Jesús María Lecea, Escolapio
Padre General
(Roma, 20 - 27 de octubre 2005)
PALABRAS INTRODUCTORIAS
Confieso, sin por ello ceder a la captatio benevolentiae y menos todavía a la adulación, que me siento satisfecho y contento al poderme encontrar con todos vosotros, en este marco institucional del Consejo de Superiores Mayores de toda la Orden Escolapia. Creo que en la misma dirección están los sentimientos del resto de la Congregación General y de los otros miembros de la Curia General. Gracias por darnos la posibilidad de compartir una vez más el gozo de la fraternidad, al mismo tiempo que ponemos en acto el sentido de corresponsabilidad que a todos nos atañe como Superiores Mayores de la Orden.
Para el mejor servicio a los hermanos, se nos pide hoy a los Superiores Mayores de la Orden ofrecer motivos de esperanza, deduciéndolos de las realidades mejores que cada Demarcación posee, por encima de las limitaciones y hasta debilidades entre las que comúnmente aquellas se mantienen. Es éste el “dar razón de la esperanza” a la que invita la I Carta de Pedro (3, 15) y que, como Superiores Mayores, es decir, como “pastores de nuestros hermanos en religión”, nos toca animar en ellos para, a su vez con ellos, ofrecer el testimonio evangélico que nos ha encomendado la Iglesia. Los Escolapios seguimos también hoy interpelados por esta invitación a estar “dispuestos a dar razón” de nuestra esperanza a todo el que nos pida “explicaciones” de la misma. Esto es vivir sencillamente nuestra vocación y nuestra misión con coherencia, plenitud y alegría. Lo haremos, como también dice el autor de la Carta, “con dulzura y respeto, como quien tiene limpia la conciencia” (3, 16). Imagino así lo que va a ser nuestro Consejo, el primero del sexenio, a dos años del último Capítulo General: una reunión de hermanos para motivar corresponsablemente la esperanza en nuestra Orden, en sus personas, sus Comunidades y sus Obras. Lo que aquí podamos hacer sea todo para “gloria de Dios y utilidad del prójimo”, según el decir de Calasanz, y revistámoslo con este vestido de esperanza, el mejor “hábito escolapio” en las circunstancias actuales. Nuestra vida tomará así vigor y nuestra misión se verá proyectada hacia adelante con futuro. Con mirada lúcida de futuro el Concilio Vaticano II glosó así el citado texto bíblico: “se puede pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar” (Gaudium et spes, 31).
La esperanza hace siempre relación a un ideal. No nos debemos acostumbrar a ver el ideal como algo inalcanzable. Ideal es la visión entusiasta del propio proyecto de vida y misión; para nosotros, del proyecto escolapio. Por ello, no considero adecuado para la Orden hablar de “mínimos” o “máximos”, por ejemplo cuando nos referimos a Constituciones y Reglas o a otros acuerdos sobre asuntos importantes (formación, laicos, educación, evangelización ...). Lo expresado en ellos no es otra cosa que nuestro modelo de vida, nuestra forma de ser, de vivir y de actuar. No hacemos un proyecto de vida y misión en clave puramente utópica, es decir, imposible de realizar. Conviene, eso sí, que el proyecto lleve su carga utópica, porque la utopía abre siempre caminos nuevos a la vida, a la innovación, al desarrollo. Pero el proyecto de vida y misión escolapias, tal como está descrito en nuestras Constituciones, es posible, es realizable. Diría que es la condición normal de cada Escolapio. Es aplicable aquí cuanto el Deuteronomio dice de la ley, como expresión de la fidelidad a la alianza por parte del Pueblo de Dios: “el precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda, ni inalcanzable; el mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo.”
Esta vida y esta misión, que son las que hemos recibido como don de Dios (vocación) y encargo de la Iglesia, son lo que hoy nos planteamos para darles impulso, revitalizarlas. Planteamiento normal y habitual en toda institución, que conlleva la voluntad de hacer por parte de los responsables y de todos sus miembros así como una experiencia de oración, al tratarse, en nuestro caso, de una institución inspirada en el evangelio. Esta preocupación constante cada generación la vive en unas circunstancias históricas determinadas. En el hoy de nuestra Orden, nosotros estamos llamados a animar su vida y a impulsar su misión, en las circunstancias del momento presente. Es nuestro tiempo; no tenemos otro. Aquí y ahora buscamos actuar el deseo permanente de toda generación escolapia a lo largo de la historia de conseguir mayor vigor y fuerza para la vida y misión de la Orden.
En los últimos decenios, hemos vivido cambios profundos en la Sociedad, en la Iglesia, en la Vida Religiosa, en nuestra realidad escolapia. Otros cambios están en el horizonte, porque la vida misma nos invita a preverlos, prepararlos, secundarlos, si queremos vida y futuro para la Orden. Los ideales sobreviven aun dentro de los cambios y de las transformaciones de las maneras de vivir y de actuar. Sólo la inercia ante los desafíos y retos del presente es capaz de matar los ideales.
Ahora es el momento para nuestra Orden –y así lo vio el Capítulo General de 2003- de reconocer que, sólo afrontando unos desafíos como la reestructuración, la formación en todas sus etapas y dimensiones, la calidad de la vida religiosa y comunitaria, la calidad también de nuestra misión evangelizadora y educativa, la apertura a una acción corresponsable con el laicado y la adecuada mejora de la administración de nuestros bienes, las Escuelas Pías encontrarán el vigor necesario para mantenerse con vida próspera, con futuro; encontrarán su propio cometido en la Iglesia y en la Sociedad; encontrarán el entusiasmo por los ideales propios y, como consecuencia de todo esto, el apoyo convencido de todos los escolapios, agradecidos de su pertenencia.
Advierto, por si no ha quedado suficientemente clarificado, que no se trata en este intento de ofrecer una idea o teoría diferente sobre lo que significa ser escolapio o sobre la naturaleza y misión de la Orden. No se trata tampoco de “pasar página” en la Orden para escribirle otra que la sustituya: su libro sigue abierto con páginas ya escritas y también con páginas nuevas; pero en blanco estas últimas, para ser escritas recreando historia. Principalmente se trata, en efecto, de poner la Orden en condiciones reales y posibles de realizar aquello para lo que fue fundada: mejorar la vida de sus personas, hoy un poco quebrantadas en amplias zonas de su geografía, aunque no en todas a Dios gracias. Con una vida sana y vigorosa de sus personas habrá presente y garantía de futuro para la misión, como servicio a la Sociedad y a la Iglesia.
Estamos en una cultura múltiple en la que no falta la sospecha. ¿No hay –dirá alguno- una excesiva preocupación por la supervivencia que nos obliga a hacer algunos cambios para que todo siga igual?. Desde Sócrates hemos aprendido que una vida no cuestionada no merece ser vivida. Si cuestionamos, pues, y planteamos proyectos nuevos es porque nos parece que la vida escolapia es una vida que merece ser vivida. A nosotros corresponde hacerla creíble y realizable en nosotros mismos y en nuestros hermanos.
Entrando ya en la temática del Consejo, me parece que a los Superiores Mayores, para el adecuado servicio a los hermanos, se nos pide hoy en la Orden saber percibir, entre otras cosas, la diferencia entre los desafíos que deben ser sometidos a gestión, sin más (p. e., cómo atender a la población anciana, organización colegial atendiendo a las diferentes normativas, conservación y cuidado del patrimonio, etc.) y los desafíos que deben afrontarse en clave de innovación. Entre éstos últimos coloco la reestructuración de la Orden y la formación. Ambos son objeto central de esta reunión.
En este tipo de encuentros institucionales (en julio hemos celebrado otro con los responsables de la pastoral de las vocaciones y de la formación inicial), me gusta compartir con los participantes las preocupaciones por la Orden, los convencimientos más arraigados y posados –siempre opinables, por supuesto- , las esperanzas desde las que uno ve que se abre o puede abrirse el futuro de las Escuelas Pías. Al referirme, pues, a la temática del Consejo permitidme que entremezcle con ella algunas consideraciones de este tipo.
Hemos estructurado el trabajo del Consejo sobre dos temas, considerados básicos para la Orden en este momento y señalados por el Capítulo General: la reestructuración y la formación. En clave de mayor concreción, hemos formulado otros, que los hemos clasificado “menores”. Menores no porque algunos no sean de particular importancia en la vida de la Orden, sino por el espacio más reducido, en comparación a los dos temas centrales, asignado a su estudio en el programa del Consejo. Finalmente, daremos también entrada a otras cosas “de oficio” que es habitual en los Consejos (informaciones, entrega de algunos materiales, etc.). No entro ahora en detalles ni en asuntos logísticos o de metodología, que ya han sido presentados hace un momento. Me limitaré, además, a los dos temas centrales.
La reestructuración de la Orden
Desde el principio es preciso dejar bien sentado que el tema de la reestructuración y su correspondiente proyecto, aplicado a toda la Orden, tiene por único objetivo la vida carismática de las Escuelas Pías. En el objetivo, no es la supervivencia la que nos mueve como único motor; aunque sea cierto que esperamos que ella sea resultado de cuanto se haga por conseguir dicho objetivo. En el capítulo de intenciones, la supervivencia es una añadidura: si hacemos lo otro, que es lo importante, ella llegará como añadidura. No es la supervivencia la que está en causa, sino la renovación. Observamos una constatación: no basta renovar las personas sino también las instituciones. Personas y estructuras están al servicio de una causa superior: la misión, que se abre al Reino de Dios. La Iglesia existe para evangelizar, recordó Pablo VI en la Evagelii nuntiandi (1975), donde, como resultado de un Sínodo, se trató de la evangelización del mundo contemporáneo.
Parafraseando la frase, podemos muy bien decir que la vida religiosa está en el corazón de la Iglesia (expresión de Juan Pablo II) como elemento decisivo para la misión (VC 3). En consecuencia, la Orden escolapia está para la misión. Así la entendió, desde el principio, San José de Calasanz cuando la presenta a la aprobación de la Iglesia como una forma de vida “mixta” (Memorial a Tonti), es decir, entregada plenamente a la operatividad de la misión educativa y, por igual, a la oración o contemplación, entendida ésta como el mejor apoyo a la misma misión.
Mirando a la vida de la Orden, en las reacciones de sus miembros ante el tema, creo que sucede cuanto anota una escritor hablando de la vida religiosa en general: “Aunque se hable en Capítulos, en distintos foros de encuentro o de convivencia, de hacer algún tipo de reestructuración de una Congregación, cuando se quiere abordar ya en serio, lo más común es que el tema suscite reacciones negativas porque hay como una predisposición a pensar que aceptamos la derrota y la decadencia” (A. Bocos, Claves para un proceso de reorganización en los Institutos religiosos, Vida religiosa (Madrid) 2005, p. 386). En nuestra Orden hay personas también que parece haber encontrado su puesto definitivo, fuera del cual se consideran como desplazados: han plantado allí sus tiendas. Es cierto, por otra parte, que la disponibilidad ha entrado con fuerza en nuestras conversaciones pero todavía no en la práctica. De todas formas, ahora no creo que sea la disponibilidad de los escolapios sobre lo que tenemos que reflexionar e insistir, sino en la promoción de proyectos, apostólicamente cualificados y proporcionados a las fuerzas con las que contamos, que respondan a las necesidades actuales y que susciten adhesión, y hasta entusiasmo, en los hermanos. Volviendo a la primera reacción de rechazo o de escepticismo, el citado autor concluye: “Sólo más tarde, cuando se ven los frutos, se considera que mereció la pena hacer tal esfuerzo”.
Entre nosotros es igualmente cierto que algunas motivaciones que nos han llevado a pensar y planificar una reestructuración son realidades de disminución, claramente de disminución del número de personas religiosas. Si no en todas las zonas, es evidente en algunas de antigua tradición. El Capítulo General indicó sabiamente, atendiendo a la diversa calificación de situaciones, que en la reestructuración se atendiera a planes de fusión, de consolidación en otros casos e, igualmente, de desarrollo o nuevas presencias. La opinión dominante, sin embargo, es que la conveniencia de reorganizarse en las circunstancias actuales se debe a que, por disminución de religiosos, se ha creado una desproporción notable entre el número de Obras y el número de agentes religiosos. Hay que ser lúcidos, a pesar de ello, para ver que cambia cualitativamente la circunstancia histórica cuando se está hoy en recesión de cuando se está en crecimiento, aunque las necesidades y los problemas respecto al “no alcanzar todo” sean parecidos en unos y otros casos. Hasta no hace muchos años, hemos vivido en lo segundo, ahora estamos en lo primero. Hay que cambiar visión y enfoque para solucionar el problema.
En una situación o en la otra, una reestructuración, bien organizada y asumida, es camino para permanecer activos con vitalidad y capacidad de ejercer mejor nuestra misión. Reestructurar o reorganizar no es en este momento renovar en sí la vida religiosa, nuestra Orden. Sin embargo, la renovación, que siempre ha de cultivarse, pasa por la reestructuración. Habrá, efectivamente, que perfilar qué configuración interna a la vida religiosa escolapia tomar; qué relaciones de corresponsabilidad, sobre todo en la misión, cultivar; qué presencias mantener, trasladar, iniciar o dejar. Los caminos no han de ser necesariamente los mismos, por ejemplo cuando se trata de las Obras: habrá que diversificar situaciones para el futuro, donde puedan existir –todo viene dicho a modo de ejemplo- titularidad y gestión propias, modo de sola titularidad, modelo compartido, fórmulas de traspaso o de abandono. Caben prioridades en los criterios por los que regirnos a la hora de retirarnos o de ceder la titularidad a otros como, también a modo de ejemplo, apuntar a su paso a instituciones de Iglesia u a otras. La reestructuración, manteniéndonos siempre en las Obras, puede pasar también por fórmulas de concentración o centralización en la dirección, en la gestión o en ambas cosas: agrupación, por ejemplo, de colegios a modo de fundación común y compartida en un territorio nacional o continental. Son sólo ejemplos, algunos reales en otros Institutos, traídos aquí sólo con la intención de suscitar nuestra capacidad de reflexión y de creatividad.
Conociendo ya más de cerca algunas situaciones de Provincias y Demarcaciones, nos ha parecido constatar que se ha entrado en una fase en la que el número al que se ha llegado no puede cubrir bajas y sustituciones de unos religiosos por otros. Sabiamente la Orden ha entrado por un camino de colaboración laical, suficientemente amplio y diversificado, como para afrontar con éxito la misión, sobre todo en ambiente colegial. Pero sabemos que el laicado no suple la presencia religiosa: son vocaciones distintas, ambas en relación para colaborar en una misión compartida; ambas necesarias; una no puede absorber a la otra o fundirse en algo común indeterminado. Hablo así, porque en nuestro caso partimos de una realidad ya existente de Orden religiosa, que no se plantea rehacerse desde cero. A otras realidades, podría corresponder otras maneras de proceder. Cuando se afronta una disminución en los religiosos, la reestructuración nos hace entrar en la dinámica evangélica de la “minoridad”, de la fuerza de la “buena semilla”, de la capacidad de transformación que tiene el fermento. La historia anterior ha podido forjarnos en otra clave, fomentar en nosotros otros criterios de valoración de nuestra propia vitalidad abandonando la perspectiva citada: creíamos que todo era crecer en número, conseguir prestigio y alcanzar los resultados más altos en la cotización social. Con esta manera de pensar la situación presente no puede ser calificada de otra manera que catastrófica. ¿Pero es ésta la única manera de calificar? ¿Es la más evangélica? ¿Caben otros criterios de valoración sin renunciar a la calidad?
Mirando el trabajo a realizar estos días, entre todos habría que diseñar, si no en toda su complejidad, al menos en algunos aspectos, el futuro que queremos para la Orden en el tema de la reestructuración. Lo que resulta de esta elemental constatación es que la Orden, en tanto que comunidad universal, es la primera realidad que hay que afirmar siempre. Comparto lo que se ha escrito sobre la vida de las Ordenes y Congregaciones, siempre dentro de lo opinable: una Orden apostólica, como la nuestra, “no es federación de organismos, sino una comunidad misionera universal. La Demarcación, Provincia incluida, se entiende sólo a partir del conjunto de la Comunidad general. La Demarcación participa y expresa el carisma y misión en una realidad geográficamente configurada, pero no agota la expresión del carisma ni necesita emplear todos los medios. Por eso, es perfectamente legítimo que en la Orden unas Demarcaciones resalten unas dimensiones u otras dentro del amplio carisma escolapio. Lo importante es apreciar el equilibrio y complementariedad” (A. Bocos, o.c., pp. 397-398). La diversidad va enmarcada en algo más amplio y confluyente, como es la Orden en relación a las Demarcaciones.
Después de un trabajo compartido en Consejo, como el presente, la corresponsabilidad seguir siendo una práctica a continuar, cada cual en la misión que tiene encomendada en su lugar. La corresponsabilidad, que como Superiores Mayores tenemos respecto a toda la Orden, no se acaba en la participación en momentos extraordinarios, como éste, que se pueden dar dos o tres veces en el sexenio; es, por el contrario, una postura permanente en todos, estemos donde estemos. Distintas voces llegadas de las Demarcaciones, uniéndose a la del mismo Capítulo General, van insistiendo en que la Congregación General no se quede en una mera coordinación de aspiraciones o proyectos demarcacionales. La Congregación General lo va asumiendo como tarea a realizar. Pero ve que su actuación será eficaz si advierte y constata posturas solidarias en todas las Demarcaciones y, más en concreto, en cada uno de los Superiores Mayores.
No sé cuánto podremos lograr en el intento de reorganización de la Orden. Empezamos por ser ambiciosos, porque ponemos en causa su revitalización. Vale, pues, la pena apuntar alto y ser exigentes llamando a la disponibilidad. No trabajaremos en vano, por una obra que “vino de Dios” y sigue presente. “La renovación –se ha dicho- ha sido siempre eficaz cuando ha brotado de la exuberancia de la santidad” (A. Bocos, o.c., p. 396). ¿Es mucho soñar? Entremos por el realismo que nos brinda la audacia que da el Señor.
La formación
Es de todos conocida la manera de pensar de Calasanz sobre las vocaciones y su formación. La dejó escrita en el proemio de sus Constituciones (1621) al referirse al tema de los candidatos a la vida escolapia, su discernimiento y adecuada formación: “Como esta tarea que traemos entre manos (el ministerio educativo) es de tanta trascendencia y exige personas dotadas de la mayor caridad, paciencia y otras virtudes, habrá que considerar con gran atención quiénes deben ser admitidos o excluidos a la formación para nuestro ministerio” (CC 6). “Pues si no se procede con gran discernimiento en la selección y admisión de los novicios y no se les da una formación muy esmerada, nuestra Obra, como cualquier otra por santa que sea, se derrumbará” (CC 7).
Están, sobre todo, las instrucciones de Jesús para que no dejemos de atender el campo vocacional: “La mies es abundante, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Lc 10, 2). Una mies abundante: la educación integral de niños y jóvenes, con atención preferencial por los pobres. Parcela dentro del inmenso campo del mundo al que las Escuelas Pías, con otras instituciones, es enviada “por el dueño de la mies” a trabajar en ella como obreros, dotados de “tenaz paciencia y caridad”, contribuyendo así a la transformación social y asegurando a los alumnos “un feliz transcurso de toda su vida”. Los obreros siguen siendo pocos. Y así, continuamos pidiendo en la oración al dueño de la mies por su incremento, mientras nos esforzamos para que la invitación a trabajar en su mies sea escuchada. La pastoral de las vocaciones a las Escuelas Pías y su adecuada formación a la vida escolapia es una forma concreta de actuar la palabra evangélica. Este afán ha sido válido y meritorio en el pasado y lo sigue siendo ahora y para el futuro. Más o menos, con estas mismas palabras introducía en julio pasado el encuentro de nuestros responsables de pastoral de las vocaciones y de la formación inicial de nuestros candidatos.
Repasando nuestra historia en el tema de la formación, me llamó la atención la descripción que hizo el P. Giovanni Ausenda en 1987, en un artículo que ahora acaba de reeditarse en “Ricerche”: “en realidad, (Calasanz) con gran desazón por su parte, no consiguió crear un verdadero Juniorato para la formación de los maestros (cfr. Gy. Sántha, Probación y formación de nuestros Juniores, pp. 283-318; Los problemas mayores de la Orden de las EE. PP. tratados en los Capítulos Generales de 1637 y 1641 en presencia de Calasanz, pp. 284-287, en “Ensayos críticos”, Salamanca 1976). Pasaron varios decenios para que los sucesores de Calasanz consiguieran Casas de formación adecuadas. Los frutos no se hicieron esperar. Se puede decir que los últimos decenios del s. XVII y todo el s. XVIII fueron un periodo fecundo para la formación de los maestros de las Escuelas Pías. A partir del s. XIX se dio un paso atrás en este campo. Sin embargo, no debe olvidarse que las Provincias prosperaron en los momentos en los que la formación fue especialmente cuidada en Casas y Comunidades regularmente organizadas. Por el contrario, su vitalidad se debilitó cuando los jóvenes estudiantes se relajaron o desaparecieron. A mi parecer sería útil llevar a cabo una buena investigación sobre estos altibajos, no sólo en la Orden en general, sino también en cada Provincia o en cada país” (Ricerche, 84 (2005), encarte, p. 18).
Decimos con verdad que lo importante es conseguir buenos formadores. El cuidado de la formación de los formadores va necesariamente complementado con la adecuación de las Casas y Comunidades de formación. El objetivo de todo esto no es otro que asegurar la mejor formación a nuestros candidatos en todas las dimensiones que integran su personalidad como religiosos escolapios. Si queremos darnos un futuro prometedor, creemos ya las Casas de formación que aseguren la formación adecuada de nuestros Jóvenes. Esta es una responsabilidad que viene asignada especialmente al Padre General y a los Superiores Mayores.
Las palabras de Benedicto XVI hablando a los seminaristas en la iglesia de San Pantaleón de Colonia el día 19 de agosto pasado, son perfectamente aplicables al contexto formativo de nuestras Casas de formación: “el seminario es un tiempo destinado a la formación y al discernimiento. La formación, como bien sabéis, tiene varias dimensiones: esa comprende el ámbito humano, espiritual y cultural. Su objetivo más profundo es el de hacer conocer íntimamente aquel Dios que en Jesucristo nos ha mostrado su rostro ... El papel de los formadores es decisivo: la calidad del presbiterio en una Iglesia particular depende en buena parte de la del seminario y, por lo tanto, de la calidad de los responsables de la formación ... El seminario es un tiempo de camino, de búsqueda, pero sobre todo de descubrimiento de Cristo. En efecto, sólo si se tiene una experiencia personal de Cristo, el joven puede comprender en verdad su voluntad y por lo tanto la propia vocación ... Es un movimiento del espíritu que dura toda la vida, y que en el seminario pasa como una estación llena de promesas, su “primavera”. ... El seminario es un tiempo de preparación para la misión ... Si Dios quiere, también vosotros un día, consagrados por el Espíritu Santo, iniciaréis vuestra misión. Recordad siempre las palabras de Jesús: permaneced en mi amor (Jn 15, 9). Si permanecéis en Cristo, daréis mucho fruto ... ¡He aquí el secreto de vuestra vocación y de vuestra misión!” (Ecclesia, 3272/3 (2005) 1325).
Si me he extendido largamente en esta citación, es debido al sentido eclesial que nuestra Orden se reserva como algo característico desde sus comienzos y por la indicación dada por el último Capítulo General de “asimilar personal y comunitariamente los documentos del Magisterio de la Iglesia ... sobre vida espiritual y comunidad” (Segunda línea general de acción, Plan operativo primero).
Las consideraciones que acompañan a nuestra consulta sobre la formación, insisten mucho en la formación de los formadores. Creo, además, que recogemos un clamor en la Orden. Para acompañar seria y responsablemente la formación inicial de nuestros candidatos hace falta acompañantes, formadores, que a una formación humana adecuada unan una profunda experiencia de Dios y una clara experiencia de los caminos que llevan a Dios “para poder así ser capaces de acompañar a otros en este cometido” (VC 66). Lejos de mi, al referirme a la aptitud para ser formador, el hacer juicio alguno sobre los formadores actuales. Tienen todo mi reconocimiento y toda mi estima. Su labor no es nada fácil ni gratificante. Su dedicación a la formación es toda una prueba a su disponibilidad. Miramos el futuro y queremos también, como ellos esperan, que a su debido tiempo puedan ser reemplazados con garantía en tan importante tarea.
En la formación nos jugamos mucho. Muchas veces las crisis de la formación se deben a la falta y a la crisis de formadores. Por ello, “dedicar (a la formación de nuestros candidatos) personal cualificado y con preparación es tarea prioritaria. Debemos ser sumamente generosos en dedicar tiempo y las mejores energías a la formación”. También esto debe entrar en la mentalidad de nuestros formadores. Sin la disposición de buenos formadores, “todos los planes formativos y apostólicos –pienso ahora en la calidad de nuestra FES y en la de tantos planes demarcacionales- se quedan en teoría, en deseos inútiles” (Caminar desde Cristo, 18).
Poniendo ya fin a estas palabras introductorias, que han resultado más largas de lo que yo mismo pretendía –por ello pido dispensa de haber probado vuestra paciencia nada más comenzar nuestro Consejo-, sugiero una nota de realismo en lo propositivo que formulemos, porque las metas inalcanzables sólo consiguen hacernos más frágiles. Bien es cierto, que entrar con decisión en un proceso de reestructuración y afrontar con nuevo aliento la formación no son, a mi parecer, metas de este género. No es saludable acostumbrarnos a considerar, amparándonos en la precariedad del presente, que nuestro proyecto escolapio de vida y misión, contenido en las Constituciones, es un ideal no aplicable. Error grande, pensarlo.
Por el contrario, lo adecuado es animar a los Escolapios, que los hay y llevan una vida humana y religiosa ejemplar. Ellos son la prueba palpable de que lo dicho antes no es verdad porque es alcanzable y está en nuestras manos, como ellos lo muestran, hacer realidad nuestro proyecto de vida y misión. Su presencia entre nosotros es el mejor argumento contra la mediocridad, la rutina, el desaliento o la desbandada. Nada más frustrante y dañoso para la Orden que la presencia de una realidad opuesta a la anterior en algunos de sus miembros: la de personas que están pero se comportan como si no estuvieran; las que llevados por minimalismos sobreviven en una vida religiosa y apostólica sin estímulo alguno, sin brillo y sin sabor. Si no todas las flaquezas y miserias podrán ser superadas y conducidas a la meta justa, sí que hemos de hacer el esfuerzo por indicar cuál es el camino recto. El religioso que procede con toda recta intención tiene derecho a saberlo y a que le sea mostrado y defendido por sus superiores. El subterfugio, la escapatoria, el regateo con lo que debería ser coherente con la vocación seguida, la exculpación o los medios términos podrán seguir. Pero aparecerán desautorizados e ilegitimados si somos capaces de dibujar juntos, y cada uno en su lugar, las orientaciones claras en el modelo escolapio. Otras veces he hablado en referencia a este punto de ir creando en la Orden “cultura constitucional”. No se trata de pasarnos a los convencionalismos o a las formalidades del “cumplo y miento”. Se trata de ahondar lo valioso, atrayente y bello, sumamente útil y con más superlativos, como supo expresarlo San José de Calasanz, de nuestra forma de vida y misión como escolapios. Es una práctica arraigada de los Capítulo locales y demarcacionales, atestiguar que se han leído, estudiado y rezado las Constituciones. Se cuenta de algún Capítulo en el que algunos se negaban a firmar tal atestado a favor del Superior porque no había existido tal práctica y les repugnaban los formalismos vacíos o reducidos a simple burocracia. El hecho, aunque pequeño, es indicativo de algo. Lo canónico tiene su expresión en determinados campos, más bien restringidos. Preocupa más la vida, con razón. ¿Nuestra vida, la vida de los religiosos escolapios, está marcando “cultura constitucional”, es decir, sus Constituciones son sobre todo proyecto vital y misionero? ¿Tenemos cultura constitucional, como ahora se aplica a distintos campos para expresar que en ellos hay vida (deporte, tiempo libre, vocaciones, paz ...)? Nos proponemos ofrecer medios para fomentar la vida y la misión de la Orden. Nos vamos, pues, a centrar en eso durante el Consejo. Tendremos en el futuro lo que seamos capaces de haber dado. Este es el desafío de nuestro servicio a la Orden, en sus Demarcaciones, que ahora se nos presenta.
Os invito, queridos hermanos, a entrar en el trabajo de este Consejo en clima de serenidad, con apertura de miras y sentido de Orden, con ánimo decidido a compartir cuanto de bueno hay en nosotros. Nos acompaña la presencia de Jesús, prometida por él mismo para los que, como hoy nosotros, nos reunimos en su nombre. No nos va faltar tampoco la intercesión materna de María, bajo cuya protección quiso Calasanz poner su Obra, nuestra Orden. Nos reconforta igualmente la mediación del mismo San José de Calasanz, cuya paternidad perdura hoy en nosotros sus hijos.
Que lo que podamos hacer sea para gloria de Dios y utilidad de los hermanos. Gracias, una vez más, por vuestra presencia que deseo vivamente sea una experiencia gozosa de fraternidad.
Roma, 20 de octubre 2005
PALABRAS DE CLAUSURA
La revitalización de la vida religiosa escolapia (a los 40 años de la promulgación conciliar del Decreto Perfectae caritatis)
Han transcurrido los días. Hemos llegado al final. La alegría del inicio es esta tarde alegría de haber llevado a término lo propuesto. La alegría de lo llevado a buen término, de lo cumplido, reviste el matiz de la satisfacción por haber coronado la obra emprendida, por haber entrado en la meta, por haber conseguido unos frutos.
Finalizado nuestro Consejo de Superiores Mayores, nos llevamos algo nuevo de regreso a nuestros lugares de proveniencia: nos llevamos la vivencia de una fraternidad corresponsable respecto a la Orden y algunas propuestas operativas, que hemos individuado como caminos de revitalización. Caminos cortos o largos, pero certeros por donde avanzar alcanzando nuevas metas en las que las Escuelas Pías se vean fortalecidas bajo todos los aspectos, focalizadas con vigor, destreza y dotación para realizar su misión en la Iglesia y la Sociedad. Además, con mojones colocados que aseguren su futuro.
Las palabras de clausura de encuentros como el que hemos tenido, de Consejo de Superiores Mayores de toda la Orden, tienen siempre sabor a despedida pero también a misión, a envío. Parafraseando la primera carta de Juan 1, 1-4: lo que hemos visto y oído, lo que hemos gustado y sufrido, todo esto lo llevamos en nuestra maleta de regreso para comunicarlo a los hermanos y ofrecérselo como regalo, invitándolos a entrar en comunión, real y entusiasta, con nosotros. “Os lo anunciamos para que también vosotros –serán las palabras a decir a nuestros hermanos de la Orden al regreso a nuestras casas- estéis en comunión con nosotros … Os “informamos” esto para que nuestro gozo sea completo”. El gozo queda como ansioso, todavía carente de algo, si no acaba siendo compartido con los hermanos. No hay nada que silenciar porque en lo experimentado estos días está sólo el querer complacer a Dios en su voluntad, buscando su gloria y la utilidad del prójimo, porque sabemos que todo eso se realizará si damos vida, vigor y crecimiento a nuestra Orden.
Poner fin a una actividad es lo normal deseado. Lo vamos a hacer después de la fatiga de estos días, con horario repleto de tareas; de haber estado juntos unos días, hablado, compartido la mesa y los tiempos breves de esparcimiento, celebrado y rezado juntos. ¡Qué bueno, qué dulce habitar los hermanos todos juntos! Es la caricia del ungüento, del masaje perfumado que refresca nuestro rostro, la piel de nuestro cuerpo cada mañana al levantarnos como el “aceite fino en la cabeza que baja por la barba –la barba de Aarón- hasta la orla de su manto” (Salmo 132).
Seguramente sentimos también el impulso de la misión, de anunciar y de comunicar. Fin y comienzo: clausurar y abrir otra etapa. Todo está ya dicho. Mis palabras de clausura pueden resumirse en sólo esas dos palabras: despedida y envío. Cerramos esta breve página, escrita entre todos con afán y amores comunes, que es clausurar el Consejo. Abrimos la siguiente del “libro de la vida” (cfr. Ap 5) de la Orden escolapia para escribir en ella la misión de transmitirlo y traducirlo en vida de todo su cuerpo.
Me han enseñado, y trato de seguirlo, que lo mejor es pronunciar las palabras justas y necesarias. Las sobrantes suelen empeorar la comunicación. Me callaría aquí, si no hubiera un acontecimiento cercano que me parece digno de recordar: un día como mañana, 28 de octubre de 2005, hace exactamente cuarenta años, el Decreto conciliar “Perfectae caritatis” sobre la adecuada renovación de la vida religiosa fue aprobado en sesión pública del Concilio Vaticano II y promulgado por el Papa Pablo VI: “Y nos –son las palabras que cierran el Decreto-, por la potestad apostólica que nos ha sido otorgada por Cristo, todo ello (todas y cada una de las cosas que en este Decreto se disponen), juntamente con los venerables Padres, lo aprobamos en el Espíritu Santo, decretamos y estatuimos, y mandamos se promulgue para gloria de Dios lo que ha sido conciliarmente estatuido. Roma, en San Pedro, 28 de octubre de 1965. Yo, Pablo, Obispo de la Iglesia Católica.” ¡Cuántas gratísimas evocaciones vienen a la memoria al volver a leer estas palabras, que oídas en época de juventud suscitaron en aquel momento entusiasmo desbordante, gratitud profunda a la Iglesia en su más alta expresión como es un Concilio Ecuménico, ánimos y esperanzas! Lo compartí gozosamente, en el normal arranque juvenil, en compañía de tantos otros, alguno aquí presente. Perdonad esta concesión a la memoria de la experiencia personal. No quiere haber en ella concesión alguna a la nostalgia en el hoy recordando el ayer. Evocar un acontecimiento como aquél, tan importante para el futuro de la vida religiosa, no tiene otra finalidad que prolongar el agradecimiento y ver si todavía, traduciéndolo al presente, es estímulo para caminar. Vosotros lo diréis al escuchar algo, muy breve, de lo escrito en el “Perfectae caritatis”. La elección de las citas, siempre sometida al peso determinante de la subjetividad, la he realizado pensando sobre todo en los asuntos que aquí, durante estos días de Consejo, nos han ocupado: preparar una acción impulsora para la vida y misión de la Orden. Paso sin más a las citas –seleccionadas en una nueva lectura del decreto motivada gratamente por la preparación de estas palabras de clausura-, invitándoos con este gesto a celebrar, en acción de gracias y de reconocimiento, en ambiente institucional escolapio, los 40 años del Decreto “Perfectae caritatis”.
El reconocimiento de la Iglesia, en primer lugar: la fundación de las familias religiosa “contribuyó a que la Iglesia no sólo esté apercibida para toda obra buena (cfr. 2 Tm 3, 17) y pronta para la obra del ministerio en la edificación del Cuerpo de Cristo (cfr. Ef 4,12), sino también a que aparezca adornada con la variedad de dones de sus hijos, como esposa engalanada para su marido (cfr. Ap 21, 2), y por ella se manifieste la multiforme sabiduría de Dios” (PC 1).
Invitación a la renovación con las siguientes orientaciones: “La adecuada renovación de la vida religiosa comprende, a la vez, un retorno constante a las fuentes de toda vida cristiana y a la primera inspiración de los Institutos y una adaptación de éstos a las cambiantes condiciones de los tiempos. Esta renovación, bajo el impulso del Espíritu Santo y con la guía de la Iglesia, ha de promoverse de acuerdo con los principios siguientes: El seguimiento de Cristo tal como se propone en el Evangelio ha de tenerse por todos los Institutos como regla suprema. Reconózcanse y manténgase fielmente el espíritu y propósito de los fundadores, así como las sanas tradiciones, todo lo cual constituye el patrimonio de cada Instituto.
Han de participar en la vida de la Iglesia y, de acuerdo con su carácter, hacer suyos y favorecer según sus fuerzas las empresas y propósitos de la misma; por ejemplo, en materia bíblica, litúrgica, dogmática, pastoral, ecuménica, misional y social.
Promoverán el conveniente conocimiento, entre sus miembros, de la situación de los hombres y de los tiempos y de las necesidades de la Iglesia …
Hay que considerar seriamente que las mejores acomodaciones a las necesidades de nuestro tiempo no surtirán efecto si no están animadas de una renovación espiritual, a la que hay siempre que conceder el primer lugar en la promoción de las obras externas” (PC 2).
Los criterios de método para llevar a cabo la renovación: “Una renovación eficaz solo puede obtenerse por la cooperación de todos los miembros del Instituto … estatuir normas y dar leyes corresponde tan sólo a las autoridades competentes, sobre todo a los Capítulos Generales … Los Superiores, por su parte, consulten y oigan de modo conveniente a sus hermanos en lo que toca al interés común de todo el Instituto … la esperanza de la renovación ha de ponerse más en la mejor observancia de la regla y constituciones que en la multiplicación de las leyes” (PC 4).
A los Institutos de vida apostólica, como nuestra Orden, les viene indicado: “En estos Institutos, la acción apostólica y benéfica pertenecen a la naturaleza misma de la vida religiosa … Por eso, toda la vida religiosa de sus miembros debe estar imbuida de espíritu apostólico, y toda la acción apostólica, informada de espíritu religioso” (PC 8).
La fuerza apostólica de la vida fraterna en comunidad: “La vida común, a ejemplo de la Iglesia primitiva, en que la muchedumbre de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma (cfr. He 4, 32), nutrida por la doctrina evangélica, la sagrada liturgia y, señaladamente, por la Eucaristía, debe perseverar en la oración y en la comunión del mismo espíritu (cfr. He 2, 42) … La unidad de los hermanos pone de manifiesto el advenimiento de Cristo (cfr. Jn 13, 35; 17, 21) y de ella
emana una gran fuerza apostólica” (PC 15).
La formación de los religiosos: “La adecuada renovación de los Institutos religiosos depende en grado máximo de la formación de sus miembros … Por tanto (llévese) convenientemente, en casas apropiadas, su formación religiosa y apostólica, doctrinal y técnica, obteniendo incluso los títulos convenientes …; instrúyaselos acerca de las actuales costumbres sociales y sobre el modo de sentir y pensar hoy en boga … Es también deber de los superiores procurar que los directores, maestros de espíritu y profesores sean muy bien seleccionados y se preparen cuidadosamente” (PC 18).
Sobre las Obras : “Retengan y lleven a cabo los Institutos sus obras propias y, atendiendo a la utilidad de la Iglesia universal y de la diócesis, acomódenlas a las necesidades de tiempos y lugares, empleando los medios oportunos y hasta nuevos, abandonando en casos aquellas obras que corresponden hoy menos al espíritu y genuino carácter del Instituto. Consérvese de todo punto en los Institutos religiosos el espíritu misional, y adáptese, según el carácter de los mismos, a las condiciones actuales, de suerte que se torne más eficaz la predicación del Evangelio a todas las naciones” (PC 20).
Termino este rápido recorrido a lo largo del Decreto, con esta frase suya conclusiva, en clave de pastoral vocacional: “Recuerden, sin embargo, los religiosos que el ejemplo de su vida es la mejor recomendación de su Instituto y una invitación a abrazar la vida religiosa” (PC 24).
Recordado este evento conciliar, a los 40 años, de su promulgación, somos conscientes de que la memoria, en este caso, nos lanza todavía hacia el futuro donde, partiendo del presente, podrán realizarse aquellas previsiones, formuladas en esperanza, en realidad vigorosa en la vida de nuestra Orden para responder a las necesidades reales que desafían nuestra misión como Escuelas Pías.