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Friday, June 25, 2010

Homilía de Benedicto XVI en la clausura del Año Sacerdotal

Viernes, 11 de junio de 2010

Queridos hermanos en el ministerio sacerdotal, Queridos hermanos y hermanas:

El Año Sacerdotal que hemos celebrado, 150 años después de la muerte del santo Cura de Ars, modelo del ministerio sacerdotal en nuestros días, llega a su fin. Nos hemos dejado guiar por el Cura de Ars para comprender de nuevo la grandeza y la belleza del ministerio sacerdotal. El sacerdote no es simplemente alguien que detenta un oficio, como aquellos que toda sociedad necesita para que puedan cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo la palabra de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación, palabras que lo hacen presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él.

El sacerdocio no es un oficio, es un sacramento

Por tanto, el sacerdocio no es un simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio». Que Dios nos considere capaces de esto; que por eso llame a su servicio a hombres y, así, se una a ellos desde dentro, esto es lo que en este año hemos querido de nuevo considerar y comprender.

Queríamos despertar la alegría de que Dios esté tan cerca de nosotros, y la gratitud por el hecho de que Él se confíe a nuestra debilidad; que Él nos guíe y nos ayude día tras día. Queríamos también, así, enseñar de nuevo a los jóvenes que esta vocación, esta comunión de servicio por Dios y con Dios, existe; más aún, que Dios está esperando nuestro «sí». Junto con la Iglesia, hemos querido destacar de nuevo que tenemos que pedir a Dios esta vocación. Pedimos trabajadores para la mies de Dios, y esta plegaria a Dios es, al mismo tiempo, una llamada de Dios al corazón de jóvenes que se consideren capaces de eso mismo para lo que Dios los cree capaces.

Petición de perdón por los pecados

Era de esperar que al «enemigo» no le gustara que el sacerdocio brillara de nuevo; él hubiera preferido verlo desaparecer, para que al fin Dios fuera arrojado del mundo. Y así ha ocurrido que, precisamente en este año de alegría por el sacramento del sacerdocio, han salido a la luz los pecados de los sacerdotes, sobre todo el abuso a los pequeños, en el cual el sacerdocio, que lleva a cabo la solicitud de Dios por el bien del hombre, se convierte en lo contrario. También nosotros pedimos perdón insistentemente a Dios y a las personas afectadas, mientras prometemos que queremos hacer todo lo posible para que semejante abuso no vuelva a suceder jamás; que en la admisión al ministerio sacerdotal y en la formación que prepara al mismo haremos todo lo posible para examinar la autenticidad de la vocación; y que queremos acompañar aún más a los sacerdotes en su camino, para que el Señor los proteja y los custodie en las situaciones dolorosas y en los peligros de la vida.

Si el Año Sacerdotal hubiera sido una glorificación de nuestros logros humanos personales, habría sido destruido por estos hechos. Pero, para nosotros, se trataba precisamente de lo contrario, de sentirnos agradecidos por el don de Dios, un don que se lleva en «vasijas de barro», y que una y otra vez, a través de toda la debilidad humana, hace visible su amor en el mundo. Así, consideramos lo ocurrido como una tarea de purificación, un quehacer que nos acompaña hacia el futuro y que nos hace reconocer y amar más aún el gran don de Dios. De este modo, el don se convierte en el compromiso de responder al valor y la humildad de Dios con nuestro valor y nuestra humildad. La palabra de Cristo, que hemos entonado como canto de entrada en la liturgia de hoy, puede decirnos en este momento lo que significa hacerse y ser sacerdote: «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).

Fiesta del Sagrado Corazón

Celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús y con la liturgia echamos una mirada, por así decirlo, dentro del corazón de Jesús, que al morir fue traspasado por la lanza del soldado romano. Sí, su corazón está abierto por nosotros y ante nosotros; y con esto nos ha abierto el corazón de Dios mismo. La liturgia interpreta para nosotros el lenguaje del corazón de Jesús, que habla sobre todo de Dios como pastor de los hombres, y así nos manifiesta el sacerdocio de Jesús, que está arraigado en lo íntimo de su corazón; de este modo, nos indica el perenne fundamento, así como el criterio válido de todo ministerio sacerdotal, que debe estar siempre anclado en el corazón de Jesús y ser vivido a partir de él.

Quisiera meditar hoy, sobre todo, los textos con los que la Iglesia orante responde a la Palabra de Dios proclamada en las lecturas. En esos cantos, palabra y respuesta se compenetran. Por una parte, están tomados de la Palabra de Dios, pero, por otra, son ya al mismo tiempo la respuesta del hombre a dicha Palabra, respuesta en la que la Palabra misma se comunica y entra en nuestra vida. El más importante de estos textos en la liturgia de hoy es el Salmo 23 [22] – «El Señor es mi pastor» –, en el que el Israel orante acoge la autorrevelación de Dios como pastor, haciendo de esto la orientación para su propia vida. «El Señor es mi pastor, nada me falta». En este primer versículo se expresan alegría y gratitud porque Dios está presente y cuida del hombre. La lectura tomada del Libro de Ezequiel empieza con el mismo tema: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro» (Ez 34,11).

Dios cuida personalmente de mí, de nosotros, de la humanidad. No me ha dejado solo, extraviado en el universo y en una sociedad ante la cual uno se siente cada vez más desorientado. Él cuida de mí. No es un Dios lejano, para quien mi vida no cuenta casi nada. Las religiones del mundo, por lo que podemos ver, han sabido siempre que, en último análisis, sólo hay un Dios. Pero este Dios era lejano. Abandonaba aparentemente el mundo a otras potencias y fuerzas, a otras divinidades. Había que llegar a un acuerdo con éstas. El Dios único era bueno, pero lejano. No constituía un peligro, pero tampoco ofrecía ayuda. Por tanto, no era necesario ocuparse de Él. Él no dominaba. Extrañamente, esta idea ha resurgido en la Ilustración. Se aceptaba no obstante que el mundo presupone un Creador. Este Dios, sin embargo, habría construido el mundo, para después retirarse de él. Ahora el mundo tiene un conjunto de leyes propias según las cuales se desarrolla, y en las cuales Dios no interviene, no puede intervenir. Dios es sólo un origen remoto. Muchos, quizás, tampoco deseaban que Dios se preocupara de ellos. No querían que Dios los molestara. Pero allí donde la cercanía del amor de Dios se percibe como molestia, el ser humano se siente mal. Es bello y consolador saber que hay una persona que me quiere y cuida de mí. Pero es mucho más decisivo que exista ese Dios que me conoce, me quiere y se preocupa por mí. «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen» (Jn 10,14), dice la Iglesia antes del Evangelio con una palabra del Señor. Dios me conoce, se preocupa de mí.

Este pensamiento debería proporcionarnos realmente alegría. Dejemos que penetre intensamente en nuestro interior. En ese momento comprendemos también qué significa: Dios quiere que nosotros como sacerdotes, en un pequeño punto de la historia, compartamos sus preocupaciones por los hombres. Como sacerdotes, queremos ser personas que, en comunión con su amor por los hombres, cuidemos de ellos, les hagamos experimentar en lo concreto esta atención de Dios. Y, por lo que se refiere al ámbito que se le confía, el sacerdote, junto con el Señor, debería poder decir: «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen». «Conocer», en el sentido de la Sagrada Escritura, nunca es solamente un saber exterior, igual que se conoce el número telefónico de una persona. «Conocer» significa estar interiormente cerca del otro. Quererle. Nosotros deberíamos tratar de «conocer» a los hombres de parte de Dios y con vistas a Dios; deberíamos tratar de caminar con ellos en la vía de la amistad con Dios.

Volvamos al Salmo. Allí se dice: «Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (23 [22], 3s). El pastor muestra el camino correcto a quienes le están confiados. Los precede y guía. Digámoslo de otro modo: el Señor nos muestra cómo se realiza en modo justo nuestro ser hombres. Nos enseña el arte de ser persona. ¿Qué debo hacer para no arruinarme, para no desperdiciar mi vida con la falta de sentido? En efecto, ésta es la pregunta que todo hombre debe plantearse y que sirve para cualquier período de la vida. ¡Cuánta oscuridad hay alrededor de esta pregunta en nuestro tiempo! Siempre vuelve a nuestra mente la palabra de Jesús, que tenía compasión por los hombres, porque estaban como ovejas sin pastor. Señor, ten piedad también de nosotros. Muéstranos el camino. Sabemos por el Evangelio que Él es el camino. Vivir con Cristo, seguirlo, esto significa encontrar el sendero justo, para que nuestra vida tenga sentido y para que un día podamos decir: "Sí, vivir ha sido algo bueno". El pueblo de Israel estaba y está agradecido a Dios, porque ha mostrado en los mandamientos el camino de la vida. El gran salmo 119 (118) es una expresión de alegría por este hecho: nosotros no andamos a tientas en la oscuridad. Dios nos ha mostrado cuál es el camino, cómo podemos caminar de manera justa. La vida de Jesús es una síntesis y un modelo vivo de lo que afirman los mandamientos. Así comprendemos que estas normas de Dios no son cadenas, sino el camino que Él nos indica. Podemos estar alegres por ellas y porque en Cristo están ante nosotros como una realidad vivida. Él mismo nos hace felices. Caminando junto a Cristo tenemos la experiencia de la alegría de la Revelación, y como sacerdotes debemos comunicar a la gente la alegría de que nos haya mostrado el camino justo.

Después viene una palabra referida a la "cañada oscura", a través de la cual el Señor guía al hombre. El camino de cada uno de nosotros nos llevará un día a la cañada oscura de la muerte, a la que ninguno nos puede acompañar. Y Él estará allí. Cristo mismo ha descendido a la noche oscura de la muerte. Tampoco allí nos abandona. También allí nos guía. "Si me acuesto en el abismo, allí te encuentro", dice el salmo 139 (138). Sí, tú estás presente también en la última fatiga, y así el salmo responsorial puede decir: también allí, en la cañada oscura, nada temo. Sin embargo, hablando de la cañada oscura, podemos pensar también en las cañadas oscuras de las tentaciones, del desaliento, de la prueba, que toda persona humana debe atravesar. También en estas cañadas tenebrosas de la vida Él está allí. Señor, en la oscuridad de la tentación, en las horas de la oscuridad, en que todas las luces parecen apagarse, muéstrame que tú estás allí. Ayúdanos a nosotros, sacerdotes, para que podamos estar junto a las personas que en esas noches oscuras nos han sido confiadas, para que podamos mostrarles tu luz.

«Tu vara y tu cayado me sosiegan»: el pastor necesita la vara contra las bestias salvajes que quieren atacar el rebaño; contra los salteadores que buscan su botín. Junto a la vara está el cayado, que sostiene y ayuda a atravesar los lugares difíciles. Las dos cosas entran dentro del ministerio de la Iglesia, del ministerio del sacerdote. También la Iglesia debe usar la vara del pastor, la vara con la que protege la fe contra los farsantes, contra las orientaciones que son, en realidad, desorientaciones. En efecto, el uso de la vara puede ser un servicio de amor. Hoy vemos que no se trata de amor, cuando se toleran comportamientos indignos de la vida sacerdotal. Como tampoco se trata de amor si se deja proliferar la herejía, la tergiversación y la destrucción de la fe, como si nosotros inventáramos la fe autónomamente. Como si ya no fuese un don de Dios, la perla preciosa que no dejamos que nos arranquen. Al mismo tiempo, sin embargo, la vara continuamente debe transformarse en el cayado del pastor, cayado que ayude a los hombres a poder caminar por senderos difíciles y seguir a Cristo.

Al final del salmo, se habla de la mesa preparada, del perfume con que se unge la cabeza, de la copa que rebosa, del habitar en la casa del Señor. En el salmo, esto muestra sobre todo la perspectiva del gozo por la fiesta de estar con Dios en el templo, de ser hospedados y servidos por él mismo, de poder habitar en su casa. Para nosotros, que rezamos este salmo con Cristo y con su Cuerpo que es la Iglesia, esta perspectiva de esperanza ha adquirido una amplitud y profundidad todavía más grande. Vemos en estas palabras, por así decir, una anticipación profética del misterio de la Eucaristía, en la que Dios mismo nos invita y se nos ofrece como alimento, como aquel pan y aquel vino exquisito que son la única respuesta última al hambre y a la sed interior del hombre. ¿Cómo no alegrarnos de estar invitados cada día a la misma mesa de Dios y habitar en su casa? ¿Cómo no estar alegres por haber recibido de Él este mandato: "Haced esto en memoria mía"? Alegres porque Él nos ha permitido preparar la mesa de Dios para los hombres, de ofrecerles su Cuerpo y su Sangre, de ofrecerles el don precioso de su misma presencia. Sí, podemos rezar juntos con todo el corazón las palabras del salmo: «Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida» (23 [22], 6).

Por último, veamos brevemente los dos cantos de comunión sugeridos hoy por la Iglesia en su liturgia. Ante todo, está la palabra con la que san Juan concluye el relato de la crucifixión de Jesús: «uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,34). El corazón de Jesús es traspasado por la lanza. Se abre, y se convierte en una fuente: el agua y la sangre que manan aluden a los dos sacramentos fundamentales de los que vive la Iglesia: el Bautismo y la Eucaristía. Del costado traspasado del Señor, de su corazón abierto, brota la fuente viva que mana a través de los siglos y edifica la Iglesia. El corazón abierto es fuente de un nuevo río de vida; en este contexto, Juan ciertamente ha pensado también en la profecía de Ezequiel, que ve manar del nuevo templo un río que proporciona fecundidad y vida (Ez 47): Jesús mismo es el nuevo templo, y su corazón abierto es la fuente de la que brota un río de vida nueva, que se nos comunica en el Bautismo y la Eucaristía.

La liturgia de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, sin embargo, prevé como canto de comunión otra palabra, afín a ésta, extraída del evangelio de Juan: «El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba. Como dice la Escritura: De sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (cfr. Jn 7,37s). En la fe bebemos, por así decir, del agua viva de la Palabra de Dios. Así, el creyente se convierte él mismo en una fuente, que da agua viva a la tierra reseca de la historia. Lo vemos en los santos. Lo vemos en María que, como gran mujer de fe y de amor, se ha convertido a lo largo de los siglos en fuente de fe, amor y vida. Cada cristiano y cada sacerdote deberían transformarse, a partir de Cristo, en fuente que comunica vida a los demás. Deberíamos dar el agua de la vida a un mundo sediento. Señor, te damos gracias porque nos has abierto tu corazón; porque en tu muerte y resurrección te has convertido en fuente de vida. Haz que seamos personas vivas, vivas por tu fuente, y danos ser también nosotros fuente, de manera que podamos dar agua viva a nuestro tiempo. Te agradecemos la gracia del ministerio sacerdotal. Señor, bendícenos y bendice a todos los hombres de este tiempo que están sedientos y buscando. Amén.

http://revistaecclesia.com/content/view/18433/284/

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UNA MISIÓN CON ALMA

Pedro Aguado, escolapio
Padre General
junio 2010

Queridos hermanos, quiero dedicar esta carta fraterna a uno de los temas que tienen más importancia a la hora de pensar sobre nuestra misión escolapia y sobre las opciones que más tenemos que cuidar y reflexionar. La he titulado “Una misión con alma”, porque creo que aquí radica uno de los desafíos a los que tenemos que saber responder con claridad y nuevos planteamientos.

Poco a poco voy avanzando en esta rápida primera visita a la Orden y estoy viendo la diversidad de situaciones en las que nos encontramos, las diferentes preocupaciones que tenemos en cada Demarcación, en función del momento institucional de cada una, y las variadas sensibilidades que tenemos a la hora de abordar nuestras decisiones y prioridades. Pienso que esto es normal, pues estamos viviendo en contextos muy diferentes y las situaciones de las Demarcaciones son bien distintas. Por eso no podemos caer en la simplificación de pensar que a todos nos valen las mismas soluciones ni creer que todos debemos resolver los problemas de la misma manera.

Pero también me doy cuenta de que hay desafíos comunes y de que la Orden puede y debe ser capaz de pensar en común algunas respuestas esenciales. Hemos de saber convertir la diversidad en suma que enriquece –nunca en diferencias que dividen-, pero también hemos de saber abordar los temas centrales desde convicciones compartidas.

Una de estas cuestiones centrales que tenemos planteadas en nuestra Orden es la necesidad de que nuestras Obras, nuestras presencias, reciban desde las Escuelas Pías su “aliento de vida”, de modo que lo escolapio sea su motor y su referencia esencial. Hemos de construir nuestras Obras de modo que tengan “alma escolapia”. Yo pienso que el “alma” de un proyecto o de una institución es aquello que le aporta la razón fundamental de ser, lo que hace que tenga vida y aporte vida alrededor. De la necesidad de ser y de constituir esta “alma escolapia de nuestras Obras” es de lo que os quiero hablar en esta carta fraterna. Y tengo que decir que escribo porque el tema me preocupa, porque no se es “alma” de cualquier modo y porque sin esta “alma” nuestras Obras dejarán de aportar la propuesta esencial que nuestros niños, niñas y jóvenes esperan y desean recibir. Iré poco a poco acercándome al concepto y a su significado, tal y como yo lo entiendo.

1 - Cuando pensamos en los colegios,
a todos nos preocupa su calidad, su futuro, su identidad evangelizadora, su sostenibilidad…

Cuando nos acercamos a nuestras parroquias pensamos en su carácter escolapio, en su capacidad de acompañar la fe de nuestros hermanos, en nuestra capacidad real de hacer un verdadero proyecto de parroquia con itinerario y horizonte…

Cuando impulsamos un internado o un hogar o una doposcuola o cualquier otra obra e educación no formal, nos ocupamos con todo interés en que los muchachos y muchachas a los que atendemos de verdad reciban allí lo que necesitan para crecer de modo integral…

Todo esto nos preocupa. Pero creo que hoy hemos llegado claramente a la conclusión de que el futuro de nuestras Obras y su capacidad de respuesta a las necesidades de nuestra gente depende esencialmente de su identidad. La identidad es la clave de la calidad, de la capacidad de evangelización, de la misión compartida y de nuestra capacidad de hacer proyectos significativos. Yo quiero situar en el primer plano de las preocupaciones de la Orden el esfuerzo por dotar a nuestras Obras de una auténtica identidad escolapia. Este es la primera afirmación que deseo hacer en este escrito.

Pero del reconocimiento de que nuestro reto mayor hoy es seguir siendo nosotros mismos -seguir siendo escolapios-, surge la necesidad de discernir cómo tenemos que ser hoy escolapios, qué rasgos de la identidad escolapia es hoy urgente subrayar para afrontar nuestra misión. Tenemos poco que hacer si a lo que ofrecemos a nuestras familias, a la sociedad y a la Iglesia no incorporamos lo más específico de nuestra identidad escolapia y, sobre todo, un proyecto educativo cristiano que tiene vocación de permanencia y de fidelidad.

2 - Pienso que en ese “cómo”
hay, al menos, dos aspectos, dos dinámicas que debieran estar ya básicamente claras entre nosotros. Y digo debieran porque todavía tenemos caminos que recorrer y pasos que dar. La primera tiene que ver con el “proyecto educativo y evangelizador escolapio”; la segunda con la “misión compartida”. Pienso que hoy debemos asumir e impulsar con claridad que ambas dinámicas son simultáneas e interdependientes:

tenemos un proyecto que es claro y específico, y sólo lo podremos llevar adelante desde la incorporación real, formada y vocacional de cuantos educadores, agentes de pastoral y colaboradores diversos lo descubran como propio y lo impulsen en comunión con las Escuelas Pías.

Nuestra misión o es escolapia y es compartida o no será.

Una carta fraterna no es el lugar para desarrollar con amplitud estos dos aspectos de nuestra misión: su carácter escolapio y su carácter compartido. Tenemos mucha literatura escrita sobre ello y os invito a repasarla o a estudiarla con atención. Me limito a afirmar que nuestro proyecto educativo y evangelizador sólo será escolapio si, entre otras cosas, busca la educación integral, se inspira en el evangelio y lo propone, hace su aportación a la transformación social, vive y se desarrolla en red escolapia y es llevado por personas convencidas y entusiasmadas con lo esencial de su propuesta, de modo que la asuman como vocación. Por eso los religiosos escolapios no tenemos sólo la responsabilidad de hacer las cosas bien, sino de provocar, acompañar y consolidar la identidad escolapia de las personas que comparten nuestra misión y se comprometen con ella. Es hora de que en las Escuelas Pías asumamos que el adjetivo “compartida” forma parte de la identidad de nuestra misión y saquemos las consecuencias que sean necesarias. No se trata sólo de una característica ni es simplemente una opción estratégica; la misión compartida es nuestro modo de entender e impulsar nuestra misión.

Ciertamente, las circunstancias y las condiciones de posibilidad son diferentes en los contextos en los que estamos, pero esto no nos debe despistar de lo esencial: trabajemos desde nuestra identidad y acompañemos el camino de tantas personas, buscadoras de esta misma identidad desde una vocación diferente. Esto es posible, y necesario, en todos los contextos en los que vivimos y trabajamos los escolapios.

3 - Pero todo esto debe ser “reconocible”.
Nuestros niños y jóvenes, nuestras familias, nuestros educadores, necesitan ver que todo esto, todas las convicciones desde las que trabajamos, todas las propuestas desde las que les animamos, pueden ser vividas, de hecho, por aquellos que les hablan de ellas o que se las proponen como horizonte vital. Nuestras Obras escolapias serán creíbles si en su núcleo vital están las “personas que responden de todo”, viviendo y acogiendo, trabajando y escuchando, animando y celebrando. Para que nuestra gente perciba realmente que nuestra propuesta educativa y evangelizadora es real, deben vernos comprometidos con ella. Sólo podremos educar en cristiano y acompañar la fe de los niños, jóvenes y familias, si en nuestras Obras palpitan comunidades cristianas vivas que les permiten verificar, por propia experiencia, la alternativa que supone para sus vidas el Evangelio.

Es por ello que la condición de posibilidad de un centro que eduque y evangelice, como pretendemos los escolapios, es que, al estilo de las rutas que salían desde San Pantaleo, se trate de acompañar a los niños y jóvenes desde la escuela hasta la vida de creyentes adultos. Si entonces eran imprescindibles esas rutas para que el niño no se perdiera o “lo perdieran” por el camino, en nuestro hoy, quizá sólo desde unas comunidades cristianas adultas que asuman la tarea del acompañamiento integral de niños y jóvenes podamos garantizar en nuestras Obras una mayor fidelidad a nuestra misión original. Forma parte de nuestra misión construir esas comunidades cristianas que, desde el carisma que nos es propio, ofrezcan a los niños y jóvenes un horizonte posible y esperanzador. Estas comunidades han de ser el alma que anima la presencia escolapia en un lugar. “Hagamos lo posible para que los alumnos, padres, profesores, el diverso personal que trabaja en nuestras Obras, amigos, sacerdotes, religiosos, exalumnos, todo el Pueblo de Dios que gravita en torno a nuestras Obras, sea convocado a vivir la propia fe en una comunidad eclesial que, sin duda, tendrá el signo y el carisma calasancio” (P. Ángel Ruiz, 1983).

4 - Esta tarea será siempre prioritaria
para la comunidad religiosa escolapia, cuya función esencial es ser alma de la Obra. Ha de trabajar para serlo siempre. Sin duda de diversos modos, no sólo desde la estructura propia de la comunidad local. Las diversas circunstancias en las que vivimos nos obligan a pensar esto de modo nuevo. Pero nunca debemos olvidar que pertenece a nuestra vocación ser el alma de la misión. Las comunidades religiosas escolapias han de ser siempre alma de la misión, y han de trabajar para que a esta alma se sumen más personas. Me atrevería a decir que allí donde vamos consiguiendo, con el compromiso corresponsable de tantos laicos y laicas escolapios y de tantas Fraternidades Escolapias, que vayan surgiendo comunidades cristianas escolapias, los religiosos escolapios somos llamados a ser el “alma del alma”, si es que se puede decir así.

Construimos comunidades cristianas escolapias para fortalecer la identidad escolapia de nuestras Obras y ofrecer a la Iglesia esos espacios de vida cristiana y misionera, de los que tiene tanta necesidad, y para expresar a todos los destinatarios y colaboradores de nuestra misión que hay un lugar desde dónde se puede vivir todo aquello que buscan. Estas comunidades no sólo no sustituyen, sino que necesitan y piden, la presencia de los religiosos.

No somos tan ingenuos ni estamos tan despistados como para creer que los religiosos podemos hacerlo todo y ser la referencia para todos, pero lo que nunca podemos hacer es perder -o vivir a medias- nuestra razón de ser: dar vida a nuestras Obras, acompañar su camino como escolapios y hacerlas crecer en fidelidad al carisma que nos fue regalado en San José de Calasanz.

Los religiosos escolapios, las comunidades escolapias deben vivir y trabajar siempre como alma de de la misión y provocar que esta alma sea cada vez más compartida.

Por eso, la vida religiosa escolapia es parte constituyente y esencial de la comunidad cristiana escolapia y de su misión. Me he atrevido a decir que es “el alma del alma” de la presencia escolapia y por ello su responsabilidad es fundante y fundamental. Las comunidades escolapias están llamadas a ser el espacio desde donde se anime esta realidad comunitaria más amplia, donde se puedan aprender las claves de la vida comunitaria y misionera, donde todos nos conectamos a una historia carismática de siglos y a una realidad institucional global que nos hace verdaderamente escolapios y católicos.

En este año, dedicado al sacerdocio, diría, además, que el sacerdote escolapio tiene una misión ingente pero preciosa: liderar, junto con quienes desde su vocación laical asuman el ministerio de acompañar a la comunidad, este entramado comunitario que debe ser el nuevo rostro escolapio y eclesial que convoque y permita mantener abierto el camino hacia Jesús a tantos niños y jóvenes en tantas partes del mundo.

5 - He empezado esta carta reconociendo
la diversidad de situaciones en las que nos encontramos. Tenemos Obras y presencias en las que no hay una comunidad religiosa local, otras en las que hay varias comunidades, otras en las que hay comunidad religiosa, pero escasa dinámica de misión compartida, otras en las que los religiosos se sitúan, desde estructuras diferentes, en el alma de la misión, muchas comunidades religiosas que verdaderamente impulsan con vigor la vida de los colegios, Demarcaciones que tratan de dar respuesta a estas necesidades desde el horizonte y el marco de la propia Provincia… Pienso que en todos los casos, hay que buscar maneras diversas para que nuestras Obras tengan alma escolapia real y sean animadas desde personas y comunidades que hagan posible que todos los que conforman la Obra sientan que existe un espacio eclesial y escolapio desde el que el colegio (o la Obra que sea) se sostiene y que es su referencia y fuente de vida. Aquí tenemos tarea todos, en todas las Demarcaciones. A ello os invito con todo interés.

Termino esta carta con algunas reflexiones finales, que están en relación directa con lo que expreso en este escrito. Son tareas que tenemos pendientes, según mi modo de pensar. Habría muchas más, pero sólo quiero dejar cuatro sugerencias a modo de ejemplo:

• Nuestro último Capítulo General dejó sin abordar
el tema de “la comunidad escolapia y la misión”. Desde la Congregación General deseamos retomar este asunto y ofrecer a la Orden un documento al respecto, cuando nos sea posible. Ojalá que también seamos capaces de proponer itinerarios de crecimiento en la capacidad de misión de nuestras comunidades.

• Nuestra Orden tiene un proyecto institucional
del laicado escolapio recogido en el documento “El laicado en las Escuelas Pías” del año 1997.

Muchas de las propuestas que se recogen en él siguen siendo tareas que tenemos que abordar para configurar el alma escolapia de nuestras Obras.

• Nuestra pastoral vocacional crecerá
con vigor y posibilidades si en nuestras Obras trabajamos más y mejor desde nuestra identidad y las configuramos con una creciente vida escolapia. Muchos jóvenes se acercan a nosotros convocados por nuestra misión, pero se acercarían más si estuviesen transformados por ella.

• Tenemos pendiente una reflexión
sobre el papel del religioso en nuestras Obras, porque no se puede formar parte del alma de una Obra de cualquier manera. Desde luego, nunca desde dinámicas de poder, sino de servicio, nunca desde un “hacer lo que a mí me parece que debe hacerse”, sino desde un trabajo en equipo, nunca desde una Obra aislada, que se define y se basta a sí misma, sino desde un proyecto más amplio que se configura e impulsa desde la Provincia y desde la Orden. Hemos de pensar mucho más sobre todo esto.

Queridos hermanos, la construcción del alma escolapia de nuestras Obras y nuestra vida religiosa como fuente de vida de las mismas son desafíos comunes a todos nosotros, estemos donde estemos y tengamos la realidad que tengamos. Desde nuestra situación y con el acompañamiento de la Orden, tratemos de dar respuestas auténticas, respuestas que provoquen vida.

Os envío un afectuoso saludo
Pedro Aguado
Padre General

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