana (21 diciembre 2009): AAS 102 (2010), 35.
[163] Epistula 66, 1: PL 4, 398.
[164] San Ignacio de Antioquía, Ad Magnesios, 3, 2: ed. F. X. Funk, 233.
[165] Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007), 24: AAS 99 (2007), 125.
[166] Cf. Apologeticum, 50, 13: PL 1, 603.
[167] Cf. Congregación para la Educación Católica, Normas básicas de la formación de los diáconos permanentes (22 febrero 1998), 8; Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los diáconos permanentes (22 febrero 1998), 6. 8. 48.
[168] Cf. Lineamenta, 89.
[169] Cf. Propositio 50.
[170] Cf. Propositio 41.
[171] Cf. Propositio 42.
[172] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 46.
[173] Cf. Id, Decr. Ad gentes divinitus, sobre la actividad misionera en la Iglesia, 18.
[174] Cf. Propositio 40.
[175] Ibíd.
[176] Cf. Carta a los seminaristas (18 octubre 2010): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (26 septiembre 2008), 3-4.
[177] Discurso a los miembros del Consejo especial para África del Sínodo de los Obispos (Yaundé, 19 marzo 2009): AAS 101 (2009), 311-312.
[178] Cf. Propositio 44; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre 1995), 91: AAS 88 (1996), 57.
[179] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 15.17: AAS 81 (1989), 413-416. 418-421.
[180] Propositio 37.
[181] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre 1995), 103: AAS 88 (1996), 62-63.
[182] Meditación al inicio de la Segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos (5 octubre 2009): AAS 101 (2009), 920.
[183] Ibíd.
[184] Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
[185] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 39: AAS 98 (2006), 250.
[186] Cf. Propositio 35.
[187] Homilía en Nazaret (14 mayo 2009): AAS 101 (2009), 480.
[188] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007), 49: AAS 99 (2007), 143.
[189] Cf. Propositio 36.
[190] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre 1995), 103: AAS 88 (1996), 62-63.
[191] Discurso a los miembros del Consejo especial para África del Sínodo de los Obispos(Yaundé, 19 marzo 2009): AAS 101 (2009), 312.
[192] Cf. Mensaje final, 31.
[193] Cf. ibíd.
[194] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre 1995), 124: AAS 88 (1996), 72-73.
[195] Cf. Propositio 56.
[196] Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 73: AAS 101 (2009), 705.
[197] Ibíd., 73: AAS 101 (2009), 704-705.
[198] Cf. Propositio 56.
[199] Commentariorum in Isaiam prophetam, Prologus: PL 24, 17.
[200] Cf. Propositio 46.
[201] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007), 82: AAS 99 (2007), 168-169; Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 14: AAS 98 (2006), 228-229.
[202] Cf. Propositio 8.
[203] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007), 51: AAS 99 (2007), 144.
[204] Ibíd., 83: AAS 99 (2007), 169.
[205] Cf. Propositio 5.
[206] Cf. Propositio 6; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et Poenitentia (2 diciembre 1984), 23: AAS 77 (1985), 233-235.
[207] Propositio 8.
[208] Cf. ibíd.
[209] Ibíd.
[210] Propositio 9.
[211] Carta enc. Spe salvi (30 noviembre 2007), 49: AAS 99 (2007), 1025.
[212] Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización (3 diciembre 2007), 12: AAS 100 (2008), 501.
[213] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 106, a. 1.
[214] Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30 septiembre 210), 122: AAS 102 (2010), 785.
[215] Propositio 34.
[216] Ibíd.; cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 21: AAS 68 (1976), 19-20.
[217] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre 1995), 31: AAS 88 (1996), 21.
[218] Id., Discurso a los Obispos del Consejo Episcopal Latinoamericano (Puerto Príncipe, 9 marzo 1983): AAS 75 (1983), 778.
[219] N. 29: AAS 102 (2010), 708.
[220] Discurso a los miembros del Consejo especial para África del Sínodo de los Obispos(Yaundé, 19 marzo 2009): AAS 101 (2009), 312.
[221] Carta enc. Spe salvi, 1: AAS 99 (2007), 985.
[222] Homilía en la misa de clausura de la Segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos (25 octubre 2009): AAS 101 (2009), 918.
[223] Ibíd.
[224] Cf. ibíd.
[225] Discurso a la Curia Romana (21 diciembre 2009): AAS 102 (2010), 34.
[226] Cf. Propositio 57.
ÍNDICE
Introducción [1-13]
PRIMERA PARTE «AHORA HAGO NUEVAS TODAS LAS COSAS» (Ap 21,5) [14]
CAPÍTULO I Al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz
I. Servidores auténticos de la Palabra de Dios [15-16] II. Cristo en el corazón de la realidad africana: fuente de reconciliación, justicia y paz [17-18]
A. «Dejaos reconciliar con Dios» (2 Co 5,20b) [19-21] B. Ser justos y construir un orden social justo [22-23]
1. Vivir de la justicia de Cristo [24-25] 2. Un orden justo en la lógica de las Bienaventuranzas [26-27]
C. El amor en la verdad: fuente de paz [28]
1. Servicio fraterno concreto [29] 2. La Iglesia como centinela [30]
CAPÍTULO II Los campos para la reconciliación, la justicia y la paz [31]
I. Atención a la persona humana
A. La metanoia: una auténtica conversión [32] B. Vivir la verdad del Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación[33] 35 C. Espiritualidad de comunión [34-35] D. Inculturación del Evangelio y evangelización de la cultura [36-38] E. El don de Cristo: la Eucaristía y la Palabra de Dios [39-41]
II. La convivencia
A. La familia [42-46] B. Los ancianos [47-50] C. Los hombres [51-54] D. Las mujeres [55-59] E. Los jóvenes [60-64] F. Los niños [65-68]
III. La visión africana de la vida [69]
A. La protección de la vida [70-78] B. Respeto por la creación y el ecosistema [79-80] C. La buena gobernanza de los Estados[81-83] D. Migrantes, desplazados y refugiados [84-85] E Globalización y ayuda internacional [86-87]
IV. Diálogo y comunión entre los creyentes [88]
A. Diálogo ecuménico y desafío de los nuevos movimientos religiosos [89-91] B. Diálogo interreligioso [92-94]
1. Las religiones tradicionales africanas [92-93] 2. El Islam [94]
C. Convertirse en «sal de la tierra» y «luz del mundo» [95-96]
SEGUNDA PARTE
ACTUAR BAJO LA ACCIÓN TRANSFORMADORA DEL ESPÍRITU SANTO [97-98]
CAPÍTULO I Los miembros de la Iglesia [99]
I. Los obispos [100-107] II. Los sacerdotes [108-112] III. Los misioneros [113-114] IV. Los diáconos permanentes [115-116] V. Las personas consagradas [117-120] VI. Los seminaristas [121-124] VII. Los catequistas [125-127] VIII. Los laicos [128-131]
CAPÍTULO II Principales campos de apostolado [132]
I. La Iglesia como presencia de Cristo [133] II. El mundo de la educación [134-138] III. El mundo de la salud [139-141] IV. El mundo de la información y de la comunicación [142-146]
CAPÍTULO III «Levántate, toma tu camilla y echa a andar» (Jn 5,8)
I. Jesús en la piscina de Betesda [147-149] II. Palabra de Dios y Sacramentos
A. La Sagrada Escritura [150-151] B. La Eucaristía [152-154] C. La reconciliación [155-158]
III. La Nueva Evangelización [159]
A. Portadores de Cristo «Luz del mundo» [160-162] B. Testigos de Cristo resucitado [163-166] C. Misioneros seguidores de Cristo [167-171]
CONCLUSIÓN «Ánimo, levántate, que te llama» (Mc 10, 49) [172-177]
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