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Saturday, May 17, 2008

LA VEJEZ TAMBIÉN ES TIEMPO DE CRECER

Salutatio marzo 2008
Jesús María Lecea, escolapio
Padre General

El dos de febrero, fiesta litúrgica de la presentación del Señor en el templo de Jerusalén, que Juan Pablo II hizo coincidir con la jornada mundial para la vida consagrada, escuchando el evangelio del día me vino la idea de dedicar una salutatio a los ancianos. El evangelio, efectivamente, habla de dos de ellos y los presenta como personas de Dios y preeminentes en sabiduría de la que poder aprender.

Uno se llamaba Simeón, “hombre honrado y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; el Espíritu Santo estaba con él y le había avisado que no moriría sin ver al Mesías del Señor” (Lc 2, 25-26). La tradición cristiana ha hablado siempre del anciano Simeón aunque, si curiosamente, el texto de Lucas nada dice de su edad.

La otra se llamaba Ana, “mujer muy anciana... , casada siete años y
viuda hasta los ochenta y cuatro, que no se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones” (Lc 2, 36-38). Era reconocida como profetisa.

Las estadísticas hablan de una vida religiosa, sobre todo en los países occidentales, con una media de edad muy alta. Somos una inmensa mayoría que hemos superado los 65 años. El fenómeno no tendría nada de particular si no coincidiera con una fuerte bajada en las nuevas incorporaciones a la vida religiosa. El número de jóvenes religiosos es escaso. La crisis de las vocaciones ha creado la dificultad, no la longevidad de los religiosos, que puede ser más bien un don de Dios.

Hace unos años leí un artículo de periódico, escrito por un anciano de
97 años, que se presentaba así: “el que como yo, ha recibido la merced (entre otras tantas y tantas) de haber cumplido los noventa y siete años y está en la posibilidad de escribir algunas cosas sobre la vejez, tiene autoridad para exponerlas y hasta la obligación de hacerlo por si otros aprovechan”. Anoté algunas cosas de su artículo. Una: “Saber envejecer es la obra maestra de la sabiduría y una de las partes más difíciles del gran arte de vivir”. Después pasaba a recoger algunas citas sueltas sobre la vejez, con visión favorable algunas y pesimista otras. Comenzaba por las bíblicas.

Las únicas que transcribo entre las optimistas son estas: a) “En los ancianos está el saber y en la longevidad la sensatez” (Job 12, 12); b) “Si no cosechas en la juventud ¿cómo lo hallarás en la vejez? ¡Cuán bien sienta a los cabellos blancos el juicio y a los ancianos el consejo”; c) “¡Qué bien dice la sabiduría a los ancianos y la inteligencia y el corazón a los nobles!”; d) “La corona de los ancianos es su rica experiencia y el temor del Señor su gloria!” (las últimas citas son del Eclo, 25, 3-6).

Entre las citas pesimistas traía éstas: a) una atribuida a un Papa Inocencio: “Luego se le aflige el corazón, la cabeza se le anda, el espíritu le falta... es tenaz, codicioso, tétrico, cojijoso, hablador, alaba a los antiguos y vitupera a los presentes, suspira, acongójase, entorpécese y enferma” (el autor añade con humor que seguramente aquí el Papa no hablaba ex cátedra); b) la otra es del escritor navarro Malón de Chaide: “Es la vejez un hospital de enfermedades. Allí el recurso le ahoga, la destilación le da tos, la gota le pone grillos, la ijada le enclava, el riñón le hace dar gritos.”

No sé si por la costumbre, sobre todo en los ancianos, de no querer contar los años o por emplear un eufemismo que no desasosiegue a nadie, nuestro Directorio Escolapio de formación permanente (Roma 1994), cuando describe la edad superior a los sesenta y cinco, habla de “madurez serena” (N. 75). Es bonita, y sobre todo positiva, la expresión. La vejez está mirada no como progresivo decaimiento o degrado, sino como un nivel de acumulación pacífica de sabiduría. De alguna manera, la vejez es un tiempo para crecer y, por ello, queda implicada en la formación permanente. Evidentemente toda realidad, también la vejez, tiene dos caras: positiva y negativa. Por eso, si nos quedamos en la positiva, no es para hacernos el iluso o soñar en añoranzas imposibles. Es para motivarnos a intentar descubrir lo que de oportunidad de crecimiento tiene la vejez. Afrontar con ánimos y esperanza la vejez es una tarea difícil, un desafío, porque la serenidad no es un regalo asegurado sino una conquista moral. Por ello, como tantos otros momentos de la vida, la vejez requiere tesón, empeño y optimismo. Si es cierto que podemos encontrar ancianos –y ahora hablo en general- que han evolucionado hacia un carácter agrio, amargo, fácilmente irritable y caprichoso, quejosos, apesadumbrados y envidiosos por la nostalgia de la juventud irrecuperable, vanidosos quizás, también los hay -y son muchos- que siguen desarrollando sus mejores cualidades y virtudes, afrontando sin pesar alguno las dificultades de la edad, felices sin que nada envidien, mirando más bien el porvenir, aunque no lo puedan disfrutar, con talante equilibrado y sabio.

Los antropólogos discuten si la vejez, en el fondo, no propicia otra cosa que el aparecer con mayor nitidez los defectos y cualidades que ya uno tenía de niño, adolescente, joven o adulto o, por el contrario, es una oportunidad más para hacer aflorar en uno la inteligencia, el equilibrio, la sensatez y ponderación, la generosidad y la paz interior que antes sólo se barruntaban como tendencia o potencialidad. Entrado en años –afirma Enzo Bianchi, fundador de la Comunidad monástica de Bose en Italia- “los recuerdos ocupan el lugar de la esperanza”.

Esta es la dificultad con la que enfrentarse. Pero también tiene su verdad el hecho de que no existe etapa alguna de la vida de la que pueda decirse que está privada de todo crecimiento en algún sentido,
que en ella es imposible el crecimiento. Se dará –es bien cierto- un apagarse de ciertas emociones, el paso de la autonomía a tener que depender de otros, un repliegue sobre uno mismo. A esto tiende la naturaleza. Pero al hombre acompaña siempre un misterio de gracia.

“La ancianidad –dejó escrito Kart Barth- se presenta al hombre como posibilidad extraordinaria de vivir ya no por deber, sino por gracia”. Así se refuerza, incluso, la fuerza del primer amor vocacional. Efectivamente, no se apaga el enamoramiento cuando se envejece, sino que se envejece cuando se apaga el primer amor.

En esta perspectiva tan positiva de la vejez o de la “madurez serena”, nuestro Directorio Escolapio de formación permanente describe así algunas de las situaciones características de esta etapa de la vida: “tiempo de progresiva espiritualización, de llegar a la profundidad de uno mismo; mayor disponibilidad de tiempo; posibilidad de cultivar más intensamente el núcleo fundamental de la vida consagrada (oblación personal, lectio divina, oración contemplativa, ministerio de intercesión... ); afirmación de la vocación escolapia, interiorizando la consagración; aceptación progresiva de la experiencia de kenosis y de sufrimiento; aumento de la confianza en Dios ante la cercanía de lo definitivo... .” (N. 88).

También, con gran dosis de realismo, habla de las dificultades más frecuentes: “disminución progresiva del tono vital y de la dedicación a las actividades del ministerio escolapio; experiencia no siempre bien asimilada de soledad o de sentimiento de inutilidad; retiro de ciertas actividades profesionales y resistencia psicológica para iniciar otras funciones; agudización de los aspectos negativos anteriores con manifestaciones de insatisfacción, amargura, crítica… ; crecientes limitaciones debidas a la edad y dependencia de otras personas; sensación de hundimiento psicológico y moral en casos de enfermedad grave o crónica.” (N. 89). Conscientes de éstas y otras dificultades propias de esta edad, el Directorio, sin embargo, nos invita a mirar hacia adelante fijándonos nuevos objetivos a alcanzar y poniendo manos a la obra. El objetivo es alcanzar ese estado de madurez serena como persona y como religioso. Y como recomendaciones para alcanzarlo el “dedicarse más intensamente al núcleo fontal de la vida religiosa escolapia, el vivir de manera más plena e interiorizada la consagración, el compartir en la comunidad las penas y las alegrías de la vida, el compensar la disminución progresiva de las fuerzas con una readaptación de la vida y del ministerio, el actualizarse teórica y prácticamente ante las nuevas oportunidades (he visto el entusiasmo de algunos de nuestros religiosos mayores en el servirse del ordenador), el buscar la ayuda espiritual y material para afrontar animosamente las propias limitaciones” (N 90/91). La expresión externa de todo esto podrá ser frágil, imperfecta y hasta pobre. Oí a un escolapio hablar de la “oración pobre”, a causa de las limitaciones de la edad, pero tan querida por Dios y que manifiesta su eficacia en su misma debilidad.

Cierro la presente salutatio, como es en realidad, con un saludo cordialísimo y fraterno, totalmente agradecido, a todos nuestros ancianos. A ellos debemos lo que ahora somos. Ellos, con su amor a la Escuela Pía, siguen contribuyendo a su vida y misión, ahora y para el futuro. Personalizando en todos ellos este paso del salmo 92, les deseo la bendición de Dios: “Plantados en la casa del Señor, crecerán en el santuario de nuestro Dios. Aun en la vejez seguirán dando fruto, conservarán su verdor y lozanía, para anunciar cuán recto es el Señor, mi roca, en quien no hay engaño” (Sal 92, 14-16).

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