EL CORAZÓN ENSANCHADO
Jesús María Lecea, escolapio
Padre General
enero y febrero 2009
Estamos celebrando el Año de San Pablo o Año Paulino con motivo del segundo milenio del nacimiento del Apóstol. Hablando de su estima personal hacia los de Corinto, encontramos esta consideración de Pablo: “... sentimos el corazón ensanchado, no os amamos con corazón estrecho; ... el vuestro, en cambio, sí parece estrecho” (2 Co 6, 12-13). En las vivencias apostólicas de Pablo este pasaje es un reproche, nacido de una estima no correspondida en igual grado, a la comunidad de Corinto. Pero más allá, del hecho histórico y del sentimiento personal expresado, algo lógicamente muy subjetivo, el lamento revela, por una parte, cómo es Pablo y, por otra, cómo considera que deben ser las relaciones entre los hermanos de fe. De una y otra podemos aprender: del modo de ser de Pablo y de la relación que, según él, conviene tener entre hermanos en la fe cristiana. Y de esto se trata.
El mismo Pablo escribe que “toda Escritura ha sido inspirada por Dios y es útil ... para educar en rectitud, a fin de que el hombre sea perfecto y esté preparado para hacer el bien” (2 Tim 3, 16). Se pone, incluso, como modelo a imitar: “Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo” (1 Co 11, 1). En diversos lugares de sus cartas vuelve a decir lo mismo: 1 Co 4, 6; Flp 3, 17, 1 Tes 1, 6. Por estar recogido en la Escritura y por venir de Pablo, tiene sentido y valor el considerar qué podemos aprender para nuestro hoy y mañana del significado del “corazón ensanchado”. A todo cristiano y, sin duda, a todo religioso le conviene ese tipo de corazón. Tanto si se piensa en uno mismo como persona individual, como si se contempla integrado en la comunidad cristiana, en general, y religiosa, en particular. Creo que también es así el corazón del escolapio.
Detengámonos primero en mirar cómo es San Pablo, al definirse persona de corazón ensanchado. Conocemos que en el lenguaje bíblico la palabra corazón hace referencia a lo íntimo del ser, a la misma entraña del ser humano, a su núcleo personal. Conocemos a San Pablo, conociendo su corazón. Podemos describir su forma de ser, describiendo cómo escribe de su corazón. Del texto del que hemos partido, podemos decir que Pablo es una persona abierta, sin dobleces, transparente. Esto es ser de corazón ensanchado. Otras traducciones se expresan así, ilustrando lo que decimos: “hemos hablado con un lenguaje abierto, con un corazón amplio”. El corazón de Pablo es un corazón esponjado, de exquisita sensibilidad hacia los demás. Lo contrario de corazón estrecho, de corazón apretado. De estrechez y de dureza acusa, por el contrario, a los de Corinto en sus relaciones con él. En referencia a los corintios encontramos estas traducciones: “la estrechez está en vuestros corazones”, “estáis vosotros apretados (constreñidos) en las entrañas”. De aquí nacen las reservas de unos contra otros, la sospecha y la desconfianza. No hay reciprocidad, no hay correspondencia. La falta de reciprocidad en la respuesta de los de Corinto a la actitud amorosa de Pablo hacia ellos le hiere y le hace denunciar su dureza de corazón. Con posturas así la edificación de la comunidad se hace imposible; las relaciones acaban por debilitarse y desaparecer dejando sin contenido y sin sentido el amor fraterno.
Nuevos matices y calificativos encontramos en referencia al corazón paulino o a su personalidad, que completan el significado de corazón ensanchado. Pablo es de corazón generoso: “Tanto os queríamos que ansiábamos entregaros, no sólo el evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas. ¡A tal punto llegaba nuestro amor por vosotros! (1 Tes 2, 8). Este texto figura como lectura segunda en la solemnidad de San José de Calasanz. Lo interpreto como descripción del corazón amoroso del Santo Padre y como invitación a todo escolapio a imitarle en esta forma generosa de ser. Pablo es de corazón sensible y cercano: “Continuamente pido a Dios que me conceda ir a visitaros. Deseo ardientemente veros, para comunicaros algún don espiritual que os fortalezca; o más bien para confortarnos mutuamente en la fe común, la vuestra y la mía” (Rm 1, 10-11). El corazón de Pablo es capaz de sufrir por quien ama: “¡Hijos míos por los que estoy sufriendo de nuevo dolores de parto hasta que Cristo llegue a tomar forma definitiva en vosotros” (Gal 4, 19). Pablo busca el crecimiento de los hermanos, no someterlos a su afecto dominante; su amor es desprendido y no interesado: “Por eso doblo mi rodilla ante el Padre ... para que os robustezca con la fuerza de su Espíritu, de modo que crezcáis interiormente” (Ef 3, 14). Es persona que suscita alegría y esperanza, que no hunde en la tristeza al atribulado o en el desánimo a quien ha faltado: “Lo hago para que se mantengan animosos” (Col 2, 2). Pablo es persona que se alegra y enorgullece con los éxitos de los hermanos y la envidia no lo corroe: “¿Quién sino vosotros puede ser nuestra esperanza, nuestro gozo, nuestra corona de gloria el día que se manifieste Jesús nuestro Señor? Vosotros sois nuestra gloria y nuestra alegría” (1 Tes 2, 19-20). Pablo, finalmente, es sabedor que en la reciprocidad se va construyendo la comunidad y se ayuda a crecer a los demás, tanto cuando se corrige como cuando se alienta: “Fueron sobre todo las consoladoras noticias que traía (Tito) de vosotros. El nos comunicó vuestro deseo de verme, vuestro arrepentimiento, vuestra preocupación por mí. Todo esto me llenó de alegría” (2 Co 7, 7).
Mi deseo hacia todos es que la contemplación del modo de ser de Pablo, reflejo veraz de Cristo, nos lleve a dar acogida a su decidida invitación: “ensanchad también vosotros el corazón” (2 Co 6, 13). Mirémonos, pues, a nosotros mismos examinando nuestro corazón. ¿Somos de corazón ensanchado?
Reflejémonos en el modelo de Pablo. Parémonos también a pensar, para orar e interiorizar, las características de un corazón ensanchado. Corazón ensanchado es lo opuesto a corazón mezquino, estrecho; es, por el contrario, corazón generoso y fiel, comprensivo, acogedor, no resentido ni suspicaz; es un corazón compasivo, amable, cariñoso, ingenuo o sin malicia, confiado, sensible; es un corazón que sabe de flaqueza de sí mismo, de ser persona frágil, que se compadece de sí mismo y sabe compadecer; es transparente y sin doblez; es compañero de camino y buen amigo.
Por celo religioso desenfocado caemos, a veces, en corazón mezquino. Se acaba, así, viendo al disidente o al que no concuerda con uno como amenaza propia y de nuestra visión de las cosas, que valoramos como mejor y por cuya implantación luchamos. Se le enjuicia como malévolo, de forma como natural y a veces hasta sin darnos cuenta, por el hecho de disentir de nuestro pensar y actuar. El corazón mezquino tiende a endurecer los comportamientos hacia los otros y en la comunidad, atrincherándose a la defensiva o atacando. De esta forma los ambientes comunitarios quedan violentados y las cosas sencillas y sin mayor importancia en sí, se magnifican o se las transforma en portaestandartes de ideologías, posturas partidistas. Las cosas, hasta las más santas (hábito, forma de rezar, etc.), ya no mantienen su originalidad significativa sino que revisten beligerancia contra los otros. El corazón mezquino aplica una medida muy corta para medir a los demás.
Si los corazones se van endureciendo y estrechando, la configuración de las comunidades, y de la misma Iglesia, se basará en el miedo y el temor, la sospecha y la suspicacia, la frialdad y la indiferencia. Es decir, dejará de ser árbitro entre nosotros el amor y ocupará su puesto el desamor.
Toda una tragedia. Todo un contratestimonio. Parecerá como si la misericordia, que es el único rostro del Dios revelado en Cristo, se hubiera eclipsado; como si el amor, que es la misma entraña de Dios (cfr. 1 Jn 4, 8), se hubiera ausentado para dar paso al desdeñoso o al justiciero que exige pruebas inquisitoriales o lanza las mejores “armas evangélicas” como dardos para herir al otro.
No así, no así es responder como se debe en el amor que todos nos debemos como hermanos de comunidad. No hacemos bien a la comunidad, ni a la Iglesia, con estos modales aunque aparezcan revestidos de celo. El vigor y la fuerza resultantes serán la fuerza de los poderosos, no la “fuerza en la debilidad” que es la que permite que Dios actúe y se manifieste.
¡Si nuestras comunidades fueran ante todo lugares de bondad del corazón y de confianza, lugares acogedores donde predomina el preocuparse de los demás y no centrarse en la egolatría propia! ¡Lugares donde las palabras son de bondad y no de burla o de aflicción! “La burla -se lee en la Regla de Taizé (1954)-, ese veneno de una vida común, es pérfida porque mediante ella la lengua presenta verdades que no se tiene el valor de decirlas a la cara. Cobarde, porque arruina la persona de un hermano ante los demás”. Corrección fraterna, un consejo tan explícito en el evangelio (Mt 18, 15; cfr. 2 Tes 3, 15), es lo que necesitamos en las comunidades y no arrogancia o enjuiciamiento despreciativo o agriamente irónico de los otros. La corrección fraterna evidentemente es cosa de dos: saber hacerla en su momento oportuno, de una parte, y acogerla sin sentirse herido o agraviado, por la otra.
Perdonad que acabe con una exhortación: vivamos con alegría y agradecimiento el hoy presente de la comunidad con la que nos ha tocado convivir y no vivamos en la queja, o en la nostalgia de un pasado –mitificado a veces con el paso del tiempo más que realmente histórico-, o en huída hacia un futuro ilusorio. Sólo en el hoy presente podemos encontrar a Dios.
También en estos dos meses de enero y febrero de 2009 varios hermanos celebran aniversarios o fechas de especial relevancia. Les acompañamos con cariño y estima, felicitándoles y deseándoles lo mejor con la oración. El P. Györy Bulányi cumple noventa años. El Hno. José Alcocer celebra las Bodas de oro, cincuenta años, de Profesión Solemne. El P. Felipe Endériz, sesenta años de Ordenación sacerdotal. Finalmente, el P. Benito Pérez celebra setenta y un años de Ordenación sacerdotal. Sus personas, sus vidas, su servicio generoso a los hermanos, en la Orden y en la Iglesia, son un don y un regalo para todos, que con ellos agradecemos gozosos a Dios. El Señor les siga dando salud, bendición y gracia a manos llenas.
Jesús María Lecea, Sch. P.
Padre General
Padre General
enero y febrero 2009
Estamos celebrando el Año de San Pablo o Año Paulino con motivo del segundo milenio del nacimiento del Apóstol. Hablando de su estima personal hacia los de Corinto, encontramos esta consideración de Pablo: “... sentimos el corazón ensanchado, no os amamos con corazón estrecho; ... el vuestro, en cambio, sí parece estrecho” (2 Co 6, 12-13). En las vivencias apostólicas de Pablo este pasaje es un reproche, nacido de una estima no correspondida en igual grado, a la comunidad de Corinto. Pero más allá, del hecho histórico y del sentimiento personal expresado, algo lógicamente muy subjetivo, el lamento revela, por una parte, cómo es Pablo y, por otra, cómo considera que deben ser las relaciones entre los hermanos de fe. De una y otra podemos aprender: del modo de ser de Pablo y de la relación que, según él, conviene tener entre hermanos en la fe cristiana. Y de esto se trata.
El mismo Pablo escribe que “toda Escritura ha sido inspirada por Dios y es útil ... para educar en rectitud, a fin de que el hombre sea perfecto y esté preparado para hacer el bien” (2 Tim 3, 16). Se pone, incluso, como modelo a imitar: “Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo” (1 Co 11, 1). En diversos lugares de sus cartas vuelve a decir lo mismo: 1 Co 4, 6; Flp 3, 17, 1 Tes 1, 6. Por estar recogido en la Escritura y por venir de Pablo, tiene sentido y valor el considerar qué podemos aprender para nuestro hoy y mañana del significado del “corazón ensanchado”. A todo cristiano y, sin duda, a todo religioso le conviene ese tipo de corazón. Tanto si se piensa en uno mismo como persona individual, como si se contempla integrado en la comunidad cristiana, en general, y religiosa, en particular. Creo que también es así el corazón del escolapio.
Detengámonos primero en mirar cómo es San Pablo, al definirse persona de corazón ensanchado. Conocemos que en el lenguaje bíblico la palabra corazón hace referencia a lo íntimo del ser, a la misma entraña del ser humano, a su núcleo personal. Conocemos a San Pablo, conociendo su corazón. Podemos describir su forma de ser, describiendo cómo escribe de su corazón. Del texto del que hemos partido, podemos decir que Pablo es una persona abierta, sin dobleces, transparente. Esto es ser de corazón ensanchado. Otras traducciones se expresan así, ilustrando lo que decimos: “hemos hablado con un lenguaje abierto, con un corazón amplio”. El corazón de Pablo es un corazón esponjado, de exquisita sensibilidad hacia los demás. Lo contrario de corazón estrecho, de corazón apretado. De estrechez y de dureza acusa, por el contrario, a los de Corinto en sus relaciones con él. En referencia a los corintios encontramos estas traducciones: “la estrechez está en vuestros corazones”, “estáis vosotros apretados (constreñidos) en las entrañas”. De aquí nacen las reservas de unos contra otros, la sospecha y la desconfianza. No hay reciprocidad, no hay correspondencia. La falta de reciprocidad en la respuesta de los de Corinto a la actitud amorosa de Pablo hacia ellos le hiere y le hace denunciar su dureza de corazón. Con posturas así la edificación de la comunidad se hace imposible; las relaciones acaban por debilitarse y desaparecer dejando sin contenido y sin sentido el amor fraterno.
Nuevos matices y calificativos encontramos en referencia al corazón paulino o a su personalidad, que completan el significado de corazón ensanchado. Pablo es de corazón generoso: “Tanto os queríamos que ansiábamos entregaros, no sólo el evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas. ¡A tal punto llegaba nuestro amor por vosotros! (1 Tes 2, 8). Este texto figura como lectura segunda en la solemnidad de San José de Calasanz. Lo interpreto como descripción del corazón amoroso del Santo Padre y como invitación a todo escolapio a imitarle en esta forma generosa de ser. Pablo es de corazón sensible y cercano: “Continuamente pido a Dios que me conceda ir a visitaros. Deseo ardientemente veros, para comunicaros algún don espiritual que os fortalezca; o más bien para confortarnos mutuamente en la fe común, la vuestra y la mía” (Rm 1, 10-11). El corazón de Pablo es capaz de sufrir por quien ama: “¡Hijos míos por los que estoy sufriendo de nuevo dolores de parto hasta que Cristo llegue a tomar forma definitiva en vosotros” (Gal 4, 19). Pablo busca el crecimiento de los hermanos, no someterlos a su afecto dominante; su amor es desprendido y no interesado: “Por eso doblo mi rodilla ante el Padre ... para que os robustezca con la fuerza de su Espíritu, de modo que crezcáis interiormente” (Ef 3, 14). Es persona que suscita alegría y esperanza, que no hunde en la tristeza al atribulado o en el desánimo a quien ha faltado: “Lo hago para que se mantengan animosos” (Col 2, 2). Pablo es persona que se alegra y enorgullece con los éxitos de los hermanos y la envidia no lo corroe: “¿Quién sino vosotros puede ser nuestra esperanza, nuestro gozo, nuestra corona de gloria el día que se manifieste Jesús nuestro Señor? Vosotros sois nuestra gloria y nuestra alegría” (1 Tes 2, 19-20). Pablo, finalmente, es sabedor que en la reciprocidad se va construyendo la comunidad y se ayuda a crecer a los demás, tanto cuando se corrige como cuando se alienta: “Fueron sobre todo las consoladoras noticias que traía (Tito) de vosotros. El nos comunicó vuestro deseo de verme, vuestro arrepentimiento, vuestra preocupación por mí. Todo esto me llenó de alegría” (2 Co 7, 7).
Mi deseo hacia todos es que la contemplación del modo de ser de Pablo, reflejo veraz de Cristo, nos lleve a dar acogida a su decidida invitación: “ensanchad también vosotros el corazón” (2 Co 6, 13). Mirémonos, pues, a nosotros mismos examinando nuestro corazón. ¿Somos de corazón ensanchado?
Reflejémonos en el modelo de Pablo. Parémonos también a pensar, para orar e interiorizar, las características de un corazón ensanchado. Corazón ensanchado es lo opuesto a corazón mezquino, estrecho; es, por el contrario, corazón generoso y fiel, comprensivo, acogedor, no resentido ni suspicaz; es un corazón compasivo, amable, cariñoso, ingenuo o sin malicia, confiado, sensible; es un corazón que sabe de flaqueza de sí mismo, de ser persona frágil, que se compadece de sí mismo y sabe compadecer; es transparente y sin doblez; es compañero de camino y buen amigo.
Por celo religioso desenfocado caemos, a veces, en corazón mezquino. Se acaba, así, viendo al disidente o al que no concuerda con uno como amenaza propia y de nuestra visión de las cosas, que valoramos como mejor y por cuya implantación luchamos. Se le enjuicia como malévolo, de forma como natural y a veces hasta sin darnos cuenta, por el hecho de disentir de nuestro pensar y actuar. El corazón mezquino tiende a endurecer los comportamientos hacia los otros y en la comunidad, atrincherándose a la defensiva o atacando. De esta forma los ambientes comunitarios quedan violentados y las cosas sencillas y sin mayor importancia en sí, se magnifican o se las transforma en portaestandartes de ideologías, posturas partidistas. Las cosas, hasta las más santas (hábito, forma de rezar, etc.), ya no mantienen su originalidad significativa sino que revisten beligerancia contra los otros. El corazón mezquino aplica una medida muy corta para medir a los demás.
Si los corazones se van endureciendo y estrechando, la configuración de las comunidades, y de la misma Iglesia, se basará en el miedo y el temor, la sospecha y la suspicacia, la frialdad y la indiferencia. Es decir, dejará de ser árbitro entre nosotros el amor y ocupará su puesto el desamor.
Toda una tragedia. Todo un contratestimonio. Parecerá como si la misericordia, que es el único rostro del Dios revelado en Cristo, se hubiera eclipsado; como si el amor, que es la misma entraña de Dios (cfr. 1 Jn 4, 8), se hubiera ausentado para dar paso al desdeñoso o al justiciero que exige pruebas inquisitoriales o lanza las mejores “armas evangélicas” como dardos para herir al otro.
No así, no así es responder como se debe en el amor que todos nos debemos como hermanos de comunidad. No hacemos bien a la comunidad, ni a la Iglesia, con estos modales aunque aparezcan revestidos de celo. El vigor y la fuerza resultantes serán la fuerza de los poderosos, no la “fuerza en la debilidad” que es la que permite que Dios actúe y se manifieste.
¡Si nuestras comunidades fueran ante todo lugares de bondad del corazón y de confianza, lugares acogedores donde predomina el preocuparse de los demás y no centrarse en la egolatría propia! ¡Lugares donde las palabras son de bondad y no de burla o de aflicción! “La burla -se lee en la Regla de Taizé (1954)-, ese veneno de una vida común, es pérfida porque mediante ella la lengua presenta verdades que no se tiene el valor de decirlas a la cara. Cobarde, porque arruina la persona de un hermano ante los demás”. Corrección fraterna, un consejo tan explícito en el evangelio (Mt 18, 15; cfr. 2 Tes 3, 15), es lo que necesitamos en las comunidades y no arrogancia o enjuiciamiento despreciativo o agriamente irónico de los otros. La corrección fraterna evidentemente es cosa de dos: saber hacerla en su momento oportuno, de una parte, y acogerla sin sentirse herido o agraviado, por la otra.
Perdonad que acabe con una exhortación: vivamos con alegría y agradecimiento el hoy presente de la comunidad con la que nos ha tocado convivir y no vivamos en la queja, o en la nostalgia de un pasado –mitificado a veces con el paso del tiempo más que realmente histórico-, o en huída hacia un futuro ilusorio. Sólo en el hoy presente podemos encontrar a Dios.
También en estos dos meses de enero y febrero de 2009 varios hermanos celebran aniversarios o fechas de especial relevancia. Les acompañamos con cariño y estima, felicitándoles y deseándoles lo mejor con la oración. El P. Györy Bulányi cumple noventa años. El Hno. José Alcocer celebra las Bodas de oro, cincuenta años, de Profesión Solemne. El P. Felipe Endériz, sesenta años de Ordenación sacerdotal. Finalmente, el P. Benito Pérez celebra setenta y un años de Ordenación sacerdotal. Sus personas, sus vidas, su servicio generoso a los hermanos, en la Orden y en la Iglesia, son un don y un regalo para todos, que con ellos agradecemos gozosos a Dios. El Señor les siga dando salud, bendición y gracia a manos llenas.
Jesús María Lecea, Sch. P.
Padre General
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